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Y próximamente el PDF de La Ciudad Sin Nombre.
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Cuando os salga la descarga le dais a aceptar y después iniciáis el instalador.
Le dais a todo que si, y cuando termine reiniciáis el ordenador, y ya está!
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domingo, 23 de octubre de 2011
sábado, 3 de septiembre de 2011
Final del libro
Bueno, ya he terminado el primer libro.
Si queréis leer el segundo solo tenéis que pinchar en la imagen.
La ciudad sin nombre:
Y si queréis ver la novedades de Código lyoko id a: www.codigolyoko4ever.blogspot.com
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La ciudad sin nombre:
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sábado, 16 de julio de 2011
20º capítulo
El primer día de clase
[Francia, Ciudad de la Torre del Hierro, 10 de enero]
Yumi, Jeremy, Odd, Aelita y Ulrich llegaron a la verja de entrada de la academia Kadic con diez minutos de
retraso.
Al final se habían rendido al sueño. Pero tan sólo una hora más tarde había sonado el despertador. Y allí
estaban, sin resuello y con los ojos ardiéndoles a causa de la noche de insomnio.
—Y vuelta a empezar —comentó Odd.
—Nosotros tenemos dos horas de Química —anunció Jeremy mientras comprobaba los horarios.
—Yo, Historia —añadió Yumi—. Y tengo que salir pitando, que a esta hora la profe ya habrá entrado en
clase.
—¡No, hombre, no! —replicó Odd, contrariado—. Me refería a que... ¿volvemos a empezar con La Ermita y con Lyoko?
—Pues claro que sí —asintió Jeremy—. Buscaremos a la madre de Aelita. Pero dejaremos apagado el
superordenador.
Aelita llevaba al cuello el colgante de su padre.
—De todas formas, ya habrá tiempo de hacer todo eso, ¿no? —dijo Ulrich con una sonrisa.
Yumi se pasó la mochila cargada de libros de un hombro al otro.
—Mi profe, por el contrario, no espera a nadie. Me tengo que ir, chicos.
—Nos vemos a la hora de comer, entonces —se despidieron ellos.
—Vale. Bueno, que tengáis un buen día de la marmota —respondió ella mientras atravesaba la entrada.
Los demás la siguieron de inmediato.
Era el 10 de enero, y por fin había dejado de nevar. Un sol débil pero luminoso hacía brillar la sal que
cubría las calles, y el vial de entrada de la academia Kadic estaba lleno de pequeñas huellas de zapatillas de deporte.
Cinco muchachos muertos de sueño empezaron a correr por el camino helado, contentos de seguir todavía
juntos, a pesar de todo.
Ante ellos se erguía el edificio principal, majestuoso y severo. Pero no tenía nada de amenazador: el sol invernal brillaba en las ventanas cerradas, y el enorme portón estaba abierto, dándoles la bienvenida.
Entraron de un salto.
[Francia, Ciudad de la Torre del Hierro, 10 de enero]
Yumi, Jeremy, Odd, Aelita y Ulrich llegaron a la verja de entrada de la academia Kadic con diez minutos de
retraso.
Al final se habían rendido al sueño. Pero tan sólo una hora más tarde había sonado el despertador. Y allí
estaban, sin resuello y con los ojos ardiéndoles a causa de la noche de insomnio.
—Y vuelta a empezar —comentó Odd.
—Nosotros tenemos dos horas de Química —anunció Jeremy mientras comprobaba los horarios.
—Yo, Historia —añadió Yumi—. Y tengo que salir pitando, que a esta hora la profe ya habrá entrado en
clase.
—¡No, hombre, no! —replicó Odd, contrariado—. Me refería a que... ¿volvemos a empezar con La Ermita y con Lyoko?
—Pues claro que sí —asintió Jeremy—. Buscaremos a la madre de Aelita. Pero dejaremos apagado el
superordenador.
Aelita llevaba al cuello el colgante de su padre.
—De todas formas, ya habrá tiempo de hacer todo eso, ¿no? —dijo Ulrich con una sonrisa.
Yumi se pasó la mochila cargada de libros de un hombro al otro.
—Mi profe, por el contrario, no espera a nadie. Me tengo que ir, chicos.
—Nos vemos a la hora de comer, entonces —se despidieron ellos.
—Vale. Bueno, que tengáis un buen día de la marmota —respondió ella mientras atravesaba la entrada.
Los demás la siguieron de inmediato.
Era el 10 de enero, y por fin había dejado de nevar. Un sol débil pero luminoso hacía brillar la sal que
cubría las calles, y el vial de entrada de la academia Kadic estaba lleno de pequeñas huellas de zapatillas de deporte.
Cinco muchachos muertos de sueño empezaron a correr por el camino helado, contentos de seguir todavía
juntos, a pesar de todo.
Ante ellos se erguía el edificio principal, majestuoso y severo. Pero no tenía nada de amenazador: el sol invernal brillaba en las ventanas cerradas, y el enorme portón estaba abierto, dándoles la bienvenida.
Entraron de un salto.
19º capítulo
Eva Skinner
[Estados Unidos, California, 10 de enero]
El primer avión para Francia despegaba a las seis de la mañana, y la megafonía estaba invitando a los pasajeros a dirigirse a sus puertas de embarque.
Eva Skinner se encaminó por los largos pasillos de la terminal, tirando de la maleta rígida que usaba como
equipaje de mano. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba un par de vaqueros ajustados y una colorida
camiseta.
Sonreía.
Pensó que los humanos eran criaturas realmente complicadas. Para ir de los Estados Unidos a Francia
había que comprar un billete y hacían falta visados y permisos especiales porque ella era una «menor» e iba
«sin acompañante». Se necesitaban maletas. Y ropa. Y una vez en Francia, iba a tener que volver a viajar para llegar a la ciudad en la que se encontraba la academia.
No importaba. Había aprovechado el tiempo que le sobraba en el aeropuerto para conectarse a internet y
preparar su llegada. El director la estaría esperando al día siguiente con los brazos abiertos. Una nueva alumna en viaje de estudios que llegaba de los Estados Unidos.
Eva dejó atrás las tiendas y los duty-free que iban abriendo uno tras otro en la enorme área de embarque.
Estudió los monitores en busca de su puerta. La 27. Tenía que seguir las indicaciones y darse prisa: el embarque ya había empezado.
La azafata le sonrió. Era una joven simpática que llevaba una divertida gorra a juego con el impecable uniforme de su compañía aérea.
—¿Nombre?
—Eva. Eva Skinner.
—Un momento.
Tecleó algo en su ordenador y luego sonrió de nuevo.
—Reserva en primera clase. Sin acompañante. Estupendo. Señorita, ¿sería tan amable de enseñarme su pasaporte y la autorización de sus padres?
—Claro.
Eva le tendió a la mujer un folletito de una cadena de comida rápida que se había encontrado en el suelo poco antes: hamburguesa con queso en oferta; sólo un dólar con veinticinco; menú infantil de regalo.
Al entregárselo a la azafata se aseguró de rozar sus largos y bien cuidados dedos.
La mujer abrió el pliego, que mostraba una gran foto a todo color de una hamburguesa, y asintió con una mirada apagada.
—Perfecto, señorita, puede pasar. Mi compañera de a bordo le indicará dónde sentarse.
Eva asintió con la cabeza y pasó. Después se metió, junto con el resto de los pasajeros, en el largo tubo
metálico que llevaba hasta el aeroplano.
La primera clase estaba casi vacía.
Junto a Eva, aunque separados por un estrecho pasillo, había una mujer con un traje oscuro concentrada en
su ordenador portátil y, al otro lado, un hombre de cierta edad que se había quedado dormido ya antes del
despegue y ahora estaba babeando encima de una corbata de quinientos dólares.
—¿Va todo bien, señorita Skinner? —le preguntó otra azafata, que lucía la misma sonrisa y el mismo uniforme que la de la puerta de embarque—. Ahora puede desabrocharse el cinturón: ya hemos despegado. ¿Quiere algo de beber?
—Lo que ha pedido ese señor —respondió Eva, señalando al hombre que dormía.
—¿Un coñac? Ja, ja, señorita, no me parece lo más apropiado. ¿Preferiría, tal vez, un zumo de frutas?
—Sí, eso.
La azafata se alejó a toda prisa, cimbreándose, por el pasillo del avión.
Parecía contenta de resultar útil. Puede que le pagasen para eso, para resultarles útil a los pasajeros.
Los asientos de la primera clase eran tan grandes y mullidos, tan cómodos. A lo mejor se ponía a dormir: sin
tener que preocuparse de cómo maniobrar el cuerpo de Eva Skinner, X.A.N.A. podría reflexionar con tranquilidad.
Tenía mucho en lo que pensar. Por ejemplo, en cómo entablar amistad con los muchachos y ganarse su
confianza.
Y sobre todo, en cómo asesinarlos.
[Estados Unidos, California, 10 de enero]
El primer avión para Francia despegaba a las seis de la mañana, y la megafonía estaba invitando a los pasajeros a dirigirse a sus puertas de embarque.
Eva Skinner se encaminó por los largos pasillos de la terminal, tirando de la maleta rígida que usaba como
equipaje de mano. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba un par de vaqueros ajustados y una colorida
camiseta.
