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jueves, 19 de mayo de 2011

16º capítulo.

Líos con la policía
                                                          [Centro de Francia, 10 de enero]
-Billetes, por favor.
El revisor era un señor alto y severo con unos pómulos prominentes que tensaban su piel lustrosa y el cuello estirado hacia delante. En su uniforme, perfectamente planchado, llevaba prendida una tarjeta de indentificación que decía: <<Señor Jules Tatillón>>.
Jeremy se sacó el móvil del bolsillo y le recitó al hombre el código de la reserva.
-Habíamos hecho una reserva -empezó a explicar luego- para el tren siguiente, pero hemos llegado antes a la estación y hemos decidido subir a éste. ¿Sería posible hacer un cambio?
 -Por supuesto.
-El señor Tatillón comprobó los datos de su PDA. De pronto alzó la cabeza.
-¿Me equivoco, o ustedes son menores? -preguntó, frío e impersonal.
Jeremy asintió con un movimiento titubeante de la cabeza.
-Es que, verán -prosiguió el revisor-, es muy extraño: los billetes han sido reservados a nombre del señor Jean-Pierre Delmas. ¿Se trata de alguno de ustedes?
 -Ejem, en realidad no, verá... -trató de explicar Jeremy.
El revisor lo interrumpió de inmediato.
-Tal y como sospechaba. De hecho, ha pagado con su tarjeta de crédito, y ustedes son demasiado pequeños para poder poseer una. ¿Y quién los acompaña, si se puede saber?
--No nos acompaña nadie -intervino Odd, que se estaba picando-. ¡Somos lo bastante mayores como para viajar solos!
-Bueno, eso lo dirán ustedes.
-Mire que el otro revisor no nos ha puesto problemas.
-Por desgracia -suspiró el señor Tatillón-, alguno de mis compañeros de profesión no aplican el reglamento como debería. Pero ése no es mi caso. ¿Podría saber por lo menos quién es ese señor Delmas que ha comprado estos billetes?
-Es el director de nuestra escuela.
-¿Y por qué razón una autoridad escolar debería permitirles a unos menores que viajen solos en plena noche, cuando o mucho me equivoco o dentro de pocas horas deberían estar ustedes en clase?
-Estamos cumpliendo una misión -dijo Jeremy por si colaba-, una misión encomendada por nuestro colegio.
El señor Tatillón hizo una mueca de diversión. Pero no había ni pizca de alegría en su forzada sonrisa.
-Claro, ya me imagino.
Empezó a tomar nota en un grueso cuaderno.
-¿Qué va a hacer?
-Avisar a la próxima estación, naturalmente. Deberíamos llegar en doce minutos. Una vez allí, los tomará en custodia la policía ferroviaria, que llamará a sus padres y al director y tratará de entender qué está pasando aquí.
-Pero no puede hacer eso... -suplicó Odd con un hilo de voz.
-¡Vaya que si puedo, señores míos! Y si yo estuviese en su lugar, jovenzuelos, rezaría por que sus padres no sepan nada de este asunto y hayan tenido ustedes solitos esta gran ocurrencia. Porque, en caso contrario, podrían toparse con una denuncia por abandono de menores.
-Dicho esto, el señor Tatillón entrechocó los tacones de sus zapatos y prosiguió por el vagón.
-¿Y adónde va ahora? -le preguntó Yumi, desconcertada.
-A terminar mi ronda -respondió tranquilamente en hombre-. Pero no se preocupen: cuando el tren se detenga estaré aquí con ustedes para acompañarlos.

-¡Ay, Dios mío! ¡Mi madre siempre me lo ha dicho, que yo iba a acabar en la cárcel! -se lamentó Odd en cuanto aquel infernal revisor desapareció en el siguiente vagón.
-¡Es culpa tuya, Jeremy! ¡No teníamos que haber usado esa tarjeta de crédito!
-¡Ese hombre está loco!
-Pero, ¿dónde se ha visto nunca un <<acompañante de menores>>? ¡Venga, hombre!
-Yo soy el responsable, chicos... -se disculpó Jeremy.
-Esto no es cuestión de responsabilidades... ¡La policía! ¿Lo entiendes? ¡Polis! ¡Maderos! ¡Guripas!
-La cárcel... -repitió Odd, abatido.
-Pero qué cárcel ni qué narices, Odd, déjalo ya. Somos menores. Como mucho, el director nos suspenderá de la escuela.
-¿Suspendernos? ¿Y quién se lo va a contar a mis...?
-¡BASTA! -chilló Aelita.
Los muchachos enmudecieron instantáneamente y se quedaron mirándola.
-Pelearnos no nos va a servor de nada -añadió la muchacha, sacudiendo el pelo de lado a lado-. Pensemos más bien en qué es lo que vamos a hacer.
-Podríamos escaparnos.
-¿Del tren? ¿Nos tiramos del tren a trescientos por hora, entonces?
-Si nos obligan a bajar, podríamos negarnos a responder.
-¡Claaaaro, así conseguimos que nos arresten de verdad!
El verdadero problema era Aelita. Jeremy y los demás habían cerado para ella una identidad ficticia. Pero si la policía investigaba un poco, el andamiaje que tan hábilmente habían construído se desmoronaría. Los doce minutos que los separaban de su destino transcurrienron con una lentitud exasperante.
Después, el tren estró en la estación como de ciencia ficción de Saint-Exupéry. Era una gigantesca estructura de cristal y acero de líneas suaves y onduladas, que en su parte central se elevaban formando una especie de alas. En el interior, unos cuantos faros potentes iluminaban el ambiente circunstante como si fuese de día.
Aguien tosió detrás de ellos. Tatillón.
-Muchachos, es hora de bajar.

En el andén apareció un cochecito sin techo, como los que se usan en los campos de golf. Sobre el pequeño capó blanco y azul estaba escrito POLICE. Montado en él iba un mocetñon en uniforme que parecía cansado y tenía el pelo rubio y corto y una nariz que llenaba por sí sola tres cuartas partes de la cara.
-Soy el agente Roger Crane -se presentó.
-Aquí tiene a los chiquillos -lo saludó el señor Tatillón. Luego bajó la voz-. En confianza, agente, no me sorprendería que hubiesen robado la tarjeta de crédito y armado quién sabe qué otros desmantes. Tienen cara de ser muy poco recomendables.
-¡Mire que lo estamos oyendo! -se inmiscuyó Jeremy, irritado.
-En cuanto a ese muchacho de ahí -continuó Tatillón, señalando a Odd-, se ha puesto a decir que no podía llamar a policía, y he tenido miedo de que me agrediese.
Los muchachos se miraron los unos a los otros, incrédulos. Pero ¿con qué clase de revisor se habían topado?
-¡Oiga, usted está chalado! -explotó Yumi.
Tatillón alzó una ceja.
-¿Ve lo que le dijo? -murmuró, siempre dirigiéndose al agente.
-No se preocupe -lo tranquilizó Roger Crane-. Ahora me ocupo yo. Ya puede irse.
-Dentro de un minuto y veinte segundos -puntualizó Tatillon al tiempo que se echaba un vistazo a su reloj-. Ciertamente, no puedo hacer que el tren salga con antelación.

Apretujados en el asiento posterior del minicoche patrulla, los muchachos vieron pasar a su alrededor la estación de Lyon. Pese a que ya eran altas horas de la noche, los altavoces graznaban sin parar, anunciando trenes o aviones que partían, y enjambres de personas se desplazaban en masa de un lado a otro. Maletas, periódicos enrollados bajo el brazo, hombres de negocios que se tomaban un café en el bar como si estuviesen en pleno día.
El agente aparcó ante una gran puerta corredera decorada con el escudo de la policía y les hizo entrar. Los condujo hasta una pequeña habitación desnuda: sólo había un par de sillas apoyadas contra una pared. Luego salió y cerró la puerta con llave.
-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Jeremy.
-Esperar -refunfuñó Ulrich.
No había otras opciones. La habitación estaba cerrada, y no tenía ventanas. El cambio de aire estaba garantizado por dos pequeñas rejillas de ventilación a la altura del techo, tan pequeñas que habría resultado imposible pasar por ellas hasta una mano.
Odd se durmió sentado sobre la silla, con la cabeza apoyada contra la pared. Aelita se sentó en el suelo, con el rostro oculto entre las rodillas.
Dejaron que pasase el tiempo.
La puerta chirrió en torno a la una y media de la madrugada, y el agente Crane asomó la cabeza.
-Venga, seguidme.
Los muchachos fueron trasladados a otra pequeña habitación, en la que sólo había un pequeño escritorio abarrotado de papeles y una silla. El agente se sentó, dejándolos a todos de pie.
El hombre cogió un bolígrafo y un formulario blanco y empezó a hablar.
-Ahora quiero oír vuestros nombres. En orden.
Los cinco estaban con la cabeza gacha.
El policía sonrió.
-Os voy a dar mi versión de los hechos -dijo, empleando un tono de hermano mayor-. Habéis pensado que era el último día de vacaciones y que estaría bien haceros un viajecito todos juntos. Les habéis contado a vuestros padres un montón de estupideces, como que tú -señaló a Ulrich- ibas a dormir en su casa -señaló Jeremy-, y él, que lo iba a hacer en la tuya. Os habéis topado con el pelmazo de Tatillon, y ahora... aquí estáis. Si me decís vuestros nombres, llamo por teléfono a vuestros padres, os lleváis una buena bronca y nos vamos todos a la camita.
Pausa.
-Si, por el contrario, os quedáis callados, a mí me tocará volver a encerraros y ponerme en contacto con asistencia social, el caso cumple con todos sus deliciosos trámites burocráticos y vosotros os arriesgáis a terminar delante de un juez de menores. Y al final diréis igualmente vuestros nombres. Y vuestros padres estarán mucho más enfadados, os lo garantizo.
-Jeremy Belpois -empezó Jeremy, aún con la cabeza gacha.
-Ulrich Stern.
-Yumi Ishiyama.
-Aelita... Stones.
-Odd Della Robbia.
-Bueno chicos -Roger Crane sonaba satisfecho-. Ahora me vais a contar con pelos y señales en qué os habéis metido. Sobre todo ese asunto de la tarjeta de crédito a nombre de Jean-Pierre Delmas.


