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sábado, 16 de julio de 2011

18º capítulo

                                     La habitación secreta
                                      [Francia, Ciudad De La Torre Del Hierro, 10 de enero]
Jeremy interrumpió la narración para abrazar a Aelita, que estaba llorando quedamente, apoyada contra las pilas de periódicos de la parte trasera de la furgoneta.
—Ánimo —le susurró—, no llores. No llores...
Cuando se recobró, Aelita se sacó del bolsillo un pañuelo y lo usó para sonarse la nariz y presionarlo contra sus ojos húmedos.
—Gracias, chicos —murmuró después—. Os quiero mucho.
Permanecieron en silencio durante unos instantes, escuchando el sordo rugido de la furgoneta.
—¿Hay algo más que debería recordar? —preguntó luego Aelita.
—Sólo otra cosa —empezó Jeremy—. Hace algunas semanas...
—Volvimos a la sala del superordenador —dijo Odd.
—Estuvimos hablando todos juntos, y pensamos en el secreto que habíamos compartido —añadió UIrich.
—Pero también en lo peligroso que había sido, con X.A.N.A. tratando de matarnos, y lo de William, y tu padre...
—Comprendimos que lo que habíamos tomado por un inmenso videojuego en realidad no lo era...
—Sino que estaba relacionado con el resto del mundo. Con la realidad.
—Así que decidimos apagarlo. Apagar el superordenador.
—Fuiste tú la que lo hizo, Aelita.
—Eras la única que podía hacerlo. Nos lo explicó tu padre. Te acercaste tú sola al interruptor general, con
todos nosotros detrás de ti...
—Dijiste «Mi padre lo habría querido así», y bajaste la palanca.
—Y luego nos fuimos todos a mi cuarto —concluyó Jeremy—. Desmontamos mi portátil, con el que me
conectaba al ordenador de la fábrica...
—Lo metimos en un armario.
—Era lo más adecuado.
—Basta de monstruos.
—Y basta también de informática, aparte de cuando sirve para comprar billetes de tren... —dijo Jeremy,
rascándose la cabeza.
—Y mucho ojito también con eso —añadió Odd—. ¡Mira en qué movidón hemos estado a punto de meternos!
A pesar de todo, a pesar del dolor todavía reciente de ciertos recuerdos, la broma de Odd les causó a todos un extraño efecto.
Lentamente, casi con vergüenza, los muchachos empezaron a reírse, primero bajito, y luego cada vez con
más fuerza.
Y cuando ya lo dejaron, entendieron que aquella risa era uno de los momentos más hermosos de su amistad.
Alguien dio unos golpes contra la puerta de la furgoneta.
—¡Ey, polizones! ¿Todo bien?
Era René Crane. Lo oyeron forcejear con la cerradura, y la puerta se abrió de sopetón.
Fuera todavía estaba oscuro como la boca del lobo. La chaqueta del hombre se encontraba cubierta por
una fina capa de nieve, y un pequeño huracán de copos blancos se arremolinaba detrás de él.
Jeremy fue el primero en asomarse afuera, y vio que en la calle el nivel de la nieve había vuelto a subir. Debía de haber por lo menos treinta centímetros.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó.
—Vosotros, sí —respondió René—. A mi hermano y a mí, por el contrario, aún nos queda un trecho. Y con este mal tiempo no va a ser fácil.
—¡Buena suerte, entonces!
Yumi vino hacia ellos junto con el policía. La muchacha tenía los ojos hinchados y la cara hundida entre los
pliegues de la bufanda.
—¡Aquí hay alguien que sí que ha dormido! — comentó Ulrich, despeinándola cariñosamente.
Los hermanos Crane los habían dejado justo delante de la entrada principal de la academia. La verja negra se
erguía, imponente, entre las dos pilastras de ladrillo rojo tras las que el largo vial que cortaba en dos el parque y llevaba a los imponentes edificios de la escuela había desaparecido tragado por la oscuridad y la nieve.
—¿Os las sabréis apañar desde aquí? —preguntó el agente Crane.
—Nuestra casa está cerquísima, gracias —le aseguró Jeremy—. No son ni diez minutos a pie.