Sonreía.
Pensó que los humanos eran criaturas realmente complicadas. Para ir de los Estados Unidos a Francia
había que comprar un billete y hacían falta visados y permisos especiales porque ella era una «menor» e iba
«sin acompañante». Se necesitaban maletas. Y ropa. Y una vez en Francia, iba a tener que volver a viajar para llegar a la ciudad en la que se encontraba la academia.
No importaba. Había aprovechado el tiempo que le sobraba en el aeropuerto para conectarse a internet y
preparar su llegada. El director la estaría esperando al día siguiente con los brazos abiertos. Una nueva alumna en viaje de estudios que llegaba de los Estados Unidos.
Eva dejó atrás las tiendas y los duty-free que iban abriendo uno tras otro en la enorme área de embarque.
Estudió los monitores en busca de su puerta. La 27. Tenía que seguir las indicaciones y darse prisa: el embarque ya había empezado.
La azafata le sonrió. Era una joven simpática que llevaba una divertida gorra a juego con el impecable uniforme de su compañía aérea.
—¿Nombre?
—Eva. Eva Skinner.
—Un momento.
Tecleó algo en su ordenador y luego sonrió de nuevo.
—Reserva en primera clase. Sin acompañante. Estupendo. Señorita, ¿sería tan amable de enseñarme su pasaporte y la autorización de sus padres?
—Claro.
Eva le tendió a la mujer un folletito de una cadena de comida rápida que se había encontrado en el suelo poco antes: hamburguesa con queso en oferta; sólo un dólar con veinticinco; menú infantil de regalo.
Al entregárselo a la azafata se aseguró de rozar sus largos y bien cuidados dedos.
La mujer abrió el pliego, que mostraba una gran foto a todo color de una hamburguesa, y asintió con una mirada apagada.
—Perfecto, señorita, puede pasar. Mi compañera de a bordo le indicará dónde sentarse.
Eva asintió con la cabeza y pasó. Después se metió, junto con el resto de los pasajeros, en el largo tubo
metálico que llevaba hasta el aeroplano.
La primera clase estaba casi vacía.
Junto a Eva, aunque separados por un estrecho pasillo, había una mujer con un traje oscuro concentrada en
su ordenador portátil y, al otro lado, un hombre de cierta edad que se había quedado dormido ya antes del
despegue y ahora estaba babeando encima de una corbata de quinientos dólares.
—¿Va todo bien, señorita Skinner? —le preguntó otra azafata, que lucía la misma sonrisa y el mismo uniforme que la de la puerta de embarque—. Ahora puede desabrocharse el cinturón: ya hemos despegado. ¿Quiere algo de beber?
—Lo que ha pedido ese señor —respondió Eva, señalando al hombre que dormía.
—¿Un coñac? Ja, ja, señorita, no me parece lo más apropiado. ¿Preferiría, tal vez, un zumo de frutas?
—Sí, eso.
La azafata se alejó a toda prisa, cimbreándose, por el pasillo del avión.
Parecía contenta de resultar útil. Puede que le pagasen para eso, para resultarles útil a los pasajeros.
Los asientos de la primera clase eran tan grandes y mullidos, tan cómodos. A lo mejor se ponía a dormir: sin
tener que preocuparse de cómo maniobrar el cuerpo de Eva Skinner, X.A.N.A. podría reflexionar con tranquilidad.
Tenía mucho en lo que pensar. Por ejemplo, en cómo entablar amistad con los muchachos y ganarse su
confianza.
Y sobre todo, en cómo asesinarlos.
18º capítulo
La habitación secreta
[Francia, Ciudad De La Torre Del Hierro, 10 de enero]
Jeremy interrumpió la narración para abrazar a Aelita, que estaba llorando quedamente, apoyada contra las pilas de periódicos de la parte trasera de la furgoneta.
[Francia, Ciudad De La Torre Del Hierro, 10 de enero]
Jeremy interrumpió la narración para abrazar a Aelita, que estaba llorando quedamente, apoyada contra las pilas de periódicos de la parte trasera de la furgoneta.
—Ánimo —le susurró—, no llores. No llores...
Cuando se recobró, Aelita se sacó del bolsillo un pañuelo y lo usó para sonarse la nariz y presionarlo contra sus ojos húmedos.
—Gracias, chicos —murmuró después—. Os quiero mucho.
Permanecieron en silencio durante unos instantes, escuchando el sordo rugido de la furgoneta.
—¿Hay algo más que debería recordar? —preguntó luego Aelita.
—Sólo otra cosa —empezó Jeremy—. Hace algunas semanas...
—Volvimos a la sala del superordenador —dijo Odd.
—Estuvimos hablando todos juntos, y pensamos en el secreto que habíamos compartido —añadió UIrich.
—Pero también en lo peligroso que había sido, con X.A.N.A. tratando de matarnos, y lo de William, y tu padre...
—Comprendimos que lo que habíamos tomado por un inmenso videojuego en realidad no lo era...
—Sino que estaba relacionado con el resto del mundo. Con la realidad.
—Así que decidimos apagarlo. Apagar el superordenador.
—Fuiste tú la que lo hizo, Aelita.
—Eras la única que podía hacerlo. Nos lo explicó tu padre. Te acercaste tú sola al interruptor general, con
todos nosotros detrás de ti...
—Dijiste «Mi padre lo habría querido así», y bajaste la palanca.
—Y luego nos fuimos todos a mi cuarto —concluyó Jeremy—. Desmontamos mi portátil, con el que me
conectaba al ordenador de la fábrica...
—Lo metimos en un armario.
—Era lo más adecuado.
—Basta de monstruos.
—Y basta también de informática, aparte de cuando sirve para comprar billetes de tren... —dijo Jeremy,
rascándose la cabeza.
—Y mucho ojito también con eso —añadió Odd—. ¡Mira en qué movidón hemos estado a punto de meternos!
A pesar de todo, a pesar del dolor todavía reciente de ciertos recuerdos, la broma de Odd les causó a todos un extraño efecto.
Lentamente, casi con vergüenza, los muchachos empezaron a reírse, primero bajito, y luego cada vez con
más fuerza.
Y cuando ya lo dejaron, entendieron que aquella risa era uno de los momentos más hermosos de su amistad.
Alguien dio unos golpes contra la puerta de la furgoneta.
—¡Ey, polizones! ¿Todo bien?
Era René Crane. Lo oyeron forcejear con la cerradura, y la puerta se abrió de sopetón.
Fuera todavía estaba oscuro como la boca del lobo. La chaqueta del hombre se encontraba cubierta por
una fina capa de nieve, y un pequeño huracán de copos blancos se arremolinaba detrás de él.
Jeremy fue el primero en asomarse afuera, y vio que en la calle el nivel de la nieve había vuelto a subir. Debía de haber por lo menos treinta centímetros.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó.
—Vosotros, sí —respondió René—. A mi hermano y a mí, por el contrario, aún nos queda un trecho. Y con este mal tiempo no va a ser fácil.
—¡Buena suerte, entonces!
Yumi vino hacia ellos junto con el policía. La muchacha tenía los ojos hinchados y la cara hundida entre los
pliegues de la bufanda.
—¡Aquí hay alguien que sí que ha dormido! — comentó Ulrich, despeinándola cariñosamente.
Los hermanos Crane los habían dejado justo delante de la entrada principal de la academia. La verja negra se
erguía, imponente, entre las dos pilastras de ladrillo rojo tras las que el largo vial que cortaba en dos el parque y llevaba a los imponentes edificios de la escuela había desaparecido tragado por la oscuridad y la nieve.
—¿Os las sabréis apañar desde aquí? —preguntó el agente Crane.
—Nuestra casa está cerquísima, gracias —le aseguró Jeremy—. No son ni diez minutos a pie.
—Por la calle no hay nadie, así que no creo que corráis peligro —concluyó el policía—. Pero os aconsejo
que no os volváis a meter en líos.
—No, señor.
—Y recordad que el martes llamaré a vuestro director para asegurarme de que habéis pagado la deuda de la
tarjeta de crédito.
—Sí, señor.
Al final, Roger Crane sonrió.
—Buena suerte, chavales. Y si hacéis otro viajecito, pasad a visitarme, ¿vale?
—¡Pero no por la comisaría, eh! —se apresuró a especificar Odd.
Esta vez se rieron todos, de pie junto a una furgoneta y en medio de una tormenta de nieve que seguía
arreciando sin pausa. Caía por todas partes: sobre la escuela, sobre la zona industrial de la ciudad, sobre el río, sobre el herrumbroso puente de hierro y sobre los tejados de la fábrica abandonada que ocupaba toda la isla. Y que en su interior custodiaba, silenciosa, un castillo secreto.
Los muchachos caminaban haciendo eses, como si estuviesen borrachos, embestidos por las ráfagas de un
viento rabioso y gélido. En cierto momento Odd se apoyó contra un buzón y suspiró.
—Chicos, no puedo más. Tengo hambre, frío y, sobre todo, me caigo de sueño.
—¡Ya falta poco, Odd! Cinco minutitos y estamos en casa.