Al final de la historia, el policía permaneció en silencio durante un momento. Cuando habló no había ni rastro de reproche en su voz. Pero de todas formas les parecía tan dolorosa como una cuchillada.
-¿Sabes cómo se llama lo que has hecho?
Jeremy farfulló algo ininteligible.
-No te he oído bien.
-Robo.
-Exacto. ¿Y te parece bonito?
-No, señor. Me he portado muy mal. Me siento avergonzado.
-Eso espero, por tu bien -remachó el agente Roger.
Se estiró y colocó los pies sobre el escritorio. Una montaña de papelotes fue a parar al suelo, pero el joven no pareció darle ninguna importancia. Alguien llamó a la puerta del despacho y un instante después entró un hombre.

Era la fotocopia del policía, pero un par de años más joven, y llevaba su largo pelo oculto por una ridícula gorra verde con visera. Una expresión afable endulzaba su rostro.
-Roger… -saludó.
-René…
El recién llegado miró a los muchachos.
-¿Tienes todavía mucho que hacer?
-Me parece que no. Dime.
-Venía a decirte que yo ya me marcho. Si quieres venir a ver a mamá y estar en casa mañana por la mañana…
Roger Crane comprobó la hora.
-Es verdad: ya es tarde –repiqueteó sobre el escritorio con un lápiz. Luego volvió a observar, pensativo, a los cinco muchachos-. Aún hay algo que no me ha quedado claro. ¿Se puede saber por qué os habéis puesto a hacer un viaje tan largo en tren? ¡Y en plena noche, además!
-Ha sido culpa mía –dijo Aelita, dando un paso adelante. Y se lo contó todo: que su padre había muerto, que habían encontrado una saco de cemento, habían llegado hasta una empresa de albañiles y habían ido al sur para obtener algo de información. Se saltó todas las partes que tenían que ver con Lyoko y la habitación secreta.
Roger y René Crane quedaron fascinados por aquella historia.
Y aunque el policía no se la tragó por completo, decidió fingir por lo menos que se la creía. Cogió el formulario en el que había estado borrajeando hasta ese momento.
-Mirad, chicos –dijo-, yo ahora podría llamar a vuestros padres y despertarlos en plena noche. Se asustarían, se enfadarían y se preguntarían en qué se han equivocado con vosotros. Y de esta manera, el peso de vuestro error recaería sobre sus hombros. No es precisamente lo más ideal que le puede pasar a uno, ¿no os parece? En cambio, vosotros ya os habéis llevado un buen susto y habéis comprendido lo que quiere decir ir a dar con vuestros huesos en una comisaria, así que supongo que no tendréis ganas de repetir la experiencia.
-Qué va, para nada –confirmó Odd, sacudiendo vigorosamente la cabeza.
-Sois unos chiquillos –sentenció René Crane-, y los chiquillos hacen chiquilladas. Nosotros también las hicimos a vuestra edad.
Roger le echó a su hermano una mirada de reproche, aunque sus ojos sonreían un poco…
-Bueno, se me ha ocurrido una cosa…
-¿Es decir?
-Es decir, que por esta vez dejo de que os vayáis, y sin hacer que les dé un infarto a vuestros pobres padres. Dentro de dos días llamaré al director de vuestra escuela, le diré que tenemos miedo de que anden por ahí unos estafadores y le pediré que compruebe los movimientos de su tarjeta. Si mientras tanto el dinero ha vuelto a su cuenta, no habrá habido ningún robo, y todos estaremos la mar de contentos. En caso contrario… -después miró a Jeremy-. Si aquí el amigo –añadió- es tan bueno con los ordenadores como para sacar dinero de la cuenta del internado sin dejarse pillar, estoy seguro de que también sabrá cómo volver a dejarlo en su sitio sin que se note.
.Mañana mismo lo hago, señor.
-Muy bien. Entonces, largaos de aquí. No quiero volver a veros. ¡Aire!
Los muchachos siguieron inmóviles, de pie en el centro de la habitación.
-¡Aire, he dicho!
Fue Ulrich el que tomó la palabra en nombre de todos.
-Esto… hay sólo un pequeñísimo problema, agente. ¿Cómo… cómo vamos a volver a casa ahora?
-Ah, claro –admitió Crane-. Habéis perdido el último tren. Y está claro que no podéis volver andando…
Tamborileó un poco sobre el escritorio. Luego miró a su hermano, que seguía allí, esperando.
-¿Tú qué dices?
-Hombre, sitio hay.

El aparcamiento de la estación estaba iluminado por farolas que proyectaban conos entre amarillentos y anaranjados sobre la delgada capa de nieve.
Roger Crane había fichado, se había cambiado y ahora llevaba unos pantalones de pana y una chaqueta abrigada. De todas formas, conservaba un aspecto severo, de policía, y Jeremy entendió lo que querían decir las novelas cuando describían a alguien <<con cara de poli>>.
-Buenas, agente –lo saludó un taxista que esperaba con un cigarrillo en los labios y la espalda apoyada contra la puerta de su coche.
-Muy buenas, Tom.
-¿Quiénes son estos muchachos? ¿Los has arrestado? Empiezan bien pronto, ¿eh? –rió.
-En efecto, son criminales de lo más peligrosos. Voy a enchironarlos.
-¡Ja, ja! ¡Con una noche cómo esta no hace ni falta!
Roger Crane siguió adelante, con los cinco muchachos a rebufo. Los faros de una gran furgoneta cortaron la oscuridad, y se detuvieron a escasa distancia de ellos. Era una máquina imponente de color blanco sucio. A ambos lados estaba escrito, con complicados caracteres llenos de florituras, INDAGATEUR.
-¡Pero si es un periódico de nuestra ciudad! –dijo Yumi, reconociéndolo.
-Sí, pero lo imprimen aquí –aclaró Crane-. Y mi hermano es uno de los transportistas que reparten los ejemplares a los quioscos. Es decir… el que os va a llevar.
-¡Genial!
-Llegaremos a la ciudad a eso de las cinco.
-¿Llegaremos? –preguntó Ulrich.
-Yo –la <<o>> se le fue convirtiendo en un enorme bostezo- también voy. Le he prometido a mi madre que me pasaría a verla.
René bajó de la furgoneta de un salto.
-Chicos, vosotros tendréis que contentaros con ir detrás, entre los periódicos. En la cabina sólo hay sitio para uno.
Las puertas de la furgoneta se abrieron, revelando pilas y pilas de diarios recién impresos. La cabecera de Indagateur, impresa con grandes caracteres rojos sobre cada ejemplar, aún estaba húmeda. La caricatura de un político local destacaba, dentro de la viñeta cómica, en la primera página.
-Así tendréis algo que leer durante el viaje –sonrió René-. Aunque va a estar un poquito oscuro. Y frío, me temo. Pero si os contáis algún cuento, el tiempo se os pasará más rápido. Muy bien, ¿quién se viene delante con Roger y conmigo?
Por los ojos de Aelita pasó un relámpago.
-No, gracias, yo estoy muy interesada en los cuentos –se apresuró a responder.
-¡Estupendo! – Comentó René-. Los cuentos son la parte más bonita de la vida. Entonces, ¿te vienes tú? Comprendo que la compañía de mi hermano no es de lo mejorcito, pero yo soy bastante simpático. Y en la cabina hace más calor.
-¡Con mucho gusto, gracias! –rió Yumi.
-Entonces, vamos. Los clandestinos entre los periódicos y la señorita delante. En marcha.

Al final, durante el viaje Roger le contó a su hermano que todavía no la conocía, toda la historia del revisor puntilloso. Dentro del habitáculo de la furgoneta, apretujada entre los dos hermanos, Yumi se fue encogiendo de pura vergüenza. Los limpia parabrisas hipaban y se arrastraban a tirones por el cristal, barriendo los leves copos que se posaban sobre él. Estaban incorporándose a la autopista.
-Te voy a revelar un secreto… -susurró en ese momento Roger con un tono cómplice-. ¡Mi hermano es un gran escritor de suspense!
-¿Lo dices en serio? –Yumi parecía realmente interesada.
René sacudió la cabeza, cohibido.
-Digamos que estoy trabando en ello. De todas formas, si de verdad te interesa, ¡en mi próximo libro el asesino es un tipógrafo, uno se esos que imprimen diarios!
-¿Me estás tomando el pelo? –preguntó Yumi con desconfianza.
-¡Jamás me tomaría esa libertad! Te cuento la primera escena. Una chica preciosa conoce a este tío, el tipógrafo, en un bar. Él le enseña dónde trabaja. Hay unas máquinas gigantescas, ¿sabes? Reciben a través de sus ordenadores los artículos y todos los datos, y luego se ponen en marcha con un bufido. Unos grandes rodillos empiezan a girar con fuerza monstruosa. En cierto momento la chica le dice al tipógrafo que un día le gustaría aparecer en primera página. Él le da un empujón, ¡y termina de verdad en la primera página! ¿Entiendes?
-Brrr –se estremeció Yumi.
-Puede que la señorita ya haya tenido bastantes emociones por hoy, René –comentó Roger-. Cambiando de tema, he dado con la información que me habías pedido.
-Perfecto. Escupe.
-He descubierto que existe toda una ciencia sobre las tintas simpáticas –prosiguió Roger-. Desde el clásico zumo de limón hasta complejísimos compuestos químicos. De todas formas, en los archivos de la policía he encontrado una cosita bastante interesante, justo lo que necesitabas saber para la escena final…
-¡De buten! –celebró René.
-¿Has oído hablar alguna vez del ferrocianuro potásico?
René se metió un chicle en la boca, y le pasó el paquete a Yumi.
-No. Cuéntame.
-Haces una solución de ferrocianuro al ocho por ciento, mojas en ella una pluma y escribes en un papel blanco cualquiera. El texto es absolutamente invisible, pero le pasas un pincel mojado en una solución de nitrato férrico y… ¡zasca!, ahí tienes las letras, todas y cada una, en un delicado tono azulado.
-Eres la caña, hermanito.
-Parece ser que hace unos años estuvo bastante en boga. Es sencillo de preparar, y el nitrato férrico es bastante común.
La cabeza de Yumi empezó a balancearse. El calorcito de la cabina de conducción, la conversación un poquito complicada… Y, además, ya eran altas horas de la madrugada. Casi sin darse cuenta, la muchacha cerró los ojos y se fue hundiendo en un sueño inquieto.