—Por la calle no hay nadie, así que no creo que corráis peligro —concluyó el policía—. Pero os aconsejo
que no os volváis a meter en líos.
—No, señor.
—Y recordad que el martes llamaré a vuestro director para asegurarme de que habéis pagado la deuda de la
tarjeta de crédito.
—Sí, señor.
Al final, Roger Crane sonrió.
—Buena suerte, chavales. Y si hacéis otro viajecito, pasad a visitarme, ¿vale?
—¡Pero no por la comisaría, eh! —se apresuró a especificar Odd.
Esta vez se rieron todos, de pie junto a una furgoneta y en medio de una tormenta de nieve que seguía
arreciando sin pausa. Caía por todas partes: sobre la escuela, sobre la zona industrial de la ciudad, sobre el río, sobre el herrumbroso puente de hierro y sobre los tejados de la fábrica abandonada que ocupaba toda la isla. Y que en su interior custodiaba, silenciosa, un castillo secreto.
Los muchachos caminaban haciendo eses, como si estuviesen borrachos, embestidos por las ráfagas de un
viento rabioso y gélido. En cierto momento Odd se apoyó contra un buzón y suspiró.
—Chicos, no puedo más. Tengo hambre, frío y, sobre todo, me caigo de sueño.
—¡Ya falta poco, Odd! Cinco minutitos y estamos en casa.
No veo la hora de meterme entre las sábanas...
—Nada de sábanas, todavía —dijo Jeremy sacudiendo la cabeza—. Sólo son las cinco y media de la madrugada, así que aún tenemos tres horas antes de que empiecen las clases.
—¿Y qué?
—¿Ya os habéis olvidado del señor Broulet? ¿Y de la habitación tapiada?
—¡No pretenderéis poneros a buscarla... ahora!
—Siento que es la noche adecuada, Odd —intervino Aelita—. La noche de nuestro último día de vacaciones.
Finalmente, llegaron a La Ermita, y esperaron tiritando bajo el pórtico mientras Aelita metía la llave y abría la
cerradura.
Dentro del chalé se había conservado algo del calor de aquella tarde, aunque al salir para ir a coger el tren los
muchachos hubiesen apagado la calefacción.
—A estas alturas está claro que lo de dormir queda descartado —se lamentó Odd—. Si no, mañana por la
mañana nos encontrarán congelados. Pero ¿podemos comer algo, por lo menos? ¿Quién quiere un par de
bocadillos?
Todos los querían.
Ulrich encendió la caldera y la puso al máximo.
Después, los cinco muchachos se refugiaron en la cocina.
Del almuerzo había sobrado pan, un poco de tortilla, algo de queso y chocolate para untar. Enseguida se pusieron manos a la obra y en cuestión de minutos tenían todos las mandíbulas funcionando a plena potencia.
—Por lo que respecta a la habitación tapiada —dijo al final Jeremy—, he pensado que deberíamos dividirnos. Odd, Yumi y Ulrich, vosotros deberíais golpear todas las paredes de la casa para oír si hay algún punto que suene a hueco. Aelita y yo, por otro lado, exploraremos de nuevo el desván: si Hopper dejó de verdad ese mapa, entonces Aelita es la única capaz de encontrarlo.
—Vale —asintió Ulrich—. El que descubra algo que avise a los demás.
Mientras los muchachos empezaban a rastrear los muros de la casa palmo a palmo, Jeremy bajó los libros
del estante más alto de la librería del desván y los posó en el suelo. Después comenzó a hojearlos con cuidado.
Aelita, mientras tanto, vagaba por la habitación. De repente señaló un maletín de piel de aspecto desgastado que yacía abandonado encima de un estante.
—La verdad —dijo— es que aquí hay un poco de todo. ¡Incluso un kit de El pequeño químico que tendrá por lo menos veinte años!
Se sentó en el suelo, junto a su amigo, y empezó a revisar los libros con él.
—Jeremy, ¿cómo era mi padre? —preguntó en cierto momento.
—No lo conocí en persona.
—Pero te estuvo escribiendo.
—Sí.
—Y trabajasteis juntos.