—No veo la hora de meterme entre las sábanas...
—Nada de sábanas, todavía —dijo Jeremy sacudiendo la cabeza—. Sólo son las cinco y media de la madrugada, así que aún tenemos tres horas antes de que empiecen las clases.
—¿Y qué?
—¿Ya os habéis olvidado del señor Broulet? ¿Y de la habitación tapiada?
—¡No pretenderéis poneros a buscarla... ahora!
—Siento que es la noche adecuada, Odd —intervino Aelita—. La noche de nuestro último día de vacaciones.
Finalmente, llegaron a La Ermita, y esperaron tiritando bajo el pórtico mientras Aelita metía la llave y abría la
cerradura.
Dentro del chalé se había conservado algo del calor de aquella tarde, aunque al salir para ir a coger el tren los
muchachos hubiesen apagado la calefacción.
—A estas alturas está claro que lo de dormir queda descartado —se lamentó Odd—. Si no, mañana por la
mañana nos encontrarán congelados. Pero ¿podemos comer algo, por lo menos? ¿Quién quiere un par de
bocadillos?
Todos los querían.
Ulrich encendió la caldera y la puso al máximo.
Después, los cinco muchachos se refugiaron en la cocina.
Del almuerzo había sobrado pan, un poco de tortilla, algo de queso y chocolate para untar. Enseguida se pusieron manos a la obra y en cuestión de minutos tenían todos las mandíbulas funcionando a plena potencia.
—Por lo que respecta a la habitación tapiada —dijo al final Jeremy—, he pensado que deberíamos dividirnos. Odd, Yumi y Ulrich, vosotros deberíais golpear todas las paredes de la casa para oír si hay algún punto que suene a hueco. Aelita y yo, por otro lado, exploraremos de nuevo el desván: si Hopper dejó de verdad ese mapa, entonces Aelita es la única capaz de encontrarlo.
—Vale —asintió Ulrich—. El que descubra algo que avise a los demás.
Mientras los muchachos empezaban a rastrear los muros de la casa palmo a palmo, Jeremy bajó los libros
del estante más alto de la librería del desván y los posó en el suelo. Después comenzó a hojearlos con cuidado.
Aelita, mientras tanto, vagaba por la habitación. De repente señaló un maletín de piel de aspecto desgastado que yacía abandonado encima de un estante.
—La verdad —dijo— es que aquí hay un poco de todo. ¡Incluso un kit de El pequeño químico que tendrá por lo menos veinte años!
Se sentó en el suelo, junto a su amigo, y empezó a revisar los libros con él.
—Jeremy, ¿cómo era mi padre? —preguntó en cierto momento.
—No lo conocí en persona.
—Pero te estuvo escribiendo.
—Sí.
—Y trabajasteis juntos.
—Durante un período muy breve, en el programa que destruyó a X.A.N.A. Nunca lo habría conseguido sin él —dudó durante un instante antes de proseguir—. Es la persona más genial que he conocido en mi vida. Y de verdad te quería mucho.
Continuaron con su labor en silencio. Terminaron de examinar los libros y pasaron a hojear revistas. Aún no habían encontrado nada útil: ninguna nota en un margen, ninguna marca de bolígrafo sospechosa, ningún papelito metido entre la cubierta y la camisa.
Nada de nada.
Desde la parte inferior de la escalerita que llevaba al desván oyeron la voz de Ulrich.
—Chicos, ¿estáis ahí? ¡Nosotros ya hemos terminado! Cero resultados, por desgracia.
—¡Ídem de lo mismo por aquí! ¡Subid a echarnos una mano! —propuso Jeremy.
Uno tras otro llegaron al desván. Tenían todos unas caras que daban pena. Pero ninguno se quejó, y siguieron
trabajando.
—Cero patatero —suspiró al final Odd.
—¿Y ese montón de revistas de ahí al fondo?
—Ya lo he mirado.
El profesor había hecho un óptimo trabajo: si de verdad había dejado indicios para encontrar la habitación
tapiada, era innegable que estaban bien escondidos.
—Estamos suponiendo que existe una especie de «mapa» —reflexionó Ulrich—, pero, aunque así fuese, el
profesor Hopper podría haberlo escondido en cualquier parte. Sobre una pared que luego hubiese vuelto a pintar, por ejemplo, o en un mueble con doble fondo...
—No sé por qué —intervino Aelita—, pero yo estaba convencidísima de que estaría en un libro. Y si tuviese que deciros en cuál, escogería éste: los cuentos de Edgar Allan Poe.
—¿Y por qué?
—Porque tiene algo que me resulta familiar. No sé, a lo mejor mi padre me leía estas historias cuando era más pequeña.
—¡Yo diría que para nada! —replicó Odd, que era el más aficionado a las novelas del grupo—. Poe escribía
cuentos de terror y misterio, muy poco apropiados para una niña. Y a propósito de misterios...
—¿Qué?
Odd le quitó el libro de las manos a Aelita y empezó a hojearlo frenéticamente. Revisó el índice y después lo
abrió por una página en concreto. —¡Aquí está! ¡Así que no me fallaba la memoria! Ulrich bufó, impaciente.
—¿Te importaría explicárnoslo a los demás?
—Veréis, hay un cuento famosísimo, La carta robada, en el que el protagonista tiene que encontrar una valiosa carta escondida en una casa grande.
—Me suena de algo.
—Pues sí.
—¿Y él sí que lo consigue?
—Sí, al final la encuentra... —dijo Odd con una risita —¡A la vista de todos! ¿Lo pilláis? La policía busca la
carta durante días, pero el único sitio en el que se olvida de mirar es precisamente el más obvio, ¡un tarjetero en medio de la repisa de la chimenea!
—A mí me parece una chorrada —comentó, escéptico, Ulrich.
Odd volvió a cerrar el libro, bajó corriendo al piso de abajo, revisó rápidamente la chimenea y volvió al desván.
—Vale. Pista falsa —anunció, desilusionado—. Ahí tampoco hay nada.
Ulrich alzó la vista al cielo.
—¡No me digas! —comentó con ironía. Luego volvió a razonar en voz alta—. Puede que la dibujase en un papel, o en uno de sus...
—Cuadernos —terminó por él Aelita—. Como éste.
Sacó del bolsillo trasero de sus vaqueros el cuaderno que le había quitado de la boca a Kiwi la tarde anterior,
durante la primera exploración del desván. Tenía las páginas totalmente en blanco.
—Pero si no tiene nada —observó Odd, desilusionado.
—Tal vez escribió en él con tinta invisible.
—Claaaaro, con zumo de limón, ¿no te digo?
Al oír aquellas palabras, los ojos de Yumi se iluminaron.
—¡Ey, esperad! —gritó—. El zumo de limón no es la única tinta simpática fácil de preparar. Hopper también era profesor de ciencias y, por lo tanto, un experto en química. No me sorprendería lo más mínimo que hubiese utilizado ferrocianuro potásico. Si así es, para revelar el texto secreto nos bastará con un poco de nitrato férrico.
Todos se giraron hacia ella con los ojos como platos.
El maletín de piel estaba en el suelo, abierto de par en par. En su interior había hileras de probetas llenas de
compuestos de colores, alambiques y un pequeño libro de instrucciones.
—Todo esto caducó hace mucho —constató Jeremy. —Esperemos que funcione de todas formas.
Aelita eligió una probeta llena de cristales de color miel, la abrió y volcó su contenido sobre la primera página
del cuaderno.
Dentro de la probeta debía de haberse colado algo de humedad, porque el nitrato férrico cayó en bloque sobre la página, como una piedra compacta contra el fondo blanco de la hoja.
Aelita empezó a desmenuzarla entre sus dedos, frotando el papel con delicadeza. E increíblemente, las
letras aparecieron una tras otra: letras azules escritas con prisas muchos años atrás.
Mi pequeña Aelita, espero que seas tú quien esté leyendo estas líneas...
Al reconocer la caligrafía de su padre, Aelita estuvo a punto de desmayarse. Se llevó una mano a la boca y se
quedó inmóvil, observando cómo aquellas palabras escritas para ella cobraban vida en las hojas del cuaderno.
Baja al sótano de La Ermita y ve a la cámara frigorífica. Una vez allí verás...
Con la mano temblándole por la emoción, Aelita empezó a espolvorear con el nitrato férrico las páginas
siguientes. Poco a poco fue apareciendo un mapa de La Ermita, junto con las instrucciones para acceder a la
habitación tapiada que había dentro de la cámara frigorífica.
—¡Ya os lo decía yo que iba a estar ahí! —bromeó Odd.
Las páginas que estaban escritas eran cuatro en total. Al final de la cuarta había una brevísima nota de
despedida: Te quiero mucho. Y una firma: Papá.
Las siguientes páginas estaban en blanco. Odd se levantó de un brinco.
—¡El que llegue el último al sótano lava los platos! — gritó, y bajó corriendo por las escaleras.
La cámara frigorífica no tenía ventanas: era un simple rectángulo gris de paredes gruesas amueblado con dos
hileras de estanterías bajas a los lados. En el techo se abrían los conductos que le permitían al motor enfriar el aire. De las paredes colgaban grandes ganchos para los embutidos, pero ahora lo único que había en ellos eran telarañas y polvo.
