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sábado, 16 de julio de 2011

19º capítulo

                                          Eva Skinner
                                               [Estados Unidos, California, 10 de enero]


El primer avión para Francia despegaba a las seis de la mañana, y la megafonía estaba invitando a los pasajeros a dirigirse a sus puertas de embarque.
Eva Skinner se encaminó por los largos pasillos de la terminal, tirando de la maleta rígida que usaba como
equipaje de mano. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba un par de vaqueros ajustados y una colorida
camiseta.
Sonreía.
Pensó que los humanos eran criaturas realmente complicadas. Para ir de los Estados Unidos a Francia
había que comprar un billete y hacían falta visados y permisos especiales porque ella era una «menor» e iba
«sin acompañante». Se necesitaban maletas. Y ropa. Y una vez en Francia, iba a tener que volver a viajar para llegar a la ciudad en la que se encontraba la academia.
No importaba. Había aprovechado el tiempo que le sobraba en el aeropuerto para conectarse a internet y
preparar su llegada. El director la estaría esperando al día siguiente con los brazos abiertos. Una nueva alumna en viaje de estudios que llegaba de los Estados Unidos.
Eva dejó atrás las tiendas y los duty-free que iban abriendo uno tras otro en la enorme área de embarque.
Estudió los monitores en busca de su puerta. La 27. Tenía que seguir las indicaciones y darse prisa: el embarque ya había empezado.
La azafata le sonrió. Era una joven simpática que llevaba una divertida gorra a juego con el impecable uniforme de su compañía aérea.
—¿Nombre?
—Eva. Eva Skinner.
—Un momento.
Tecleó algo en su ordenador y luego sonrió de nuevo.
—Reserva en primera clase. Sin acompañante. Estupendo. Señorita, ¿sería tan amable de enseñarme su pasaporte y la autorización de sus padres?
—Claro.
Eva le tendió a la mujer un folletito de una cadena de comida rápida que se había encontrado en el suelo poco antes: hamburguesa con queso en oferta; sólo un dólar con veinticinco; menú infantil de regalo.
Al entregárselo a la azafata se aseguró de rozar sus largos y bien cuidados dedos.
La mujer abrió el pliego, que mostraba una gran foto a todo color de una hamburguesa, y asintió con una mirada apagada.
—Perfecto, señorita, puede pasar. Mi compañera de a bordo le indicará dónde sentarse.
Eva asintió con la cabeza y pasó. Después se metió, junto con el resto de los pasajeros, en el largo tubo
metálico que llevaba hasta el aeroplano.
La primera clase estaba casi vacía.
Junto a Eva, aunque separados por un estrecho pasillo, había una mujer con un traje oscuro concentrada en
su ordenador portátil y, al otro lado, un hombre de cierta edad que se había quedado dormido ya antes del
despegue y ahora estaba babeando encima de una corbata de quinientos dólares.
—¿Va todo bien, señorita Skinner? —le preguntó otra azafata, que lucía la misma sonrisa y el mismo uniforme que la de la puerta de embarque—. Ahora puede desabrocharse el cinturón: ya hemos despegado. ¿Quiere algo de beber?
—Lo que ha pedido ese señor —respondió Eva, señalando al hombre que dormía.
—¿Un coñac? Ja, ja, señorita, no me parece lo más apropiado. ¿Preferiría, tal vez, un zumo de frutas?
—Sí, eso.
La azafata se alejó a toda prisa, cimbreándose, por el pasillo del avión.
Parecía contenta de resultar útil. Puede que le pagasen para eso, para resultarles útil a los pasajeros.
Los asientos de la primera clase eran tan grandes y mullidos, tan cómodos. A lo mejor se ponía a dormir: sin
tener que preocuparse de cómo maniobrar el cuerpo de Eva Skinner, X.A.N.A. podría reflexionar con tranquilidad.
Tenía mucho en lo que pensar. Por ejemplo, en cómo entablar amistad con los muchachos y ganarse su
confianza.
Y sobre todo, en cómo asesinarlos.

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