—Durante un período muy breve, en el programa que destruyó a X.A.N.A. Nunca lo habría conseguido sin él —dudó durante un instante antes de proseguir—. Es la persona más genial que he conocido en mi vida. Y de verdad te quería mucho.
Continuaron con su labor en silencio. Terminaron de examinar los libros y pasaron a hojear revistas. Aún no habían encontrado nada útil: ninguna nota en un margen, ninguna marca de bolígrafo sospechosa, ningún papelito metido entre la cubierta y la camisa.
Nada de nada.
Desde la parte inferior de la escalerita que llevaba al desván oyeron la voz de Ulrich.
—Chicos, ¿estáis ahí? ¡Nosotros ya hemos terminado! Cero resultados, por desgracia.
—¡Ídem de lo mismo por aquí! ¡Subid a echarnos una mano! —propuso Jeremy.
Uno tras otro llegaron al desván. Tenían todos unas caras que daban pena. Pero ninguno se quejó, y siguieron
trabajando.
—Cero patatero —suspiró al final Odd.
—¿Y ese montón de revistas de ahí al fondo?
—Ya lo he mirado.
El profesor había hecho un óptimo trabajo: si de verdad había dejado indicios para encontrar la habitación
tapiada, era innegable que estaban bien escondidos.
—Estamos suponiendo que existe una especie de «mapa» —reflexionó Ulrich—, pero, aunque así fuese, el
profesor Hopper podría haberlo escondido en cualquier parte. Sobre una pared que luego hubiese vuelto a pintar, por ejemplo, o en un mueble con doble fondo...
—No sé por qué —intervino Aelita—, pero yo estaba convencidísima de que estaría en un libro. Y si tuviese que deciros en cuál, escogería éste: los cuentos de Edgar Allan Poe.
—¿Y por qué?
—Porque tiene algo que me resulta familiar. No sé, a lo mejor mi padre me leía estas historias cuando era más pequeña.
—¡Yo diría que para nada! —replicó Odd, que era el más aficionado a las novelas del grupo—. Poe escribía
cuentos de terror y misterio, muy poco apropiados para una niña. Y a propósito de misterios...
—¿Qué?
Odd le quitó el libro de las manos a Aelita y empezó a hojearlo frenéticamente. Revisó el índice y después lo
abrió por una página en concreto. —¡Aquí está! ¡Así que no me fallaba la memoria! Ulrich bufó, impaciente.
—¿Te importaría explicárnoslo a los demás?
—Veréis, hay un cuento famosísimo, La carta robada, en el que el protagonista tiene que encontrar una valiosa carta escondida en una casa grande.
—Me suena de algo.
—Pues sí.
—¿Y él sí que lo consigue?
—Sí, al final la encuentra... —dijo Odd con una risita —¡A la vista de todos! ¿Lo pilláis? La policía busca la
carta durante días, pero el único sitio en el que se olvida de mirar es precisamente el más obvio, ¡un tarjetero en medio de la repisa de la chimenea!
—A mí me parece una chorrada —comentó, escéptico, Ulrich.
Odd volvió a cerrar el libro, bajó corriendo al piso de abajo, revisó rápidamente la chimenea y volvió al desván.
—Vale. Pista falsa —anunció, desilusionado—. Ahí tampoco hay nada.
Ulrich alzó la vista al cielo.
—¡No me digas! —comentó con ironía. Luego volvió a razonar en voz alta—. Puede que la dibujase en un papel, o en uno de sus...
—Cuadernos —terminó por él Aelita—. Como éste.
Sacó del bolsillo trasero de sus vaqueros el cuaderno que le había quitado de la boca a Kiwi la tarde anterior,
durante la primera exploración del desván. Tenía las páginas totalmente en blanco.
—Pero si no tiene nada —observó Odd, desilusionado.
—Tal vez escribió en él con tinta invisible.
—Claaaaro, con zumo de limón, ¿no te digo?
Al oír aquellas palabras, los ojos de Yumi se iluminaron.