Al principio habían pensado que ese viaje en la zona de carga de una furgoneta iba a resultar poético. Después de un par de minutos seguía siendo poético, pero también resultaba algo incómodo. Diez minutos más tarde comprendieron que iba a ser un viaje infernal.
Las torres de periódicos ocupaban todo el espacio disponible, y, aunque los aislaban un poquito del exterior, por el portón trasero, pese a que estaba cerrado, entraba de todas formas unas corrientes de aire que les helaban los huesos. Para más inri, la tinta fresca les manchaba las manos y la ropa, y tenía un olor tan fuerte que les cortaba la respiración. Odd ya se había imprimido Indagateur en la chaqueta y los pantalones.
No había asientos. Cada bache hacía que los muchachos se sobresaltasen, y los zarandeaba de un lado a otro.
-Menudo viajecito –se quejó Odd por millonésima vez-. Y yo que esperaba echarme una cabezadita…
-Puedes darte con un canto en los dientes –Ulrich era casi invisible entre las sombras.
-Pues la verdad es que sí –coincidió Aelita-. Qué suerte que llegase el hermano de Crane: ha sido él el que ha reducido un poco la tensión.
-Lo siento –se disculpó Jeremy, también por millonésima vez.
Bache. Los muchachos perdieron el equilibrio y tiraron una columna de papel que llegaba hasta la chapa del techo. Tardaron algunos minutos en volver a colocarse en una postura humana.
-Espero que esta historia nunca salga a la luz –suspiró Ulrich.
-Por mi desde luego que no.
-Nuestro gran viaje de trabajo seguirá siendo un secreto, ¡lo juro!
-Yo también.
-Mirad –añadió Odd pasado un rato-, dormir es totalmente imposible. Sería mejor aprovechar para terminar nuestro videodiario.
-Es justo lo que estaba esperando que dijeseis… -admitió Aelita-. Tengo la sensación de que todavía hay algo que debería saber.
Jeremy forcejeó con su chaqueta y consiguió sacar la videocámara. La encendió y la pantallita azul brilló durante un momento en medio de la oscuridad. El muchacho sacudió la cabeza.
-No se va a ver nada aquí dentro. ¡No tiene infrarrojos!
-Lo importante es que me lo contéis todo, cada detalle –lo corrigió Aelita-. Bueno, ¿qué pasó después de que me devolvieseis al mundo real?

domingo, 15 de mayo de 2011

15º capítulo

                                                                     Eva Skinner
                                                    [Estados Unidos, California, 9 de enero]
Ya casi eran las doce del último día de vacaciones.
<<Vacaciones>>:
La palabra le atravesó la mente como un molesto picor.
Era un pensamiento de la otra Eva, la que estaba atrapada en una zona periférica de su cerebro.
La nueva Eva había llegado en autobús. Había permanecido en silencio durante todo el viaje, escuchando las charlas de otros pasajeros: gente que volvía del trabajo, mujeres con bolsas de la compra, jóvenes mochileros.
Cuando la mayor parte de la gente se había bajado, Eva había hecho lo mismo. Había continuado a pie mientras seguía escuchando, sin prisa. Había descubierto que Downtown Berkeley se encontraba en la estación de la Bay Area Rapid Transit, la línea de transporte más importante de la zona. Una señora había dicho que con la BART se llegaba hasta San Francisco.
Quién sabe si Francia estaba más cerca que San Francisco.
La muchedumbre fue dispersándose poco a poco. Eva ya se lo esperaba. Era lo que los hombres llamaban <<se está haciendo tarde>>. Entre las anchas calles y los edificios cuadrados de color ladrillo quedaban pocos individuos. Tendría que preguntarles a ellos.
Se levantó del banco en el que había permanecido las últimas dos horas y volvió hacia la estación de los trenes de la BART.
Le echó un ojo a un hombre con un uniforme negro y un palo colgando del cinturón. Poco antes una señora había parado a un tipo vestido de la misma manera para pedirle información, y lo había llamado agente>>.
Así que a los hombres en uniforme se les pedía información.
-Disculpe... agente...-dijo, empleando las mismas palabras que la señora.
-Dime, pequeña -respondió él con una sonrisa.
Era bastante alto, y tenía un cabello escaso y gris, un bigote muy poblado y una barriga prominente que hacía presión, hinchada, contra los botones de su uniforme.
-Disculpe... -repitió mecánicamente Eva-. Información.
-¿Cómo dices? -el agente se rascó la cabeza, perplejo-. ¿Te hacen falta indicaciones?
Eva asintió con la cabeza. La cosa no estaba yendo mal. Trató de sonreír.
-Dónde... Francia.
-¿El hotel Francia? No lo conozco. ¿Tus papás se alojan en él?
No. Esta vez no lo había comprendido.
-Dónde... Francia -repitió-. Francia... francés.
El policía puso los ojos como platos.
-¿Francia? ¿La de Europa? -se rió-. ¿Y pretendes llegar con el BART? Je, je. Ésta es una línea metropolitana, pequeña. Tendría que ir hasta San Francisco, y luego coger un avión desde allí. Aeropuerto, ¿lo entiendes? Volar. Francia está en la otra punta del mundo.
Eva asintió. Entendía <<aeropuerto>>; y sabía lo que eran los aviones. Pero se le escapaba el concepto de <<en la otra punta del mundo>>.
-¡Aeropuerto! -repitió, desplegando otra sonrisa y señalando la estación que tenía detrás.
El policía sacudió la cabeza, preocupado.
-Tú no tienes padres, ¿verdad?
-No -respondió Eva. No estaba preocupada: no tenía ni la menor idea de qué estaba hablando aquel hombre.
-¿Cómo te llamas?
.Eva.
-¿Eva qué más?
-Eva Skinner.
-¿Y estás solita, Eva Skinner?
El policía suspiró, resignado, le sonrió y la tomó de la mano.
-Mira, lo que vamos a hacer es que yo te acompaño al aeropuerto de San Francisco, y tú me enseñas dónde están tus padres. ¿De acuerdo, pequeña?
Le señaló su coche, negro y con las puertas blancas. Sobre el techo tenía un foco azul, largo y apagado.
-Gracias -respondió ella mecánicamente.
Y después se montó en él.

Durante el viaje estudió con atención cómo se manejaba aquel extraño aparato. Parecía fácil: bastaba con poner una palanca en posición de arranque, y luego con uno de los pedales se iba más rápido, y con el otro, más despacio.. El coche se movía deprisa entre decenas de otros coches. A su alrededor desfilaban viviendas y edificios bajos. El foco que llevaba encima se había encendido, e iluminaba de azul, a intervalos regulares, la oscuridad que los rodeaba.
El agente cogió un curioso artefacto, se lo llevó a la boca y le habló.
-Robertson a central. Tengo aquí a Eva Skinner, una niña de unos doce o trece años. Parece algo desubicada. Estaba sola en la estación de Downtown Berkley. La estoy acompañando a la central.
-¡Aeropuerto! -protestó Eva, tironeándole del brazo.
El agente le sonrió.
-Claro que sí, pequeña, luego te llevo. Pero es mejor que primero hagamos un par de averiguaciones, ¿no te parece?
-¿Llamo a asistencia al menor? -graznó la voz dentro de la cajita.
-Perfecto. Así lo despachamos enseguida.
Eva frunció el ceño. Las cosas no estaban saliendo como lo había previsto. Debía de llegar a Fr5ancia, y ya había perdido demasiado tiempo.
-Para.
-¿Qué? -preguntó el agente, inclinándose hacia ella.
-Para. Aquí. Bajo.
-De eso ni hablar, niña. Ahora vamos a la central, donde una señora muy amable te hará algunas preguntas y se ocupará de ti...
-¡Para! -gritó Eva.
¡Oye, oye, niñata! ¡Tranquila!  -protestó el policía, mirándola con intensidad.
Eva le rozó un brazo.
Y el automóvil frenó bruscamente.