Aelita abrió nuevamente el cuaderno de su padre y releyó las instrucciones que él le había dejado.
—Veamos: «Con la puerta a tu espalda, busca, de los ganchos de la pared izquierda, el tercero desde el fondo».
—¡Es ése! —señaló Ulrich.
—«Tira de él hacia ti».
Ulrich se encaramó sobre las estanterías para alcanzar el gancho, y se colgó de él.
Se oyó un fuerte clonc, y el gancho descendió con un chasquido unos pocos centímetros respecto a su posición inicial.
— «Ahora cuenta hasta la cuarta balda de abajo a la derecha, y levántala».
Odd llevó a cabo la operación, empujando la repisa metálica hacia la pared.
—«Cierra la puerta de la cámara. Vuelve a abrirla, y ciérrala otra vez».
—Listo —anunció Jeremy.
—«Para terminar, tira de nuevo del gancho».
Esta vez, además del chasquido, se oyó un chirrido y en la pared del fondo se abrió una puerta tan baja y
estrecha que para pasar por ella había que hacerlo a cuatro patas.
Al otro lado, en una habitación que había permanecido cerrada durante al menos diez años, se
encendió una luz.
Los muchachos entraron uno por uno: primero Aelita, luego Jeremy y después Odd, Ulrich y Yumi. Se
encontraron dentro de una sencilla habitación de paredes blancas, que parecían recién encaladas. Del centro del techo bajaba un cable del que colgaba una bombilla que se balanceaba ligeramente. El mobiliario estaba
compuesto por un sofá de piel oscura de aspecto cómodo vuelto hacia un mueblecito apoyado contra la pared del fondo sobre el que había un televisor y un aparato de vídeo. Modelos antiguos: la televisión era más larga que ancha, con un tubo catódico que llegaba a tocar la pared y una pantalla curva.
—¡Qué guay! —exclamó Odd—. ¡Este cacharro todavía funciona con cintas de vídeo! ¡De museo!
Jeremy sonrió.
—Esta habitación se selló antes de que inventaran los lectores de DVD.
—Lo que no pillo es por qué tomarse tantas molestias, buscarse una constructora y todo lo demás, sólo
para esconder un sofá y una tele —comentó Ulrich.
—¿A lo mejor porque su mujer no le dejaba ver los partidos de fútbol?
La broma de Odd cayó en saco roto. Y les recordó a todos de golpe la enorme soledad de Aelita.
Se sentaron en el sofá, con Ulrich y Odd sobre los brazos porque no era lo bastante grande. Después, Jeremy empezó a trastear con el videocasete.
—Hay una cinta metida dentro. Un momento —dijo.
La televisión se encendió de pronto, mostrando la clásica nube gris que indicaba la ausencia de señal.
Luego, con un chasquido, se puso en marcha el aparato de vídeo, y la imagen de la pantalla se volvió negra.
Jeremy subió el volumen y se sentó sobre el sofá con los demás.
—Sea lo que sea, ya empieza.
De los altavoces del viejo televisor comenzó a salir una música dulcísima. Un solo de piano. Imágenes, viejas
fotos amarilleadas por el tiempo, pasaban lentamente al ritmo de la música. Una Aelita de dos o tres años que
correteaba por el jardín de una casa de montaña con el tejado negró. Sobre el césped, un sencillo triciclo de
madera. Aelita, a la misma edad, en brazos de una mujer hermosísima con los ojos de un azul claro y su mismo pelo rojizo, que llevaba suelto sobre los hombros y a juego con un vestido corto de flores.
—Mamá —susurró la muchacha, con la voz ahogada por la emoción, mientras la secuencia proseguía.
Otra vez su madre, con un elegante vestido de noche, tacones altos y el cuello adornado con un collar de perlas que resplandecía sobre su piel clarísima. Ella y Hopper abrazados, ambos con batas de laboratorio. El profesor Hopper sonreía, ensanchando su redonda cara, medio oculta por una espesa y oscura barba.
Y luego, sin previo aviso, la voz de Hopper resonó con nitidez y se superpuso a la música, mientras por la pantalla pasaban nuevas fotos: Aelita al piano, Aelita con su peluche favorito, Hopper sonriendo ante una barbacoa.
—Mi pequeña. Aelita. Espero que seas tú quien esté viendo este vídeo. Lo he escondido con cuidado, sabiendo que tu pasión por las pequeñas diabluras de la química y los cuadernos en blanco terminarían por traerte hasta aquí. Espero conocerte lo bastante bien como para no equivocarme.
Dejaron de pasar fotos, y en su lugar apareció el profesor, sentado en el sofá sobre el que ahora estaban
encogidos los muchachos. Iba vestido con una camisa de cuadros, sus manos estaban entrelazadas sobre la tripa y tenía la espalda derecha.
Tras los espesos cristales de las gafas, sus párpados estaban hinchados por el cansancio.
—Pero si estás viendo esta grabación, eso quiere decir que las cosas se me han torcido. He jurado que, en
caso de que volviese a La Ermita al final de esta gran aventura, iba a entrar yo solo en esta habitación e iba a
quemar esta cinta. Si no ha sido así, significa que ya no estoy vivo. Lo siento. Te echaré de menos, mi pequeña. Y las fotos del principio del vídeo son mi regalo para hacer
que no te sientas tan sola.
Jeremy se giró hacia Aelita: la muchacha miraba la pantalla como hipnotizada.
—En fin, creo que te debo una explicación. Cuando naciste yo todavía usaba mi verdadero nombre, que no
era Franz Hopper, sino Waldo Schaeffer. Por aquel entonces tu madre, Anthea, y yo trabajábamos en Suiza,
en un proyecto de alto secreto llamado «Cartago». Con el trabajo ya muy avanzado, nos dimos cuenta de que nuestras investigaciones iban a utilizarse no para ayudar a la humanidad, sino para controlarla, y decidimos huir. Pero no lo conseguimos. Tu madre fue secuestrada, y se la llevaron. No sé dónde la tienen, pero estoy seguro de que aún está viva. Y espero que esté bien. ¡No sabes cómo la busqué! Hice todo lo que estaba en mi mano para encontrarla, pero también tenía que pensar en protegerte.
»Me escondí en esta ciudad, y empecé a dar clases en la academia Kadic bajo el nombre falso de Franz
Hopper. Mientras estaba aquí creé Lyoko utilizando los mismos programas que había desarrollado con tu madre para el proyecto Cartago. Mi intención era que Lyoko nos protegiese de un posible uso de Cartago con fines malévolos. Con el paso del tiempo, sin embargo, ellos me encontraron incluso aquí. Y cuando llegaron tuve que disponerme a escapar una vez más. Trataron de capturarte y te hirieron. Te hirieron de gravedad, con un balazo en la cabeza. Estabas en peligro de muerte.
Lentamente, Aelita se llevó una mano temblorosa a la cabeza, y palpando por entre sus cabellos sintió una
abultada cicatriz.
—Sólo tenía una forma de curarte. Y si ahora me estás escuchando, ya sabes cuál era. Cuando apague la
cámara, te llevaré conmigo adentro de Lyoko. A salvo. Para curarte. Tengo mucho miedo, Aelita. X.A.N.A...
Una interferencia se comió el resto de la frase, y la imagen de la pantalla osciló por un instante.
—... si me estás escuchando, es probable que las cosas no hayan ido como debían. Y por lo tanto debo
destruir el superordenador y todo lo que hay dentro de la vieja fábrica.
—Hasta ahí también hemos llegado nosotros... — murmuró Odd.
—Tienes que destruirlo para que nadie pueda encontrarlo y utilizarlo. El verdadero problema no son los
inventos. Son los hombres. Los hombres son peligrosos, Aelita. Los hombres son malvados.
En la pantalla, el profesor Hopper se secó los ojos con un pañuelo. La voz le temblaba de emoción y de rabia.
—Y ahora —prosiguió después— llegamos a la segunda cosa que tengo que pedirte: abre el mueble que
hay bajo el televisor. En su interior verás una caja de madera. Dentro hay una cadenita con un colgante. Es un
regalo que me hizo tu madre, y yo le di una idéntica. Consérvala como tu bien más preciado. Y encuentra a tu
madre, Aelita. Sé que es una tarea difícil y peligrosa, mi pequeña, pero tú eres genial, y seguro que habrá alguien capaz de ayudarte, como lo ha habido para mí.
Precisamente por eso puedes pedirle ayuda a la...
Una interferencia cortó la palabra por la mitad, y el vídeo saltó un par de segundos hacia delante.
ern. Recurre a ellos si te hace falta. Y cuando vuelvas a abrazar a mamá, dale un beso de mi parte.
El vídeo saltó debido a una nueva interferencia. La cinta debía de haberse estropeado durante todos aquellos
largos años de espera.
Jeremy se puso a manipular el videocasete, pero sin resultados.
—No hay nada -que hacer —suspiró, disgustado—. Sigue así hasta el final. No tiene nada más.
En silencio, Aelita se levantó de su sitio, se acercó a Jeremy y lo apartó tocándolo levemente con los dedos.