—¡Ey, esperad! —gritó—. El zumo de limón no es la única tinta simpática fácil de preparar. Hopper también era profesor de ciencias y, por lo tanto, un experto en química. No me sorprendería lo más mínimo que hubiese utilizado ferrocianuro potásico. Si así es, para revelar el texto secreto nos bastará con un poco de nitrato férrico.
Todos se giraron hacia ella con los ojos como platos.
El maletín de piel estaba en el suelo, abierto de par en par. En su interior había hileras de probetas llenas de
compuestos de colores, alambiques y un pequeño libro de instrucciones.
—Todo esto caducó hace mucho —constató Jeremy. —Esperemos que funcione de todas formas.
Aelita eligió una probeta llena de cristales de color miel, la abrió y volcó su contenido sobre la primera página
del cuaderno.
Dentro de la probeta debía de haberse colado algo de humedad, porque el nitrato férrico cayó en bloque sobre la página, como una piedra compacta contra el fondo blanco de la hoja.
Aelita empezó a desmenuzarla entre sus dedos, frotando el papel con delicadeza. E increíblemente, las
letras aparecieron una tras otra: letras azules escritas con prisas muchos años atrás.
Mi pequeña Aelita, espero que seas tú quien esté leyendo estas líneas...
Al reconocer la caligrafía de su padre, Aelita estuvo a punto de desmayarse. Se llevó una mano a la boca y se
quedó inmóvil, observando cómo aquellas palabras escritas para ella cobraban vida en las hojas del cuaderno.
Baja al sótano de La Ermita y ve a la cámara frigorífica. Una vez allí verás...
Con la mano temblándole por la emoción, Aelita empezó a espolvorear con el nitrato férrico las páginas
siguientes. Poco a poco fue apareciendo un mapa de La Ermita, junto con las instrucciones para acceder a la
habitación tapiada que había dentro de la cámara frigorífica.
—¡Ya os lo decía yo que iba a estar ahí! —bromeó Odd.
Las páginas que estaban escritas eran cuatro en total. Al final de la cuarta había una brevísima nota de
despedida: Te quiero mucho. Y una firma: Papá.
Las siguientes páginas estaban en blanco. Odd se levantó de un brinco.
—¡El que llegue el último al sótano lava los platos! — gritó, y bajó corriendo por las escaleras.
La cámara frigorífica no tenía ventanas: era un simple rectángulo gris de paredes gruesas amueblado con dos
hileras de estanterías bajas a los lados. En el techo se abrían los conductos que le permitían al motor enfriar el aire. De las paredes colgaban grandes ganchos para los embutidos, pero ahora lo único que había en ellos eran telarañas y polvo.
Aelita abrió nuevamente el cuaderno de su padre y releyó las instrucciones que él le había dejado.
—Veamos: «Con la puerta a tu espalda, busca, de los ganchos de la pared izquierda, el tercero desde el fondo».
—¡Es ése! —señaló Ulrich.
—«Tira de él hacia ti».
Ulrich se encaramó sobre las estanterías para alcanzar el gancho, y se colgó de él. 
Se oyó un fuerte clonc, y el gancho descendió con un chasquido unos pocos centímetros respecto a su posición inicial.
— «Ahora cuenta hasta la cuarta balda de abajo a la derecha, y levántala».
Odd llevó a cabo la operación, empujando la repisa metálica hacia la pared.
—«Cierra la puerta de la cámara. Vuelve a abrirla, y ciérrala otra vez».
—Listo —anunció Jeremy. 
—«Para terminar, tira de nuevo del gancho».
Esta vez, además del chasquido, se oyó un chirrido y en la pared del fondo se abrió una puerta tan baja y
estrecha que para pasar por ella había que hacerlo a cuatro patas.
Al otro lado, en una habitación que había permanecido cerrada durante al menos diez años, se
encendió una luz.
Los muchachos entraron uno por uno: primero Aelita, luego Jeremy y después Odd, Ulrich y Yumi. Se
encontraron dentro de una sencilla habitación de paredes blancas, que parecían recién encaladas. Del centro del techo bajaba un cable del que colgaba una bombilla que se balanceaba ligeramente. El mobiliario estaba
compuesto por un sofá de piel oscura de aspecto cómodo vuelto hacia un mueblecito apoyado contra la pared del fondo sobre el que había un televisor y un aparato de vídeo. Modelos antiguos: la televisión era más larga que ancha, con un tubo catódico que llegaba a tocar la pared y una pantalla curva.