El agente había perdido el conocimiento al instante, y ahora yacía, encogido, en el asiento trasero de su coche patrulla. Eva se puso en el asiento del conductor y cogió la cajita negra con ambas manos.
-Robertson a central -llamó. De su boca salió una voz idéntica a la del agente. Un poco ronca. Pastosa. Adulta.
-Aquí central. ¿Aún tiene problemas con esa niña?
Eva se dio la vuelta para mirar al policía desmayado que tenía detrás.
-No -respondió, y sus blanquísimos dientes fueron apareciendo detrás de una sonrisa-. Todo bien. Falsa alarma. ¿Dónde... aeropuerto?
-Agente Robertson... ¿está bromeando? Tiene que atravesar el Bay Bridge, llegar a San Francisco y seguir las indicaciones. Pero ahora traiga a esa niña a la central. Y luego váyase a dormir. Me parece que hoy ha debido hacer algún turno de más.
Indicaciones. Así que había indicaciones.
Debía seguirlas. Tal vez se desplazaban con rapidez.
Perfecto. Cortó la conversación. Luego, canturreando una cancioncilla para sus adentros, Eva pisó el pedal del acelerador.

viernes, 6 de mayo de 2011

14º capítulo.

                            Un viaje fuera de programa
                                      [Francia, Ciudad de la Torre del Hielo, 9 de enero]
En el salón de La Ermita parecía que la calma había vuelto.
Yumi y Aelita charlaban, sonrientes, mientras Ulrich estaba tan tranquilo en el sofá, tirándole a Kiwi de cuando en cuando una palomita que el perrito adentellaba en pleno vuelo.
Jeremy levantó en auricular del teléfono y les hizo un gesto a los demás para que se quedasen en silencio.
Marcó el número y esperó.
-¿Diga? -respondió después de la tercera señal una voz profunda.
-Hola, buenas tardes. Estoy buscando al señor Philippe Broulet.
-¿De parte de quién?
-Me llamo Jeremy. Ejem, Jeremy Belpois. Es un asunto de hace bastantes años. Soy un... un amigo suyo.
-Espere, que se lo paso. Pero háblele un poco fuerte, porque está algo sordo.
-¿Quién es? -jadeó por el auricular, fatigada, una nueva voz masculina que arrastraba las palabras.
-Muy buenas, yo...
-¿Eh? No lo oigo nada. Perdone, ¿quién es?
-HOLA, BUENAS.
-Ah, ahora sí que lo oigo bien. Dígame.
-SOY JEREMY BELPOIS. LLAMO DESDE LA CIUDAD DE LA TORRE DE HIERRO.
-Ah, sí. ¡Pero no grite tanto, por los santos! Me acuerdo muy bien de su ciudad: mis hermanos y yo estuvimos viviendo allí muchos años. ¡Qué de tiempo ha pasado! Nos llamaban <<los tres Broulet>>, ¡je, je! -don Philippe se estaba perdiendo en un torbellino de recuerdos.
-ESTOY BUSCANDO INFORMACIÓN SOBRE UN PROFESOR DE LA ACADEMIA KADIC, UN TAL HOPPER.
-¿Quién?
-HO-PPER. FRANZ HO-PPER.
-Yo no sé nada -dijo el anciano con un tono de voz que había cambiado de golpe, volviéndose frío, como molesto.
-PERO SE SUPONE QUE USTED HIZO UNA OBRA EN SU CASA, LA ERMITA...
-Jamás había oído ese nombre -reafirmó Broulet-. Lo lamento.
Y luego colgó.
-Qué majo -comentó Jeremy mientras miraba a sus amigos-. Pero ¿sabes lo que te digo, señor Broulet? Que si no quieres hablar por teléfono, lo haremos en tu casa, cara a cara.
-¿Qué quieres decir? ¿Adónde pretendes ir? -preguntó Ulrich, desconcertado.
Jeremy dijo el nombre de la pequeña ciudad de mar donde vivía el señor Broulet.
-Son las cinco y media -añadió-. Si cogemos el primer tren, llegaremos allí a eso de las nueve. A media noche nos volvemos en el último tren, y a las tres de la madrugada estamos aquí otra vez. Dormimos cinco horas, y mañana llegamos a la escuela tan panchos.
-¡Tú estás completamente flipado, Einstein! -replicó Ulrich, incrédulo-. ¿Puedes atravesar media Francia sólo porque un vejete te ha colgado en la cara?
-No lo entiendes -le contestó Jeremy-. ¡Él sabía algo! ¡En cuanto ha oído el nombre del padre de Aelita ha cortado la conversación!
-¡A lo mejor no le pagó! -sugirió Odd. Nadie se rió.
-Si de verdad trabajó en La Ermita, podría proporcionarnos un montón de información útil sobre esta casa.
    Yumi estaba sentada en el sofá, con un refresco en la mano. Dejó el vaso en el suelo.
-Tú mismo lo has dicho, Jeremy: si es que trabajó en La Ermita. Todo lo que sabemos es que su nombre está en unos sacos de cemento que hay en el sótano. Y en cualquier caso, se trata de un viaje larguísimo. A lo mejor podríamos posponerlo unos días.
-A mí, en cambio, me parece una idea fantástica -comentó Odd-. Estaba empezando a aburrirme.
-Creo que debería decidir Aelita. Después de todo, se trata de su casa.
La muchacha, que hasta ese momento se había mantenido apartada, se puso en pie.
-Lo que sí os puedo decir es lo que voy a hacer yo: si Jeremy va en serio, iré a hablar con ese señor Broulet. Sé que puede que para vosotros sea difícil de comprender, pero... mi padre ya no vive. Y esta casa, con sus pasadizos secretos y todo lo demás, es lo único que me sigue uniendo a él. Si existe alguien que me pueda contar algo más sobre La Ermita y me ayude a recordar, estoy dispuesta a ir hasta el fin del mundo con tal de encontrarlo...
-Y yo voy contigo -se le sumó Jeremy.
-Es inútil que te hagas el caballero andante -lo recriminó Odd, dándole un amistoso puñetazo en un hombro-: Si va Aelita, vamos todos.

Llegaron a la estación un minuto antes de que saliese el tren. Cinco chavales enfundados en ropa de abrigo en medio de una tormenta. Por suerte, no tenían que comprar los billetes: ya se había ocupado Jeremy de hacerlo por Internet.
-¡Ya vamos, ya vamos! -le gritó Odd al revisor que, arrebujado en su largo y oscuro abrigo, estaba asegurándose de que no quedase ningún rezagado en el andén.
Las puertas del tren se cerraron tras ellos un instante después de que Ulrich subiese empujando dentro a Aelita.
-¡Uau, qué lujazo! -exclamó Odd-. ¡En mi vida había ido en un Tren de Gran Velocidad!
-Agradéceselo a la tarjeta de crédito de la escuela -sonrió Jeremy.
-¿A qué te refieres?
-Bueno, verás, los billetes costaban mucho, y yo no tenía dinero suficiente para todos -explicó Jeremy mientras se encogía de hombros-. Así que me he conectado al ordenador de la academia Kadic y he sacado los datos de la tarjeta que el directo Delmas utiliza para los gatos escolares.
-Pero ¡¿pero te has vuelto loco?! -lo regañó Aelita-. ¡El dire se va a dar cuenta!
-No. He incluido el pago en el apartado <<Gastos imprevisibles de mi hija Sissi>>.
Ulrich le clavó una mirada severa.
-Jeremy, eso en mi pueblo se llama roba.
-¡Oye, que sólo lo he tomado prestado! Y tengo intención de devolver hasta el última céntimo.
Odd esbozó una media sonrisa y puso los brazos en jarras.
-¡Vaya con nuestro niño prodigio! ¡Siempre tan seriecito y formal, y va y resulta que en realidad es un pirata informático!
Aelita seguía sin sonreír.
-Eso no está ni medio bien -comentó, glacial.
-Vale, vale, a lo mejor me he equivocado -admitió Jeremy-, pero nadie se va a dar cuenta, y mañana haré que mis padres me pasen el dinero, ¿de acuerdo?
-No. Cada uno pagará lo suyo.
Se arrellanaron en sus asientos: cuatro asientos separados por una mesita central, y un quinto al otro lado del estrecho pasillo. Con el día de perros que hacía, el vagón iba desierto. Era todo suyo.
El tren aceleró, deslizándose hacia los suburbios de la ciudad en medio de un silencio alterado tan sólo por el soplido del sistema de calefacción. Al otro lado de los cristales de las ventanillas, la ciudad daba paso a un paisaje lunar en el que la nieve lo cubría todo: árboles, campos y caseríos de tejados inclinados. Y el cielo se iba hinchando, prometiendo que llegaría más nieve.
-Por lo menos estamos viajando hacia el calorcito -comentó Ulrich.
-¡Y además, tenemos tres horas de relax! ¡La ocasión ideal para una siestecita! -concluyó Odd mientras se preparaba una almohada con el chaquetón antes de repachingarse en su asiento.

El altavoz graznó el nombre de Saint-Charles, su estación de destino.
Era una enorme estructura de acero y cristal con el tejado a dos aguas. El tren entró en ella con calma, emitiendo un enorme suspiro de alivio tras haber estado corriendo por media Francia.
Odd revisó algunos apuntes que llevaba en el bolsillo.
-¿Queda lejos el sitio al que vamos?
-Rue du Four du Chapitre. Pues no mucho: serán un par de kilómetros.
La estación se encontraba en medio de una calle en pendiente. A lo lejos, sobre la cima de una colina, descollaban el campanario de Notre Dame de la Garde y la enorme cúpula que le hacía compañía. Ulrich tenía razón: el clima de la Provenza era sensiblemente más cálido que el de su ciudad, aunque desde el mar soplaba un viento fuerte y húmedo.