Luego abrió la oscura portezuela del mueble. Tal y como había dicho su padre en el vídeo, dentro había una
caja de madera algo mayor que la palma de su mano. La abrió y sacó el colgante.
Era una fina cadena de oro que sostenía una medallita un poco más grande que una moneda, y tan brillante que Aelita podía verse reflejada en ella. Tenía grabadas dos letras, «W» y «A». Y justo debajo, el dibujo de un nudo de marinero.
—Waldo y Anthea —murmuró la muchacha, que ahora recordaba el verdadero nombre de su padre. —Y un nudo —dijo Jeremy.
—Sí. Juntos para siempre.
lunes, 11 de julio de 2011
17º capítulo
Dolor de cabeza
[Francia, Ciudad de la torre del hierro, hace algún tiempo]
Habían empezado poco después de que el escáner la rematerializase en el mundo real. Dolores de cabeza fortísimos que la pillaban por sorpresa, dejándola sin aliento. Literalmente sin aliento.
La causa de esas jaquecas era del todo incomprensible y, al mismo tiempo, sencillísima: Aelita todavía estaba conectada de alguna forma con el mundo virtual de Lyoko. Estaba marcada con su huella.
Un doloroso recordatorio.
Esa inexplicable conexión se había mostrado en toda su dramática evidencia cuando habían tratado de apagar el superordenador: Aelita se había desplomado en el suelo, sin sentido.
Sin vida.
-¡Vuelve a encenderlo! ¡Enciende el ordenador, Jeremy! –habían gritado los muchachos en medio de la oscuridad de las instalaciones de la vieja fábrica.
Entonces Jeremy había vuelto a bajar la palanca. Y ese día había entendido una verdad muy simple: no podían apagar el superordenador, porque apagado significaba apagar también a Aelita.
Le había dado muchas vueltas. Al final había llegado a la conclusión de que el meollo del problema eran esas zonas de la memoria de la muchacha que habían sido manipuladas, y que Jeremy había borrado más tarde para lograr que saliese de Lyoko. Un meollo inextricable, de una complejidad que a él se le escapaba de las manos.
Y además estaba X.A.N.A. Aunque aún no tuviese claro quién o qué era aquel ser desquiciantemente imprevisible, Jeremy había empezado a sospechar que el vínculo entre Aelita y Lyoko dependía de alguna manera de su existencia.
Pero todavía quedaban demasiados misterios, demasiadas incógnitas sin respuestas. Y una presencia malvada, palpitante, que les impedía dormir con serenidad.
Hasta aquella noche.
La noche en que todo cambió.
El cursor que había en la pantalla de Jeremy se animó sin previo aviso. Una letra tras otra, hasta formar una palabra, y luego una frase.
POR FIN TE HE ENCONTRADO.
El muchacho miró fijamente, y con la boca abierta, la ventana de chateo que había aparecido en el monitor. Por un momento se quedó sin saber qué hacer, hasta que le pudo la curiosidad. Sus dedos comenzaron a saltar nerviosos sobre las teclas.
¿Quién eres?
SOY FRANZ HOPPER.
Jeremy se sobresaltó. <<No puede ser…>>
Sintió cómo un prolongado escalofrío de terror le recorríala espalda.
¿Y si era X.A.N.A. quién se estaba poniendo en contacto con él? Aquella inteligencia artificial parecía obsesionada con todo lo que tuviese que ver con Aelita y Franz Hopper, su creador. Jeremy se quedó con los dedos suspendidos sobre el teclado.
NO SOY X.A.N.A. TE LO PUEDO PROBAR. PREGÚNTAME LO QUE QUIERAS. SOMÉTEME AL TEST DE TURING.
Jeremy clavó los ojos en el último mensaje, petrificado. Quiénquiera que fuese el que le estaba escribiendo, parecía leerle el pensamiento…
No sabía cómo reaccionar. ¿Qué sabía de X.A.N.A.? Que era un ente artificial de un mundo artificial. Que podía tomar el control de torres de acceso conectadas a los aparatos electrónicos del mundo real. Que, por lo tanto, a lo mejor podía moverse por internet…
¿Por qué no? Tal vez X.A.N.A. tenía el acceso a los bancos de datos de todo el mundo. Podía conseguir cualquier texto científico, elaborar estrategias y hacer cálculos a la velocidad de la luz…
Tal vez.
O tal vez Jeremy simplemente debía apagar el ordenador. Debía cerrar la ventana de diálogo e irse a dormir.
OYE, ¿SABES CUÁL ES EL COLMO DE UN SASTRE? TENER UN HIJO BOTONES Y UNA MUJER AMERICANA.
¿TU CREES QUE X.A.N.A. SE PONDRÍA A CONTAR CHISTES? ¡VAMOS, SI NO TIENE EL MÁS MÍNIMO SENTIDO DEL HUMOR!
Jeremy sonrió.
Tu tampoco. Es un chiste malísimo.
AHÍ TENHO QUE DARTE LA RAZÓN.
¿Por qué te has puesto en contacto conmigo?
TENEMOS QUE BORRARLO.
¿Borrarlo? ¿El qué?
A X.A.N.A.
Jeremy sacudió la cabeza, cada vez más confundido.
Pero, ¿quién es X.A.N.A.?
Esta vez la respuesta se hizo esperar unos segundos.
EL ENEMIGO.
Los espaguetis a la boloñesa eran probablemente la peor comida que había salido jamás de la cocina de la academia. La cocinera era buena, pero estaba claro que la pasta no era su fuerte: los espaguetis terminaban apelmazados en una informe masa pegajosa, mientras que la salsa era demasiado líquida, y enseguida se escurría hasta el fondo del plato, formando un charquito rojizo de un sabor indefinible.
A pesar de eso, Odd había devorado alegremente su ración, y ya se había apropiado de las de Yumi y Aelita.
-Eres asqueroso –comentó Ulrich.
-Siempre decís lo mismo: <<Odd, das asco, Odd, eres un tragaldabas…>>. Pero en realidad es que no me gusta desperdiciar la comida.
-¿Alguno de vosotros ha visto a Jeremy? –preguntó entonces Yumi por cambiar de tema.
-No. Hoy no ha venido a clase.
-Me he pasado a verlo esta mañana –añadió Aelita-. Está trabajando con el ordenador.
Odd sorbió con avidez un ovillo de pasta tan grande como un balón de rugby.
-Ese chico se va a poner malo como siga trabajando tanto. –dijo con la boca llena y sacudiendo la cabeza.
En ese momento William Dunbar apareció al final de la mesa y se acercó a ellos con la bandeja en la mano.
-¿Puedo sentarme?
-Lo siento, pero no me parece que sea oportuno –dijo Ulrich sin ni siquiera dignarse levantar la vista del plato.
-¿Qué pasa? ¿Tenéis que contaros los secretitos de vuestro club exclusivo?
-En efecto.
William parecía estar a punto de tirarle encima la bandeja, pero se contuvo.
-¡Muy bien, como queráis! Total, se me ha pasado el hambre.
En ese preciso instante el teléfono de Aelita empezó a sonar.
-¿Cómo dices? ¿Qué? ¿Mi padre? Jeremy… ¡no tiene ninguna gracia!
Pero no era una broma.
Aelita, Urich, Yumi y Odd entraron por última vez dentro de Lyoko. Una elfa, un samurái, una dama japonesa y un hombre-gato con una larga cola morada. Para Aelita, el regreso al mundo virtual fue como una ducha fría. Y no sólo para ella.
Estaban en el sector del hielo. Al fondo de la llanura de color diamantino se erigía una montaña llena de picachos de nieve conectados entre sí por peligrosos senderos de cristal. Desde la cima de cristal más alta, una cascada descendía en una lluvia plateada, formando un pequeño lago centelleante.
La sensación de encontrarse en un mundo falso era aún más fuerte de lo normal: la blanca superficie de hielo no reflejaba las sombras, y los muchachos tenían la impresión de caminar levitando a un par de centímetros del suelo.
-¿Dónde está mi padre? –preguntó Aelita mientras miraba a su alrededor.
-Escondido cerca de la cascada –respondió la voz de Jeremy desde dentro de los oídos de los muchachos-. Pero no esperéis reconocerlo fácilmente. Me ha dicho que no tenía una forma humana.
-A mi me huele mogollón a trampa –siseó Ulrich-. Tengo la desagradable sensación de que X.A.N.A. anda detrás de todo esto.
-Justo por eso es por lo que también nosotros estamos aquí –explicó Yumi-. Aelita no corre ningún peligro si permanecemos con ella.
En la sala de control de la vieja fábrica, Jeremy se mordió un labio. En su fuero interno esperaba que Yumi tuviese razón. Pero la verdad era que Aelita, como de costumbre, era la que se jugaba más que nadie, ya que seguía sin tener puntos de vida, ni siquiera tras la rematerialización.
Pero no dijo nada.
Caminaron hacia la cascada, que se derramaba sobre la superficie del lago plateado, creando una niebla impalpable y ligera. El lago, terso como una lámina de puente que desaparecía tras el muro de agua.
Odd se detuvo en primer lugar. De la montaña bajaban toneladas y toneladas de agua, y sin embargo no se oía ningún ruído. En el hielo solo había silencio.