—¡Qué guay! —exclamó Odd—. ¡Este cacharro todavía funciona con cintas de vídeo! ¡De museo!
Jeremy sonrió.
—Esta habitación se selló antes de que inventaran los lectores de DVD.
—Lo que no pillo es por qué tomarse tantas molestias, buscarse una constructora y todo lo demás, sólo
para esconder un sofá y una tele —comentó Ulrich.
—¿A lo mejor porque su mujer no le dejaba ver los partidos de fútbol?
La broma de Odd cayó en saco roto. Y les recordó a todos de golpe la enorme soledad de Aelita.
Se sentaron en el sofá, con Ulrich y Odd sobre los brazos porque no era lo bastante grande. Después, Jeremy empezó a trastear con el videocasete.
—Hay una cinta metida dentro. Un momento —dijo.
La televisión se encendió de pronto, mostrando la clásica nube gris que indicaba la ausencia de señal.
Luego, con un chasquido, se puso en marcha el aparato de vídeo, y la imagen de la pantalla se volvió negra.
Jeremy subió el volumen y se sentó sobre el sofá con los demás.
—Sea lo que sea, ya empieza.
De los altavoces del viejo televisor comenzó a salir una música dulcísima. Un solo de piano. Imágenes, viejas
fotos amarilleadas por el tiempo, pasaban lentamente al ritmo de la música. Una Aelita de dos o tres años que
correteaba por el jardín de una casa de montaña con el tejado negró. Sobre el césped, un sencillo triciclo de
madera. Aelita, a la misma edad, en brazos de una mujer hermosísima con los ojos de un azul claro y su mismo pelo rojizo, que llevaba suelto sobre los hombros y a juego con un vestido corto de flores.
—Mamá —susurró la muchacha, con la voz ahogada por la emoción, mientras la secuencia proseguía.
Otra vez su madre, con un elegante vestido de noche, tacones altos y el cuello adornado con un collar de perlas que resplandecía sobre su piel clarísima. Ella y Hopper abrazados, ambos con batas de laboratorio. El profesor Hopper sonreía, ensanchando su redonda cara, medio oculta por una espesa y oscura barba.
Y luego, sin previo aviso, la voz de Hopper resonó con nitidez y se superpuso a la música, mientras por la pantalla pasaban nuevas fotos: Aelita al piano, Aelita con su peluche favorito, Hopper sonriendo ante una barbacoa.
—Mi pequeña. Aelita. Espero que seas tú quien esté viendo este vídeo. Lo he escondido con cuidado, sabiendo que tu pasión por las pequeñas diabluras de la química y los cuadernos en blanco terminarían por traerte hasta aquí. Espero conocerte lo bastante bien como para no equivocarme.
Dejaron de pasar fotos, y en su lugar apareció el profesor, sentado en el sofá sobre el que ahora estaban
encogidos los muchachos. Iba vestido con una camisa de cuadros, sus manos estaban entrelazadas sobre la tripa y tenía la espalda derecha.
Tras los espesos cristales de las gafas, sus párpados estaban hinchados por el cansancio.
—Pero si estás viendo esta grabación, eso quiere decir que las cosas se me han torcido. He jurado que, en
caso de que volviese a La Ermita al final de esta gran aventura, iba a entrar yo solo en esta habitación e iba a
quemar esta cinta. Si no ha sido así, significa que ya no estoy vivo. Lo siento. Te echaré de menos, mi pequeña. Y las fotos del principio del vídeo son mi regalo para hacer
que no te sientas tan sola.
Jeremy se giró hacia Aelita: la muchacha miraba la pantalla como hipnotizada.