-Por allí, hacia Le Panier -decidió Jeremy tras consultar el mapa que se había imprimido de Internet antes de partir-, es decir, uno de los sitios de peor fama de toda la ciudad.
-¿En serio? -le preguntó Odd, alarmado por aquella noticia.
-¡No! -rió Jeremy-. O sea, lo era hace mucho tiempo. Pero ahora es una meta turística.
En efecto, en verano debía de ser un barrio bien bonito: edificios pegados unos a los otros con fachadas multicolores y callejones tan estrechos que no se podía pasar por ellos con los brazos abiertos. Pero ese noche no había ni un alma, y muchas calles estaban a oscuras. Los muchachos miraban atrás continuamente, por miedo a que alguien los estuviese siguiendo.
Arrastraron la Montée des Accoules, una escalinata <<partepiernas>> encajada entre las casas.
-Es preciosa -comentó Aelita con admiración.
-¡Sí, pero podían haberle puesto una buena escalera mecánica, narices! -se quejo Odd, jadeando, mientras escalaban hacia su meta.
-¡Vamos, vamos! -se burló de él Ulrich-. Pero ¿tú no eras ágil como un gato?
Al final de la escalada desembocaron en La Place de Lenche, que ocupaba la cima de la colina que tanto les había costado subir.
-Venga, que ya es todo cuesta abajo -los animó Jeremy-. Es por ahí, a la derecha.
Bajaron por la rue de la Cathédrale una callejuela serpenteante desde la que ya se empezaban a ver las blancas cúpulas de La Major, la catedral de la ciudad, que se reveló como una gran mole a rayas, tan imponente como delicada en cada uno de sus detalles, cuando por fin alcanzaron la esquina con la Rue du Four du Chapitre. Estaban a un tiro de piedra del mar, que rompía la oscuridad de la noche con la espuma de sus olas.
-Ya hemos llegado -anunció Jeremy mientras señalaba hacia el fondo de la callecita secundaria.
Caminaron hasta un edificio de tres plantas de un naranja apagado y con los postigos grises cerrados. En la puerta había una placa de latón: FRANÇOIS Y LAURETTE BROULET.
Y justo debajo: Philippe Broulet.

François era un hombretón de unos treinta años con la cabeza afeitada, que brillaba bajo la luz de las bombillas de la entrada.
-¿Qué queréis?
Jeremy reconoció la voz cavernosa que le había contestado al teléfono por la tarde. Se armó de valor antes de hablar.
-Nos gustaría hablar con el señor Philippe, si es que está en casa -declaró. Los he llamado por teléfono antes.
El hombre no dijo nada. Su corpulencia abarcaba todo el vano de la puerta, y no parecía tener ni la más mínima intención de invitarlos a entrar.
-Es de suma importancia para nosotros -insistió Jeremy-. Hemos hecho un largo viaje sólo para verlo.
-¿Y eso por qué debería ser de mi incumbencia?
Aelita estaba a punto de intervenir cuando una voz femenina sonó desde detrás del hombre.
-¿Quién es, amor mío?
-Cinco mocosos.
-Pues deja que entren, ¿no? Afuera hace frío. Pregúntales si han cenado.
El hombre bufó antes de volver a mirarlos, uno a uno y de arriba a abajo.
-¿Habéis cenado? -preguntó, arisco.
-Pues la verdad es que no -contestó Odd, que como de costumbre estaba con hambre.
-¡Entonces os preparo unos bocadillo! -respondió cortésmente la mujer desde dentro.
A regañadientes, François se apartó de la puerta y los dejó pasar.

Les hicieron sentarse en un comedor pequeño pero acogedor. La mesa todavía estaba puesta, y un delicioso olor a asado desencadenó el apetito de los muchachos.
Cuando Laurette llegó por fin con los bocadillos, los cinco pequeños huéspedes tomaron literalmente el asalto a la bandeja.
-¡Están riquísimos, señora, un millón de gracias! -masculló Odd, que se estaba ahogando con una loncha de jamón.
La mujer sonrió con indulgencia.
-¡De nada, chicos, de nada! -dijo mientras se sentaba en la mesa con ellos, a verlos comer.
-Pero contadme: ¿qué hacéis dando vueltas a estas horas? ¿Venís vosotros solos, u os a acompañado alguien?
Yumi pensó que sería mejor mentir, para no levantar demasiadas sospechas.
-Uno de nuestros profesores -atajó-. Hoy es el último día de vacaciones, y queríamos aprovechar para charlar con don Philippe. Es muy importante. Tenemos la esperanza de que pueda ayudarnos a localizar a una persona.
-A un pariente de Aelita -añadió Jeremy, señalando a su amiga-. Si es tan amable, ¿podría ir a avisarlo?
-Estoy aquí -contestó una voz desde detrás de ellos.
Philippe Broulet era un hombre de unos sesenta años, tan corpulento como su hijo, pero con los músculos menos tonificados. Tenía unas grandes y callosas manos de obrero.
-Papá, estos chavalines te están buscando -declaró François.
-Los mismos de la llamada de hoy, supongo. Hopper y compañía -el señor Broulet se sentó y apoyó los codos sobre la mesa-. Me estaba oliendo que no me iba a librar fácilmente de vosotros -suspiró.
-Es que es importante de verdad. Créame, señor Broulet.
Philippe escrutó a los muchachos un largo rato. Después, su mirada se detuvo sobre Aelita.
-Recuerdo que el profesor Hopper tenía una hija. Era tu vivo retrato. Aunque hoy por hoy debería tener... bueno, por lo menos el doble de tu edad.
-Y, de hecho, Aelita es sobrina del profesor -intervino, al quite, Jeremy-. Es la hija de su... eeeeeeh, ¡hermana!
Los demás lo miraron, tensos, pero ninguno dijo nada. Cuando Jeremy empezaba con una de sus trolas, no resultaba fácil prever adonde podía ir a parar.
-Sí, podría ser -farfulló el hombre-. Los mismo ojos, el mismo pelo. François, tráeme algo de beber. Una quina, si puede ser.
-¿Por qué me ha colgado antes en cuanto le he mencionado el nombre de Hopper? -le preguntó Jeremy a bocajarro.

-Porque... Aj, de acuerdo, ha pasado ya tanto tiempo...
Philippe tomó el vaso de las manos de su hijo, saboreó un sorbo del licor y comenzó su historia.
-No me acuerdo del año exacto. Por aquel entonces aún trabajaba con mis hermanos en el norte, en nuestra propia empresa, En realidad los negocios no nos iban muy bien. Pero un día un fulano se puso en contacto con nosotros por un trabajo muy importante: la reforma de un fábrica.
-¿Una fábrica en una isla? -preguntó Yumi.
Philippe asintió con la cabeza.
-El trabajo estaba bien pagado... incluso de más. A cambio, aquel hombre nos obligó a guardar el secreto más absoluto sobre las obras. El gobierno estaba en el ajo, ¿entendéis? O por lo menos era lo que él nos había contado. Nunca me reveló su nombre, y la empresa que nos pagaba las facturas no existía: lo comprobé en la Cámara de Comercio. Pero el dinero nos llegaba puntual y en abundancia, u nosotros no estábamos en condiciones de rechazarlo.
El hombretón le dio otro sorbo a su licor. Su mirada parecía estar clavada en un punto muy lejano. Después siguió hablando.
-Teníamos que ir al tajo con los ojos vendados, ¡en unas furgonetas con los cristales tintados, como en las películas! Y cuando estábamos ahí dentro no podíamos salir de la sala que nos habían asignado. Ninguno de nosotros llegó a entender nunca cómo era realmente aquella fábrica, ni qué estábamos montando exactamente. Recuerdo que había un ascensor, salas preparadas para... algún tipo de diablura electrónica, me parece. De todas formas...
Otra pausa.
-... al año siguiente, el mismo tipo nos llamó, y nos presentó a Franz Hopper. Un tío serio, pero simpático. Tenía una niña que... leñe, me parece que ella también se llamaba precisamente Aelita...
El aire del comedor pareció congelarse.
-¡Querrá decir Eloita! -intervino oportunamente Aelita-. Mi prima Eloita.
-Eloita... Sí, podría ser. De todas formas Hopper se había mudado a la ciudad para ir a trabajar a una escuela que había allí cerca, una especie de internado, y quería que reformásemos un antiguo chalé que tenía un nombre raro.
-¿La Ermita?
-Sí, eso, muy bien. Las condiciones de costumbre: dinero a espuertas y la boca cerrada. Terminamos la obra, Hopper se quedó tan contento, y al final el hombre misterioso nos pagó. Fin de la historia.
-Pero ¿que dice? -protestó Odd.
-Señor Philippe, sea sincero -los pinchó Ulrich con una sonrisa de complicidad-. No se trató de una simple reforma, ¿verdad? Hemos visto el pasadizo secreto que conecta La Ermita con la fábrica...
El anciano se encogió de hombros, irritado.
-Prometí que no hablaría de ello.
-¡Pero es importante!
Di mi palabra. El gobierno estaba de por medio. Y aunque no fuese el gobierno, se trataba de todas formas de alguien peligroso. No quería tener problemas en aquel entonces, así que imaginaos si los quiero tener ahora.
Aelita se puso en pie, acercándose a los muebles de la cocina.
-Pero ahora mi... tío está muerto. Y a mí ya no me queda nada suyo -dijo con un hilo de voz.
-¿Y yo que puedo hacer?
-Yo creo -se entrometió Jeremy-, es decir, nosotros creemos que usted podría ayudarnos a descubrir algo más acerca del profesor.
Laurette, que se había retirado junto con François a lavar los platos y poner orden, sonrió.
-¡Venga, Philippe! ¿Será posible que no tengas nada que decirles? Son sólo unos chiquillos, ¿qué te van a hacer?
El señor Broulet suspiró. Y al final se rindió.
-Vale, de acuerdo. Tienes razón tú, Laurette. Pero a cambio quiero otro poquito de quina -luego volvió a dirigirse a los muchachos, y reanudó su historia-. En realidad hay sólo una última cosa que puedo deciros sin faltar a mi palabra. Hopper volvió a mi oficina algún tiempo después, y esta vez el hombre sin nombre no estaba con él. Habrás pasado ya diez años, pero lo recuerdo bien. Hopper me pidió un favor personal: tenía que volver a La Ermita y tapiar una pequeña sección de la casa de tal forma que desde fuera resultase invisible. Le dije que era un trabajo inútil, porque cualquiera podría comprobar siempre los planos del catastro. Me contestó que de ese problema se ocuparía él. Parecía bastante asustado. Se ofreció a pagarme. No tan bien como el otro, claro, aunque era una suma más que honrada. Y yo acepté.
-¿Construyó una habitación secreta en La Ermita? -repitió, incrédulo, Jeremy.
-Quñe chulada -susurró Odd.
-Pero ¿por qué? ¿Para qué la necesitaba? -preguntó Yumi con escepticismo.
Philippe Broulet entornó los ojos, como si tratase de capturar una imagen lejana y consumida por el tiempo.
-La última vez que vi a Franz Hopper era verano. Estaba muy delgado, como consumido por el trabajo. Siempre he sospechado que era algo más que un simple profesor, como seguía diciéndome él. Había pasado por su casa a cobrar y recoger unos bártulos que me había dejado por ahí. Me rogó que me fuese enseguida, que andaba con prisas. Pero antes de despedirme de él, yo también le hice la misma pregunta. <<Profesor>>, le solté, <<¿me puede contar para qué necesita una habitación en la que nadie puede entrar>>. Él sonrió, todo misterioso, y me respondió sólo: <<Para protegerla. Y, además, le he dejado el mapa a la persona adecuada>>.
Todos se volvieron instintivamente en dirección a Aelita.
-Y ahora mi historia se ha acabado de verdad de la buena, jovencitos.