-¿Qué hay detrás de la cascada, Jeremy?
-El quinto sector. El núcleo de Lyoko.
-¿El que no tiene nombre?
-Y ¿qué hay… en el núcleo de Lyoko?
-No tengo ni la menor idea.
-Vamos. Y tenemos que estar e guardia.
Más o menos a la mitad del puente, Aelita se detuvo.
-Quedaos aquí. Tengo que seguir yo sola.
-¿Te has vuelto loca?
Aelita negó con la cabeza.
-Es mi padre el que está ahí delante.
-De eso no estamos seguros al cien por cien –insistió Ulrich.
-Yo, en cambio, siento que es él. Y si así es… puede que sea mejor que hablemos a solas –dijo la joven con un suspiro.
-Chicos, tiene razón –asintió Yumi-. Se trata de su vida. Es un momento suyo.
Aelita le sonrió, agradecida. Luego dio media vuelta y se puso a avanzar sola por el puente, un paso tras otro, mientras los otros tres miraban cómo se alejaba, quietos y empuñando sus armas.
Cuando se encontró debajo de la cascada se preparó para recibir las primeras salpicaduras, pero no sintió nada de nada. Las gotas se posaban un instante sobre su piel, y luego resbalaban hasta el suelo sin mojarla.
No era más que una ilusión.
La cascada ocultaba una cueva con el techo bajo y el suelo sumergido en las aguas del lago. El puente trazaba un gran arco por encima de la plata líquida.
Y allí, en el punto más alto, flotando en medio del aire sobre la superficie del lago, había una esfera luminosa. Aelita se quedó mirándola, embelesada. Parecía estar viva: en su interior se arremolinaban vórtices de luz palpitante y se sucedían millones de pequeñas explosiones de todos los colores del arcoíris.
-Aelita –pronunció su nombre la esfera.
Aelita reconoció al instante aquella voz. Incapaz de contener la emoción, corrió hasta el extremo del puente y alargó el brazo para intentar tocarla, pero la esfera seguía siendo inalcanzable, a pocos centímetros de distancia de las puntas de sus deos.
-Mi pequeña. Estoy muy orgulloso de ti.
-Papá… -lágrimas virtuales, frías y carentes de sabor, corrían por el rostro de la elfa.
-Me encantaría tener más tiempo, tesoro mío. Tiempo para nosotros. Pero él se está acercando.
-X.A.N.A.
-Es un peligro para todos nosotros. Tenemos que borrarlo.
La muchacha asintió con la cabeza.
-Lo haremos juntos, papá…
-Sí, pero no resultará fácil. Hará de todo para detenernos.
-Papá… te hecho tanto de menos…
-Yo también a ti, mi pequeña. No sabes hasta qué punto. Cada segundo, desde que me vi obligado a abandonarte. Durante todos estos años no he hecho otra cosa que pensar en ti y en tu madre, Anthea. En nuestra… familia.
Aelita estaba allí, inmersa en aquel paisaje irreal y aséptico, con un nudo en la garganta que no tenía ni la menor intención de deshacerse.
Lo que había delante de ella no era más que una esfera de luz, pero su voz… la voz que vibraba con calidez era la de su padre. Y acababa de pronunciar el nombre de su madre.
Una parte de ella tenía ganas de gritar: <<¡Papá, ven aquí y abrázame! A quién le importa X.A.N.A. y todo lo demás. ¡Te necesito!>>.
Pero la otra parte quería saber algo.
-¿Papá? ¿Dónde está mamá? –preguntó.
-No lo sé, tesoro. Pero está viva, y tú debes ir a buscarla. He dejado algo para ti en La Ermita. Está bien escondido, pero estoy seguro de que conseguirás encontrarlo.
-¿Por qué no podemos hacerlo juntos, papá?
-Porque yo ya no sé dónde está. Con el paso del tiempo he preferido olvidar mis propios recuerdos, para que él no pudiese tener…
De repente, la esfera se estremeció, empezó a girar sobre sí misma y sus corrientes internas se volvieron más intensas.
-¡X.A.N.A.! –susurró-. Se ha dado cuenta de que estamos aquí.
En la gran sala de control del superordenador, Jeremy estaba sentado, inmóvil, ante las pantallas, con las manos apoyadas en el teclado. En torno a él la sala se hallaba sumida en la oscuridad, iluminada en algunos puntos por el parpadeo de los diodos luminosos y los textos que se encendían y apagaban como relámpagos. Jeremy habría preferido no escuchar aquella larga conversación, pero lo monitores le mostraban cada acontecimiento que tenía lugar en Lyoko, y los altavoces del superordenador le transmitían cada palabra, cada suspiro.
Estaba tan absorto en sus pensamientos que no notó la sombra que se movía furtivamente detrás de él, y que se estaba acercando a su sillón.
No vio la mana que se acercaba a su espalda, cerrada en un puño, y se precipitaba sobre su cabeza rubia.
Cayó al suelo, sin sentido.
William Dunbar, su compañero de escuela, el muchacho que tan celoso estaba de Ulrich, miró a sus pies con aspecto satisfecho y sonrió.
Alrededor del lado helado el aire pareció cargarse de electricidad. De detrás de un saliente de hielo aparecieron los monstruos de X.A.N.A., cientos de ellos, como un enjambre de insectos enloquecidos.
Yumi fue la primera en percatarse de ellos.
-¡Allí! –gritó.
-¡Ya decía yo que esto era una trampa! –gritó por su parte Ulrich.
En un instante, el grupo se vio sumido en una lluvia de disparos láser. Yumi lanzó sus abanicos, pero sus enemigos eran demasiados.
La alcanzaron decenas de veces, y se disolvió en un soplo de polvo azul.
Brotó jadeando de la columna del escáner.
-¿Jeremy?– preguntó, aún sin aliento-. ¿Qué tal están los demás?
De los altavoces de la sala de virtualización no salió ninguna respuesta.
Yumi subió al primer piso y volvió a llamarlo.
-¿Jeremy?
Su amigo estaba tirado, y sus gafas también estaban en el suelo, con una patilla apuntando hacia arriba, torcida más allá de toda esperanza. En el puesto de control estaba sentado William Dunbar, y sus dedos se movían a toda velocidad por el teclado.
-¿Qué haces tú aquí? –gritó Yumi, horrorizada-. ¿Cómo lo has conseguido…?
William se volvió hacia ella con toda tranquilidad.
-Hola, encanto –graznó. Sus atractivos ojos habían desaparecido. En su lugar ardían dos antinaturales focos de luz azul.
Eran los ojos de X.A.N.A.
-¡Oh, no, William… no!
Y ni siquiera tuvo ocasión de preguntarse cómo había podido pasar eso. De la garganta del muchacho salió un chillido que no tenía nada de humano.. William abandonó el sillón y cargó contra ella sin darle tiempo para reaccionar, agarrándola de la camiseta. Yumi voló a través de la sala. Su espalda se estampó contra una pared, y el golpe fue tan fuerte que sus pulmones se vaciaron como un fuelle, dejándola sin aliento.
Tras unos instantes volvió a levantarse, dolorida. Encaró la puerta del ascensor y se lanzó en esa dirección tan rápido como pudo.
-¡Jeremy! –gritó.
Una de las manos del muchacho desmadejado en el suelo se movió débilmente, tanteando en busca de sus gafas.
Yumi no se detuvo.
No tenía ni idea de qué hacer exactamente, pero sabía que había que alejar a William de esa habitación.
Dentro de Lyoko, en el sector del hielo, Odd y Ulrich asistieron sorprendidos a la retirada de los monstruos, que refluían hacia las montañas de las que habían salido minutos antes.
-¡Ja, ja! –se congratuló Odd-. ¡Mira, los hemos hecho huir!
-No creo que huyan por nuestra causa: eran muchos más que nosotros.
-¿Y entonces?
-Entonces, parece más que nada una retirada estratégica. O bien…
De repente, una ladera de la montaña comenzó a temblar.
Luego, el temblor se propagó al resto del terreno, y una profunda grieta se abrió en el hielo justo al lado de ellos. El chorro de agua de la cascada aumento bruscamente de intensidad durante unos segundos, y al final se ralentizó, rediciéndose a un mero goteo.
El mundo de Lyoko empezó a vibrar ante sus ojos, y la sensación de vértigo causada por el entorno virtual los asaltó con mucha más violencia que de costumbre.
-¿Crees que Aelita necesita ayuda? –preguntó Odd.
-Ella, no lo sé. Nosotros, seguro.
-¿Por qué?
-¡Mira ahí! –señaló Ulrich.
Por detrás de los picachos de hielo había aparecido una criatura gigantesca.
Tan alta como para poder pasar por encima de la montaña con una sola zancada. Su cabeza era una máscara blanca en la que resaltaba un único ojo. De su cráneo salían tentáculos negros parecidos a tumultuosas rastas. El coloso tenía forma humana, pero sus dimensiones eran increíbles.
Descargó un puñetazo contra la montaña. Un gran fragmento de hielo se desprendió de la cima y cayó en el lago, ensanchado todavía más la grieta que se había abierto poco antes.