—En fin, creo que te debo una explicación. Cuando naciste yo todavía usaba mi verdadero nombre, que no
era Franz Hopper, sino Waldo Schaeffer. Por aquel entonces tu madre, Anthea, y yo trabajábamos en Suiza,
en un proyecto de alto secreto llamado «Cartago». Con el trabajo ya muy avanzado, nos dimos cuenta de que nuestras investigaciones iban a utilizarse no para ayudar a la humanidad, sino para controlarla, y decidimos huir. Pero no lo conseguimos. Tu madre fue secuestrada, y se la llevaron. No sé dónde la tienen, pero estoy seguro de que aún está viva. Y espero que esté bien. ¡No sabes cómo la busqué! Hice todo lo que estaba en mi mano para encontrarla, pero también tenía que pensar en protegerte.
»Me escondí en esta ciudad, y empecé a dar clases en la academia Kadic bajo el nombre falso de Franz
Hopper. Mientras estaba aquí creé Lyoko utilizando los mismos programas que había desarrollado con tu madre para el proyecto Cartago. Mi intención era que Lyoko nos protegiese de un posible uso de Cartago con fines malévolos. Con el paso del tiempo, sin embargo, ellos me encontraron incluso aquí. Y cuando llegaron tuve que disponerme a escapar una vez más. Trataron de capturarte y te hirieron. Te hirieron de gravedad, con un balazo en la cabeza. Estabas en peligro de muerte.
Lentamente, Aelita se llevó una mano temblorosa a la cabeza, y palpando por entre sus cabellos sintió una
abultada cicatriz.
—Sólo tenía una forma de curarte. Y si ahora me estás escuchando, ya sabes cuál era. Cuando apague la
cámara, te llevaré conmigo adentro de Lyoko. A salvo. Para curarte. Tengo mucho miedo, Aelita. X.A.N.A...
Una interferencia se comió el resto de la frase, y la imagen de la pantalla osciló por un instante.
—... si me estás escuchando, es probable que las cosas no hayan ido como debían. Y por lo tanto debo
destruir el superordenador y todo lo que hay dentro de la vieja fábrica.
—Hasta ahí también hemos llegado nosotros... — murmuró Odd.
—Tienes que destruirlo para que nadie pueda encontrarlo y utilizarlo. El verdadero problema no son los
inventos. Son los hombres. Los hombres son peligrosos, Aelita. Los hombres son malvados.
En la pantalla, el profesor Hopper se secó los ojos con un pañuelo. La voz le temblaba de emoción y de rabia.
—Y ahora —prosiguió después— llegamos a la segunda cosa que tengo que pedirte: abre el mueble que
hay bajo el televisor. En su interior verás una caja de madera. Dentro hay una cadenita con un colgante. Es un
regalo que me hizo tu madre, y yo le di una idéntica. Consérvala como tu bien más preciado. Y encuentra a tu
madre, Aelita. Sé que es una tarea difícil y peligrosa, mi pequeña, pero tú eres genial, y seguro que habrá alguien capaz de ayudarte, como lo ha habido para mí.
Precisamente por eso puedes pedirle ayuda a la...
Una interferencia cortó la palabra por la mitad, y el vídeo saltó un par de segundos hacia delante.
ern. Recurre a ellos si te hace falta. Y cuando vuelvas a abrazar a mamá, dale un beso de mi parte.
El vídeo saltó debido a una nueva interferencia. La cinta debía de haberse estropeado durante todos aquellos
largos años de espera.
Jeremy se puso a manipular el videocasete, pero sin resultados.
—No hay nada -que hacer —suspiró, disgustado—. Sigue así hasta el final. No tiene nada más.
En silencio, Aelita se levantó de su sitio, se acercó a Jeremy y lo apartó tocándolo levemente con los dedos.
Luego abrió la oscura portezuela del mueble. Tal y como había dicho su padre en el vídeo, dentro había una
caja de madera algo mayor que la palma de su mano. La abrió y sacó el colgante.
Era una fina cadena de oro que sostenía una medallita un poco más grande que una moneda, y tan brillante que Aelita podía verse reflejada en ella. Tenía grabadas dos letras, «W» y «A». Y justo debajo, el dibujo de un nudo de marinero.
—Waldo y Anthea —murmuró la muchacha, que ahora recordaba el verdadero nombre de su padre. —Y un nudo —dijo Jeremy.
—Sí. Juntos para siempre.

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