Ninguno tenía ganas de quedarse en aquella ciudad. Acababan de hacer un descubrimiento demasiado candente: ¡en La Ermita había una habitación secreta!
Y un mapa entregado a la persona adecuada.
Que probablemente era la misma persona que ya no se acordaba de dónde estaba.
-¿A la estación? -propuso Jeremy en cuanto la puerta de la casa de los Broulet se cerró tras ellos.
-Tú primero -asintió inmediatamente Ulrich.
Volvieron a recorrer, en sentido contrario, las calles desiertas, casi, casi echando a correr. Aelita seguía a la comitiva, siempre un par de pasos por detrás. Quería estar un rato a solas, y los muchachos no la importunaron.
Llegaron a la estación de Saint-Charles pocos minutos antes de las once.
-¡Vamos! -los exhortó Jeremy-. Si cogemos el tren que sale ahora, llegaremos a casa a las dos en vez de a las tres: ¡una hora más para buscar la habitación!
El TGV ya estaba en el andén, bajo la bóveda de cristal, iluminada como si fuese de día. Sus motores estaban ya encendidos, y las voz que salía de los altavoces invitaba a los pasajeros a subir a bordo.
Los muchachos echaron a correr a toda velocidad hacia la larga serpiente metálica. Saltaron adentro, las puertas se cerraron con un sonoro ding dong y el tren empezó a moverse para llevarlos de regreso a casa.
-Ya van dos veces que lo pillamos por un pelo -sentención Odd.
-Oh, oh -murmuró Jeremy-. Hay un problemilla.
-¿Cuál?
-Pues que no hemos cambiado la reserva. Nuestros billetes eran para el tren de las doce, no para éste.
-¿Tienes miedo de que nos pongan una multa? -preguntó Ulrich entre risas.
-No, pero no tenemos los asientos reservados-
Yumi se asomó al interior del vagón: estaba desierto.
-Parece que somos lo únicos que han cogido el tren esta noche. Sentémonos aquí. Si luego viene alguien, nos cambiamos de vagón, y listo.

miércoles, 4 de mayo de 2011

13º capítulo.

                                        Eva Skinner
                                             [Estados Unidos, California, 9 de enero]
-¿Te encuentras bien? -preguntó amablemente una voz de mujer-. Abre los ojos.
-Nos has tenido preocupadas -se le sumó la de una muchacha.
Eva Skinner se encontraba en la enfermería de la escuela, y ante ella tenía el rostro aprensivo de la doctora Johan y el de su amiga Susy.
Eba abrió la boca para hablar, pero no lo consiguió.
Algo dentro de ella trataba de manipularla como si fuera una marioneta. Algo que se había metido en el concierto en su mente. X.A.N.A. daba las órdenes, una por una:  abrir la boca, mover la lengua, hablar.
Era muy complicado.
La doctora Johan sonrió.
-Te has puesto mal durante el concierto -le susurró dulcemente.
<<¿Mal>>, pensó X.A.N.A. Nunca había estado tan bien. Estaba estupendamente. Sólo tenía que acostumbrarse a ese cuerpo. Y descansar de las dificultades de aquel largo viaje: había un fragmento digital en el fondo del mar, un virus en la red informática, un MMS de un móvil y, finalmente, un videoclip en un concierto. Y todo para encontrar a la persona adecuada.
Eva Skinner.
-De todas formas, no es nada grave. Dentro de poco tus padres vendrán a recogerte para llevarte a casa.
Eva volvió a intentar hablar. No lo logró. Le suponía un esfuerzo terrible.
-Dejémosla tranquila -le dijo la doctora a Susy-. Tiene que descansar.
La chiquilla miró a Eva con un gesto de reproche.
-Más te vale ponerte buena; por venir aquí me he perdido todo el final del concierto.
Eva se encontró solo en  la habitación. Para X.A.N.A. era el mejor momento para familiarizarse con su nuevo cuerpo.
Debía aprender a moverse y hablar.
Los ojos sí que conseguía controlarlos. Derecha, izquierda, arriba, abajo. Desplazó la mirada desde el borde del cabezero de la cama hasta el larguísimo techo, que tenía un fluorescente en el centro, y luego hacia la puerta, a la ventana.
Ahora debía ocuparse del resto del cuerpo.
Se concentró y trató de mover un dedo. El índice de la mano derecha: no había manera.
<<Mueve... el... dedo. Vamos, mueve el dedo. Por favor, el dedo... ¡Maldita sea!>>.
La mano derecha se transformó de golpe en un puño. Rabia. Ése era el truco: hacerlo sin preguntarse cómo.
Eva abrió la boca. <<Eeeeeeeeeeh>> fue su primera palabra.
Había sido sólo un gemido confuso y ahogado, pero era un comienzo.
Luego movió todos los dedos de los pies y las manos. Cuando consiguió levantar la sábana comprendió que iba por buen camino.
Se puso en pie, y acabó de bruces en el suelo. El dolor le recorrió todo el cuerpo como un latigazo. Estúpidos y débiles humanos. De algún modo logró ponerse a cuatro patas. Se levantó. Volvió a intentarlo. Cayó. Pero en esta ocasión las manos estaban listas para amortiguar el golpe.
Otra vez. En pie. Dos pasos seguidos antes de caer. Otra vez.
Media hora más tarde conseguía caminar por toda la habitación.
Llegó hasta la ventana y la abrió de par en par. La enfermaría estaba en el tercer piso, y daba a una calle poco transitada por la que una vieja camioneta estaba pasando en ese momento, vomitando un humo negro por el tubo de escape. Al fondo de la calle había una señora vestida con un chándal rosa, corriendo y tirando de la correa de un perro-patada.
Eva consideró por un momento la posibilidad de tirarse por la ventana. Decidió no hacerlo, para no arriesgarse a romperse un hueso. No podía permitirselo.
Había un canalón que se extendía a medio metro de la ventana. Bajar trepando por él no debía de ser una hazaña imposible.
Se encaramó al alféizar y se aferró al canalón, que soltó un gemido metálico. Empezó a descender con rapidez, vestida tan sólo con aquel camisón de hospital, descalza y totalmente concentrada en los movimientos que tenía que llevar a cabo: mano, pie, mano, pie... Cuando ya casi había llegado al suelo se dejó caer, y aterrizó con la espalda, de mala manera, sobre el asfalto, recibiendo otra descarga de dolor. Pero bueno, ¿cómo podía ser tan frágil ese cuerpo?
-¿Te has hecho daño, querida -le preguntó la señora del perro, precipitándose en dirección a ella.
La mujer tenía el pelo pajizo, y lo llevaba recogido en una cola de caballo. Unas gafas de sol le tapaban casi por completo la cara. De las orejas le salían dos cables blancos.
-¿Te encuentras mal, chiquitina? -dijo al tiempo que se quitaba uno se los auriculares-. ¿Por qué andas medio desnuda? ¡Si ni siquiera llevas zapatos! Espera, que aviso a alguien...
Los seres humanos cambiaban a menudo de vestimenta, y era probable que lo que llevaba puesto Eva no fuese lo adecuado. Pensó qué era lo que había que hacer. Luego se levantó y se acercó a la señora.
  Más o menos diez minutos después, Eva iba paseando tranquilamente con su chándal rosa demasiado grande, con la chaqueta y los pantalones arremangados para que no le estorbasen.
A poca distancia, en una esquina de la calle, un perrillo ladraba desesperadamente.

lunes, 2 de mayo de 2011

12º capítulo.