-Ay, madre… -murmuró Odd mientras sentía como las rodillas le empezaban a temblar.
-¡Odd, Ulrich! –la voz de Aelita los sacó de su estupor.
La muchacha venía corriendo por el puente de hielo, seguida por una esfera de luz que levitaba detrás de ella. Los alcanzó en unos pocos segundos.
-¡Éste es mi padre! –explicó, señalando a la esfera.
-Oh, buenas… señor Hopper. –la saludó Odd educadamente. Nunca había tenido ocasión de hablar con una… especie de lámpara-. ¿No podría, por casualidad… ayudarnos a poner en su sitio a ese monstruo gigantesco?
-Puede que sí –respondió la esfera, dejándolos a Ulrich y a él con la boca abierta-. Pero es algo que tenemos que hacer juntos
-Y ¿cómo?
-Esperaba que Jeremy os lo hubiese dicho.
-Bueno… no está muy hablador últimamente.
El coloso dio un salto hacia delante.
El impacto de sus enormes pies en el terreno fue devastador: la grieta se convirtió en un precipicio que se extendía entre las piernas del gigante. Alzó los brazos hacia el cielo, y un instante después, descargó sus puños sobre el suelo, levantando una oleada de agua plateada que se desvaneció, transformándose en un denso vapor.
-¡Seguidme! –dijo la esfera-. ¡Y tratas de que Aelita no sea desmaterializada!
-¡Ve tú, Odd! –dijo Ulrich mientras volteaba su catana hacia sí. La hoja silbó en el aire, despidiendo reflejos de luz azul-. Yo intento distraerlo de alguna forma.
-¡Vaya abriendo camino, señor Hopper! –gritó entonces Odd dirigiéndose a la esfera-. ¡Lo seguiremos corriendo dondequiera que vaya!
El coloso soltó un nuevo puñetazo, y esta vez el precipicio llegó hasta el lago, que vibró en protesta al tiempo que el agua de plata empezaba a colarse por él, desapareciendo en los abismos digitales de lo que quedaba en Lyoko.
La esfera se zambulló en el precipicio, seguida de Odd y Aelita.
Cayeron a plomo directamente sobre una plataforma cuadrada de piedra lisa suspendida sobre un abismo sin fin.
En el ordenador de la vieja fábrica abandonada, bajo el quinto sector, el núcleo que hasta en ese momento había permanecido simplemente en blanco, apareció un nombre.
CARTAGO
Era el nombre de una ciudad.
Una ciudad sin dimensiones, compuesta por una infinita cantidad de bloques azules y superficies lisas y regulares, situados unos juntos a otros con una precisión casi angustiosa.
Cientos de monstruos-raya pasaban a toda velocidad y en todas direcciones, planeando por el cielo digital con sus grandes aletas en forma de alas.
Tenían un largo morro con dos pequeños cuernos móviles, y un cuerpo ancho, plano y lechoso. En cuanto percibieron a los intrusos lanzaron una especie de agudo chillido y empezaron a convergir hacia el punto en el que se encontraban, disparando contra ellos enjambres de flechas láser.
Odd, Aelita y la esfera huyeron bajo el fuego cruzado mientras la ciudad de bloques azules parecía descomponerse y recomponerse infinitamente bajo sus pies. Encontraron una segunda pasarela, y luego una tercera, y corrieron a más no poder, hasta que la plataforma se terminó.
Frente a un vacío absoluto.
Era como si hubiesen llegado al mismo tiempo al centro y al final de todo.
Ante ellos se materializó una pantalla fluctuante que carecía de marco.
-¡Ahora te toca a ti, Aelita! ¡Debes instalar el programa! –ordenó la esfera desde detrás de ella.
-¿Qué programa?
-Jeremy lo sabe.
-¡Jeremy! ¡Mándame los datos! ¡Jeremy! –gritó ella, alzando la vista hacia el cielo.
Pero no obtuvo ninguna respuesta.
Odd saltaba adelante y atrás sobre sus ágiles piernas con las muñecas estiradas para disparar sus flechas láser, en un desesperado intento por proteger a la muchacha. Por suerte, los monstruos parecían ignorar a ambos muchachos, y concentraban todos sus esfuerzos en la esfera, que levitaba, inmóvil, en el aire, atrayendo hacia sí enjambres de criaturas, como si fuesen moscas.
Parecía como si su volumen aumentase poco a poco.
-¡Jeremy! –gritó Aelita, desesperada-. ¡Necesito el programa! ¡AHORA!
-Aquí… estoy –murmuró la voz de Jeremy como si acabase de volver de los infiernos.
-Pero ¡¿dónde narices te habías metido?!
-Hemos tenidos unos… problemas. William…
-¡No es momento de chácharas!– berreó Odd-. ¡Jeremy, mándanos el maldito programa! Y usted, señor Hopper, tiene que alejarse de aquí, ¡es un blanco demasiado fácil!
-¡Vosotros concentraos en el programa – respondió la esfera-. ¡No os preocupéis por mí! ¡El programa!
Aelita apoyó las manos en la pantalla , y en unos segundos cargó en la pantalla las memorias de Lyoko el programa que les envió Jeremy.
-¡Ya está! –anunció al final, interrumpiendo el contacto. Si embargo, algo no estaba yendo como debía. La muchacha examinó la pantalla que fluctuaba delante de ella-. He cargado el programa en el sistema, Jeremy, ¡pero no se activa! ¡Me sale un mensaje de error!
-No es un error- puntualizó el muchacho-. El superordenador no tiene bastante energía para alimentar el programa.
-Y entonces, ¿me explicas de que sirve haberlo instalado? Gritó Odd, que seguía combatiendo con furia entre las rayas. Estaba exhausto, como todos ellos. Estaban luchando contra una fuerza indomable, potencialmente infinita-. ¿De dónde vamos a sacar ahora la energía que necesitamos?
-Soy yo –declaró la esfera-. Yo soy toda la energía que necesitamos.
Yumi se encontraba en el primer piso de la vieja fábrica, en el punto desde el que la galería llevaba a la vieja entrada y el puente de hierro.
La situación no estaba nada bien: William se comportaba como una demente, y se había vuelto más fuerte de lo que nunca había sido.
Mientras corría por las galerías de hierro de la fábrica. Yumi sintió cómo el miedo le presionaba contra las sienes.
Aquí, en la realidad, no tenía puntos de vida ni abanicos afilados como cuchillas. La espalda todavía le dolía a causa del golpetazo contra la pared. Otro tortazo por el estilo, y seguro que perdía el sentido.
No podía enfrentarse a él. Aunque podría tratar de mantenerlo lejos de la sala de control.
Y mientras tanto, tratar de sobrevivir.
Se escabulló entre los mamparos de herrumbe, atenta a cada ruido o movimiento sospechoso.
Pero no lo bastante, evidente.
William apareció de la nada, como un fantasma, y agarró por el cuello.
Yumi trató de soltarse. Sus zapatillas de deporte patinaron sobre el cemento, buscando un punto de tracción. Forcejeó.
-Socorro –susurró con un hilo de voz.
Sujetándola por la garganta, William tiró de ella hacia sí, listo para arrojarla contra uno de los muros de ladrillo de la fábrica. Después pareció cambiar de idea. Su rostro se contrajo en una mueca.
Sus ojos, en los que brillaba el símbolo de X.A.N.A., vibraron como si sufriesen una interferencia.
Yumi sintió cómo la levantaba, y se dio cuenta de que sus pies ya no tocaban el suelo. William la balanceó sobre el vacío, al otro lado de la barandilla metálica de la galería.
Estaba por lo menos a cinco metros de altura.
Pretendía tirarla abajo.
Odd había aprendido que siempre había un límite para cada cosa. Él solo, por ejemplo, podía hacer frente a tres o tal vez cuatro monstruos. Pero no a cien.
El muchacho saltó sobre el lomo de una raya, la agarró por los cuernos y la condujo hacia lo alto, donde miles de otros monstruos tenían cercado a Hopper.
La raya hizo un extraño, encabritándose, pero Odd clavó los pies y no aflojó su presa.
-¡Malditos bichejos! –gritó.
Forzándola a elevarse, logró acertarle a un segundo monstruo, y luego a otro más. Después solo tuvo tiempo de ver el resplandor del láser que le acaban de disparar directamente entre los ojos.
¡Blam!
Una puerta corredera se deslizó hacia un lado, y Odd se encontró en la sala de escáneres.
-¿Yumi? ¿Jeremy? –resolló, turbado.
-¿Odd? ¿Has vuelto? –era la voz de jeremy. Sonaba asustado-. ¡Corre, rápido! Yumi está en el piso de arriba, y con ella está William Dunbar.
-¿William… Dunbar? ¿Y qué hace ese aquí?
-¡No es el verdadero William! ¡Es X.A.N.A.! ¡Y quiere matarla!
-Aj, maldita sea.
Odd salió disparado sin añadir nada más. El corazón le golpeaba contra el pecho con un ritmo infernal, pero el muchacho trató de ignorar esos latidos ensordecedores. Llegó tambaleándose hasta el ascensor, lo llamó y después apretó el botón rojo que llevaba a la planta baja de la fábrica.