                          El misterio de los contructores
                                       [Francia, Ciudad de la Torre de Hierro, 9 de enero]
La partida de escondite había naufragado miserablemente.
Odd se acababa de poner a buscar a los demás cuando Jeremy y Aelita reaparecieron en el desván, saliendo de repente del pasadizo secreto, y le habían gritado que parase. Después, los tres habían bajado a buscar a Ulrich y Yumi, y se los habían encontrado en el salón, sentados en el sofá, callados como muertos. Debía de haber pasado algo, porque la muchacha parecía furibunda y Ulrich la observaba con temor, como un domador inexperto ante un tigre sin domesticar.
-A Aelita se le ha ocurrido una idea -les anunció Jeremy a los demás-. En en sótano han quedado algunos sacos de cemento comprados a una empresa constructora de la ciudad.
-¿Y bien? -preguntó Ulrich.
-Estábamos pensando en acercarnos a la dirección que está escrita en los sacos y preguntar si alguien de ahí ha trabajado alguna vez en La Ermita.
-¿En domingo? -intervino Yumi.
-Hoy somos libres de hacer lo que queramos. Mañana empiezan las clases.
-¿Sabes cuántos años deben de tener esos sacos de cemento, Einstein? Mínimo diez.
-Era sólo una idea.
-¿Tan importante es? -dijo Ulrich mientras se refregaban el pelo mojado por la nieve con una toalla.
-Jeremy me ha contado lo de los pasadizos secretos -explicó Aelita-. Tal vez hay alguien de entre los que trabajaron en ellos que pueda darnos algo de información que todavía no conocemos. A lo mejor alguno de ellos se acuerda de mi padre...
La miraron en silencio.
Fue Yumi la primera que expresó el pensamiento de todos.
-En el fondo, probar no nos cuesta nada -comentó.
-Pero no tiene mucho sentido que vayamos todos juntos -objetó Odd-. ¡Alguien tiene que quedarse aquí para preparar la merienda!
-¡No me lo creo! ¿Cómo puede ser que siempre tengas hambre? -exclamó Jeremy.
-Odd tiene razón. Tampoco es cuestión de que vayamos todos. Yo, por ejemplo, preferiría quedarme aquí para aclara un par de cosillas con... -Yumi señaló a Ulrich haciendo un gesto con la cabeza.
-¡Quitadme de encima las patas de este chucho! -siseó Ulrich en medio del silencio que habían dejado en el aire las palabras de Yumi-. O lo estrangulo con la toalla.

Nevaba despacio. Sobre la ropa de los transeúntes que se posaban livianas agujas de hielo que dibujaban blancas figuras irregulares.
Odd estornudó.
-¡No pillo por que al final nos ha tocado a ti y a mí!
-Claro que no lo entiendes. Ulrich y Yumi tienen que hacer las paces, pero jamás habrían aceptado quedarse a solas en La Ermita. Por eso Aelita está con ellos.
-¡Pero podía haberme quedado yo! ¡Les obligaba a hacer las paces en un nanosegundo!
-¡O a lo mejor los habrías convencido de que se dejasen de formalidades y pasasen directamente al Kung-fu -concluyó Jeremy con una risita
No tenía ni idea de qué les había pasado a esos dos, pero estaba dispuesto a apostarse lo que fuese a que William Dunbar tenía algo que ver con ello. Además, cuando Ulrich y Yumi se peleaban, de un modo u otro él siempre andaba de por medio.
El cielo gris empezó a oscurecerse lentamente, y la noche se abrió paso entre los edificios y las calles de la ciudad.
-¿Qué estamos buscando exactamente? -preguntó Odd después de un rato.
-Rue de Tivoli, 117 -le recordó Jeremy-. Es la dirección de una constructora que se llama Broulet et Frères. Si de verdad trabajaron en La Ermita, y alguien se acuerda todavía de Hopper, podrían proporcionarnos un montón de información.
-¿Cuánto tiempo ha pasado desde cuando se supone que trabajaron en el chalé?
-Once años, como poco. Puede que algo más.
-Mmm... -musitó Odd-. Me da que nos estamos pillando una pulmonía para nada.
Los muchachos atravesaron la Place de la Révolution, un cuadrado de baldosas oscuras rodeado de tiendecitas repletas de luces de Navidad. Acortaron por la Rue de Provence y adelantaron a un puñado de personas arrebujadas en sus anoraks, a la espera de un autobús que no pasaba nunca.
-La Rue de Trivoli debería ser la segunda o la tercera a la izquierda.
Era una anónima calle de oficinas. A medida que avanzaban por ella, los edificios elegantes dejaron paso a otros más pobres y maltrechos que se alternaban con almacenes tristes.
-¡Estamos sólo en el número dos! -dijo Odd mientras señalaba el portal del primer edificio-. Buf, nos espera una buena caminata.
En realidad fue un auténtico vía crucis, con el viento abofeteándoles las mejillas y metiéndoles en los ojos los copos de nieve, cada vez más abundantes. Las aceras eran placas de hielo, y los muchachos empezaron a caminar por el centro de la calle, que algún quitanieves había sembrado de sal, transformando así el asfalto en una papilla densa y fangosa.
Su meta era un edificio viejo y zarrapastroso, tal vez el peor parado en toda la calle. Su fachada, que en otros tiempos debía de haber sido de un bonito color verde aceituna, era ya casi gris, y la nieve se le pegaba como si fuese un papel matamoscas. La puerta era una simple estructura de latón que enmarcaba dos vidrieras oscuras y cochambrosas. El portero automático tenía doce timbres, en ninguno de los cuales había ni un solo nombre.
-Bueno, bueno, bueno, Einstein -dijo Odd-. Aquí hace más de un siglo que ya no vive ni Dios.
-Probemos llamando al azar. ¿O quieres que nos demos media vuelta y nos volvamos a patear todo el camino?
Le echaron un vistazo a la Rue de Provence. Suspiraron, y luego les dieron un par de manotazos a todos los botones a la vez. Esperaron.
-Quién sabe si este chisme aún funciona -refunfuñó Jeremy, pulsando otra vez con fuerza algunos timbres a tontas y locas.
De repente, una voz aguda atravesó las vidrieras.
-¡Ya voy, ya voy! Hay que ver qué prisas. Al fin y al cabo, hoy es festivo, ¿saben?
Una llave giró dentro de la cerradura, y la puerta se estremeció, aunque sin llegar a abrirse. Entonces, Odd agarró uno de los picaportes, pegó un tirón y se encontró con una viejecilla entre los brazos.
Era bajita y muy delgada, igual que una niña. La piel de su cara, tirante sobre las mejillas, era casi transparente, y sus pequeños ojos hacían que su mirada pareciese amable y cansada.
-¡Oh, vaya! -exclamó la ancianita, soltándose mansamente del abrazo de Odd-. ¡Así que tenéis prisa de verdad!
-Sí, señora... -le respondió Jeremy, un tanto abochornado-. Estábamos buscando a alguien de la constructora Broulet et Frères. ¿Es ésta la dirección correcta?
La vieja sonrió.
-¿No eres algo joven para dedicarte a la construcción? De todas formas, sí, estáis en la dirección correcta. Pasad, pasad. Aquí fuera hace demasiado frío para hablar.
-Sí, pero ¿estás aquí el señor Broulet?
Ella no respondió. Se limitó a invitarlos a que entraran.
-Acabo de preparar un té.
Jeremy y Odd se consultaron con una mirada fugaz.
La idea del té no estaba mal.