Subió.
Una vez arriba, trató de entender hacia dónde ir. Miró a su alrededor, desorientado, mientras le llegaba el olor al viejo del polvo.
Luego oyó un golpe. Un gritito. Por el rabillo del ojo entrevió un movimiento. Volvió la mirada en aquella dirección. En lo alto de un andamiaje vio a William. Estaba sosteniendo algo en el aire… ¡Ey, un momento! ¡Pero si era Yumi?
-¡No! –gritó instintivamente Odd.
William lo vio. Le dedicó una sonrisa sádica y loto su presa.
Sin pensarlo, Odd pegó un salto y se tiró en esa dirección.
En la orilla del lago helado, que a esas alturas ya se había descompuesto en un millar de fragmentos de código. O mejor dicho, estaba huyendo a todo correr, con el monstruo en los talones. Pero esa estrategia no parecía funcionar: tenía que ocurrírsele otra cosa lo antes posible. Entonces decidió ocultarse entre los trozos de hierro que lo rodeaban, a la espera. De pronto, oyó el retumbar del pesado paso del coloso, dio un prodigioso salto hacia delante y le clavó la espada con fuerza en el empeine del pie. Usó la espada como asidero para subirse a él.
Al gigante no pareció preocuparle demasiado: completó el paso y despedazó lo que quedaba del lago plateado.
Ulrich se sujetó a la empuñadura de la espada con todas sus fuerzas.
Consiguió desprender la hoja del pie del gigante y saltó de nuevo. Ensartó la espada en el centro del muslo. Volvió a subir. Prosiguió así con su escalada hasta llegar a la cintura. A partir de ahí la subida se volvía más difícil: el tórax del coloso era un enorme saliente invertido, imposible de escalar.
Esperó a que el gigante moviese un brazo y calculó el salto para aterrizar sobre su desmedida mano. Consiguió hincar la catana en una de las yemas de sus enormes dedos. En ese momento el monstruo, que hasta entonces ni siquiera se había percatado se su presencia, reaccionó. La mano se movió a una velocidad impensable, y el muchacho tuvo que escabullirse por el hueco entre el índice y el corazón para evitar quedar aplastado.
Se dio cuenta de que tenía pocas posibilidades sin la ayuda de alguien.
-Jeremy –imploró-. ¿Me recibes? ¡Jeremy!
-¡Aquí me tienes! –gritó Jeremy en los oídos de Ulrich un segundo antes de que el coloso lo empezase a estrujar. Hacía daño. ¡Hacía daño de verdad!
-¡Jeremy! ¡Haz algo!
-¡No puedo hacer nada! A no ser que… ¿Sabes conducir una moto?
-¡JEREMY!
Junto al muchacho, sobre la colosal mano del monstruo, apareció una pequeña moto digital. La presa se aflojó lo justo para que Ulrich pudiese deslizarse entre sus dedos. Salió encima de la moto, cargó su peso sobre las muñecas y dio gas. Fue acelerando más y más a lo largo de la subida del pulgar y se lanzó al vacío que había más allá de la uña. Luego empezó el remonte. El antebrazo. El hueco del codo, un foso oscuro del color del hierro quemado. La curva del bíceps.
Ahora el coloso actuaba como quien trata de deshacerse de un mosquito. Pero en lugar de frenar, Ulrich aceleró aún más. Hombro. Cuello. A esa altura se dobló sobre la moto y saltó como un muelle hacia la máscara blanca que cubría la cara del mosntruo… que justo en ese instante se inclinó, mostrándole su único ojo: el símbolo de X.A.N.A.
Ulrich desenvainó la catana mientras todavía estaba en el aire.
Giró el brazo e hincó con todas sus fuerzas la punta de la espada en el negro centro de auqel horrible símbolo.
La espada de Ulrich era el equivalente de la punta de un alfiler para el gigante. Y no obstante, se tambaleó…
Colgando de la catana con ambas manos, Ulrich trató de agarrarse fuerte, lo más fuerte que podía, con los dientes rechinándole. Se elevó a pulso hasta que logró apoyar los pies contra la lisa superficie de la máscara. Luego empujó la catana todavía más a fondo.
El coloso había acusado el golpe. Se sacudió bruscamente hacia un lado, y Ulrich se vio lanzado por los aires, ya sin su espada y cabeza abjo. Se encogió hasta hacerse una bola, dio una voltereta y aterrizó de pie.
El impacto fue violentísimo. Sus dientes entrechocaron con fuerza, hasta el punto de que Ulrich temió por un instante que se le fue a partir.
Sin embargo, estaba de una pieza. Incluidos los dientes.
No tuvo tiempo de maravillarse: rugiendo de rabia, el monstruo se desmoronó encima de él. Y lo desintegró.
-Señor Hopper –lo llamó Jeremy desde su puesto-. Necesitamos la energía. De inmediato.
-Estoy listo, Jeremy –anunció la esfera-. Llévate a los demás.
-Papá… ¿qué significa eso?– suplicó Aelita-. ¿De qué energía habláis?
La muchacha todavía se encontraba sobre la plataforma, rodeada por las rayas. Estaba en tensión, esforzándose por mantenerlas lejos, proyectando desde sus manos escudos energéticos que inundaban el espacio de rosa, a un ritmo que ni siquiera ella habría creído posible.
No había nadie más, aparte de ella y la esfera.
-Ya no nos queda mucho tiempo, mi pequeña –la apaciguó su padre-. Tócame, y dame acceso al programa –la esfera flotó hacia la pantalla, desentendiéndose de los monstruos y sus láseres.
Su superficie era ahora de un color más oscuro, y sus corrientes de energía se agitaban impetuosamente.
-¡No! –protestó Aelita-. ¡Antes tienes que decirme qué te va a pasar!
-¡Aelita, PARA YA! ¡No seas tonta! ¡Tócame!
La muchacha bajó las manos y retrocedió. Las rayas derramaron una lluvia láser sobre la esfera, mientras que la luz de su interior se oscurecía cada vez más hasta que se volvió de un negro profundo y nocturno.
-¡Hopper! ¡Aelita! ¡el programa está perdiendo energía! Todavía queda un cuarenta por ciento –calculó Jeremy, alarmado-. Treinta… veinte…
Aelita se acercó a su padre.
-Así, no, papá… -murmuró entre lágrimas.
Una raya disparó otro tiro, y la muchacha se tambaleó y pareció perder consistencia. Se apoyó en la esfera con todo su cuerpo. Abrazó a su padre. Por un instante sintió entre sus brazos la forma de una persona de carne y hueso…
-¡Aelita! –gritó Jeremy-. Señor Hopper…
La esfera se disolvió. Sin explosiones. Sin ruído.
Como si nunca hubiese existido.
Un líquido repleto de energía se derramó sobre toda la ciudad de Cartago como una ola. Y desde allí se propagó por los demás sectores de Lyoko, expandiéndose en todas direcciones. Un mar incontrolable. Inundó las montañas, los árboles digitales, las rocas de los desiertos y los lagos helados. Era un mar que estaba dando caza a X.A.N.A., que seguía sus huellas. Pasó de ser un líquido blanco a convertirse en un cúmulo de tentáculos que se ramificaron en busca de nuevos fragmentos, nuevos posibles escondites.
Todos los monstruos de Lyoko, en cuanto eran alcanzados por el líquido o los tentáculos, se deshacían en pompas de colores. Uno tras otro.
Pero ellos no eran tan importantes. Ellos tan solo eran los peces pequeños.
Cuando el mar por fin los encontró, X.A.N.A. lanzó un grito de rabia y frustración, al tiempo que su cuerpo digital era destruido bit a bit.
En la vieja fábrica William también lanzó un grito de dolor, doblándose por la mitad. Levantó bruscamente la cara hacia el techo, y de su boca, abierta en una mueca de sufrimiento, empezó a brotar un humo denso, negro como el alquitrán, que se enroscó en amplias volutas antes de desvanecerse en el aire.
William Dunbar se desmayó.
Unos metros más abajo, Odd estaba estrechando a Yumi entre sus brazos. Había conseguido salvarla en el último instante, protegiéndola con su propio cuerpo desde después de que William la arrojase.
-¿Estás bien? –le preguntó.
-Sí. ¿Y tú?
Odd asintió con la cabeza, riendo.
-Aparte de algún que otro moratón que me saldrá mañana. Pero deberías ponerte a dieta.
Odd, Yumi, Ulrich y Jeremy. Estaban todos quietos y en silencio en la sala de los escáneres. Esperaban a que la puerta de que la última columna se abriese y les trajese de vuelta a Aelita. Jeremy tenía el corazón martilleándole contra las costillas, y bajo los gruesos cristales de las gafas sus ojos iban poniéndose rojos de la emoción.
Y, finalmente, ahí estaba.
Aelita salió tambaleándose del escáner. Los miró uno a uno, y luego dio un paso hacia Jeremy.
-Ha muerto, ¿verdad? –sollozó mientras las lágrimas le surcaban el rostro-. Mi padre…
Ninguno respondió.
Los muchachos se arrimaron a ella, todos a la vez, y la envolvieron en un silencioso abrazo.
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