La señora Marie Lemoine vivía en un apartamento del bajo del edificio, con unos pocos muebles que habían conocido tiempos mejores, una prehistórica tele en blanco y negro y una radio del tamaño de un aparador que graznaba canciones de hacía un siglo.
Sirvió el té en unas tazas de cerámica desparejadas, junto con un plato lleno de galletas de dudoso aspecto. Odd se metió una en la boca, y Jeremy observó cómo su amigo abría los ojos de par en par y se esforzaba por masticar. Decidió no probarlas.
-Lo mismo ya están un pelín pasadas -admitió la anciana-. Porque hace mucho que no recibo visitas, ¿sabéis?
  Jeremy pensó que había llegado el momento de explicarle el motivo de su visita.
-Como ya he mencionado antes, señora Lemoine, estamos buscando al señor Broulet.
-De la empresa Broulet et Freres -añadió la mujer-. Hace ya mucho tiempo que no vive aquí.
-¿Recuerda algo de él?
Marie miró fijamente a Jeremy con aire severo.
-Para tu información, jovencito, he sido la portera de este inmueble durante casi veinte años, y tengo una memoria de elefante. ¡Por su puesto que me acuerdo de Philippe, Jean-Jacques y Jean-Pierre Broulet! Tuvieron una oficina aquí, en el primer piso, durante diez años, antes de que... ¿Otra galletita?
Con una agilidad insospechable, la ancianita cogió una del plato y la lanzó directamente dentro de la boca de Odd, que se puso como un tomate y empezó a toser con fuerza.
-Como os iba diciendo -prosiguió Marie Lemoine-, estuvieron aquí sus buenos diez años, hasta que Jean-Pierre y Jean-Jacques murieron. Un accidente en el trabajo, por desgracia. Corinne, la chica que les echaba una mano con la contabilidad, me contó que los dos hermanos estaban trabajando en un andamio. No tenían muchos obreros, porque era una empresa pequeña. Bueno, la cosa es que el andamio se vino abajo. Philippe era el más joven, un tipo siempre alegre. En cuestión de seis meses ya había vendido la empresa y le había alquilado la oficina al señor Gaston, que, por cierto, era de todo menos un caballero. Fijaos que en una ocasión...
-¿Y Philippe? ¿Qué fue de él? -intervino Jeremy.
Marie parecía un poco molesta por la interrupción, pero no tardó en contestarle.
-Se fue a una ciudad del sur. Dijo que ya no podía vivir aquí.
-¿En qué año pasó todo eso?
Marie paladeó su té con toda tranquilidad, disfrutando de la atención que le estaban prestando. Daba la impresión de estar haciendo tiempo para no estropear el suspense.
-Sois dos chiquillos de lo más raro. Os venís aquí un domingo por la tarde, ¡y os ponéis a hacerme un interrogatorio sobre cosas que pasaron hace más de diez años! De todas maneras, fue en el... a ver... ¿cuándo murió Philippe? -se giró hacia Odd-. Tú por lo menos eres un jovencito sonriente, con un buen apetito. ¿Seguro que no quieres otra galleta?
Odd permaneció inmóvil y con los labios sellados por miedo a encontrarse con otra de esas piedras empotradas en la garganta.
Jeremy decidió socorrer a su amigo.
-Señora Lemoine -dijo en el tono más educado que consiguió poner-, disculpe que se lo pregunte, pero ¿le dejó Philippe, por casualidad, cómo ponerse en contacto con él? Algo como, no sé, ¿un número de teléfono?
   -¡Pues claro! Teléfono y dirección, por lo de los pagos pendientes y el resto de los trámites que despachar. Llevar una empresa es un asunto complicado, ¿sabéis?, hay montones de burocracia. Provedores alos que pagar, contratos por cerrar...
-¿Y usted aún conserva esa dirección?
-¿Para que la queréis?
Jeremy se mordió el labio inferior mientras elucubraba a toda prisa una excusa que sonase convincente.
-Mi amigo -dijo mientras señalaba a Odd- es el nieto del señor Broulet y jamás a visto a su abuelo.
Al oír aquellas palabras, la viejecita se puso de pie encima de su silla para estampar un beso brusco y arrugado en la mejilla de Odd.
-¡El nieto de Philippe! No sabía que tuviese hijos... Pero ¡claro que sí, tienes que ser tú! ¡Tienes sus mismos ojos! ¿Y cómo es eso de que aún no has conocido a tu abuelo, hijito?
-Es... bueno... -siguió improvisando Jeremy-. ¡Una historia muy triste, señora! La hija de Philippe, la madre de mi amigo, tuvo que mudarse a París, y por desgracia perdió la memoria, Pero nos contó que hace mucho tiempo...
-¿Dices que os contó? Pero ¿no había perdido la memoria?
Jeremy se estaba liando, así que Odd trató de sacarlo del apuro.
-¿Podría tomar un poco más de té, señora? -preguntó con aire inocente-. Le agradezco que sea tan amable -añadió de inmediato-. Siempre a sido mi sueño, ¿sabe? Reunir a la familia, quiero decir...
Marie Lemoine se derritió en una sonrisa, y pareció olvidarse de golpe de cualquier tipo de duda.
-Claro, claro. Pobrecito mío. Ahora mismo voy a buscarte la dirección de tu abuelito. Ahí, en el salón, tengo un archivo con todos los teléfonos del edificio, y por algún lado...
La ancianita se metió chancleteando en la habitación contigua y volvió unos minutos después con un papelito totalmente arrugado en la mano.
-¡Aquí está! Ya no vive en la ciudad, pero lo podéis encontrar en...
Le tendió el trocito de papel a Odd.

Cuando se encontraron de nuevo al aire libre, en medio de la nieve, Jeremy miró a Odd con una expresión divertida.
-Dime la verdad: ¿taaan horribles eran realmente esas galletas?
-Quita, quita, no puedes ni imaginártelo.
Jeremy se partió de risa.

domingo, 1 de mayo de 2011

11º capítulo.

                                             Eva Skinner
                                                   [Estados Unidos, California, 9 de enero]
Se sentía bien. Se sentía vivo.
Y pese a que había perdido un tiempo precioso encontrando a la persona adecuada, había valido la pena... Ella era perfecta. Y no aquel chiquillo de Massachusetts. Ni tampoco la joven del avión privado.
Eva.
Ella era la que le hacía falta.
Era ella, la elegida.


El tipo de la seguridad era un armario de dos por dos con una camiseta oscura tensa como la piel de un tambor sobre sus músculos de culturista. Escaneó a la muchacha con una mirada hostil. Luego descubrió la identificación en la que ponía FAN CLUB y le hizo una señal con la cabeza para que pasara.
-Por aquí -le dijo con un tono arisco.
Eva Skinner pasó la valla metálica seguida de Susy, Jennifer y las otras cinco muchachas del comité directivo. Faltaba bien poco para que empezase.
A su derecha los los alumnos del Meredith Logan se apelotonaban contra las vallas. A la izquierda estaba el escenario, separado del público tan sólo por un bajo parapeto y un escueto trecho de césped.
La batería ocupaba por sí sola más de la mitad del espacio, con sus buenos cinco bombos y una cantidad indeterminada de cajas, platos, tambores, charles y toms de piso. Había bongós y tambores tribales para las baladas, e incluso un largo soporte en el que estaban colocadas todas las guitarras que Freno iba a usar a lo largo del concierto.
Los teclados de Bumba, montados sobre muelles para que pudiesen moverse al ritmo de la música, estaban flanqueados por los ordenadores de los efectos especiales. Y entre todo aquello se divisaban los micrófonos de Gardenia y el bajo de Mistik, colocado en un caballete en el centro del escenario.
-Alucinante -murmuró Susy con los ojos como platos.
-Flipante -la imitó Jennifer.
Eva, sin embargo, no dijo nada. Observaba cómo los técnicos terminaban de conectar los últimos cables. La pantalla gigante estaba mostrando un bucle con el vídeo de la gira mundial.
Las muchachas se encontraban en una posición fantástica: serían la primeras en ver a Gardenia cuando subiese al escenario. <<¡Disfrutad de la vida, peña!>>, gritaría ella.
Y después: <<¡Somos los Ceb Digital!>>
Todos los focos se encendieron de golpe, y de la masa de muchachos apelotonados contra las vallas se elevó un rugido.
-¡Ceb-Dig!, ¡Ceb-Dig!, ¡Ceb-Dig!
La desilusión fue enorme cuando vieron que la que se abría paso entre los instrumentos musicales no era Gardenia, sino la profesora Hanna Jeffrey Logan, directora del instituto, además de bisbisbisnieta de la Meredith que lo había fundado.
-Este evento -empezó a decir la directora en medio del silencio que le había dado la bienvenida- que despierta tanto entusiasmo en vosotros es en realidad un momento educativo de gran importancia para nuestra institución... La música es fundamental para la formación de las mentes jóvenes... Un concierto que hará eco en todo el país...
Después de cinco minutos de aquel rollo, los muchachos ya no aguantaron más. Los coros volvieron a empezar con más ímpetu que antes, entreverados en esta ocasión con gritos aislados del tipo <<¡Vale ya de cháchara!>> o <<¡Queremos a Gardenia!>>
El nombre de Gardenia empezó a correr de boca en boca, hasta que se convirtió en un bramido ensordecedor. Al final la directora se encogió de hombros.
-Estoy segura de que me habéis entendido -concluyó-. Disfrutad tranquilamente y sin haceros daños, de este momento. Doy paso a los famosos Ceb Nominal...
-¡¡Ceb Digital!! -aulló la muchedumbre que tenía delante tan fuerte que la despeinó.
-Sí, sí, de acuerdo, como digáis. Buenas tardes.
Dio marcha atrás a toda velocidad, y las luces del escenario se apagaron.
-Ya está aquí -susurró Eva, ansiosa-. Están empezando.
Don don don don...
El sonido del bajo de Mistik empezó a expandirse por el aire, machacando todo el rato la misma nota, y el entusiasmo de los muchachos se subió por las paredes. Los gorilas del servicio de seguridad tuvieron que apoyar todo su peso contra las vallas para evitar que se viniesen abajo.
La guitarra de Freno empezó con su solo. El escenario seguía vacío.
-Después, una voz femenina y limpia silabeó <<Dis-fru-tad-de...>>
-¡... LA VIDA, PEÑA! -respondió el público a coro.
-Sí, eso mismo -era casi un murmullo, pero desprendía una energía extraordinaria, de tan contenida como estaba-. Hoy, en el Meredith Logan Junior High School de ¡BERKELEY, CALIFORNIA...!
La voz se había levantado por un instante, pero enseguida volvió a convertirse en un susurro.
-Nos ha presentado vuestra amabilísima directora, chicos... Pero, ¿cómo podéis soportar a una tía así? Qué suerte tenemos nosotros de no seguir yendo al cole.
Gritos, risas.
-Estamos aquí por vosotros. Para que os divirtáis. Somos los...
-¡¡Ceb Digital!!
Los focos se encendieron, y los músicos entraron en el escenario corriendo.
A continuación hubo una explosión de música, saltos y gritos, y Eva ya no entendió nada, aparte de que era totalmente feliz.
Después de una hora y veinte minutos de concierto, había gritado hasta quedarse sin voz. Cuando Freno arrancó con el solo de guitarra a todo volumen, la adrenalina le hizo un nudo en la garganta con tal violencia que creyó que se iba a desmallar.
-Damas y caballeros -anunció Gardenia desde el escenario., tenemos el orgullo de haceros escuchar ahora nuestro último single. Se llama...
-¡¡Luv Luv Punka!! -contestó el público por ella,
La guitarra aumentó de intesidad mientras el resto de los instrumentos se añadía uno por uno y en el escenario la pantalla centelleaba con las imágenes del videoclip. Un chiquillo se despertaba en una habitación desordenada, tomaba el desayuno...
-Life is something weird-a, boring-a, laid-a, that's my shout 'coz l...
-¡¡Luv Luv Punka!!
Gardenia iba vestida de mujer de la limpieza. Caminaba por la calle, veía huir al muchachito, lo cogía de la mano. En un callejón lluvioso, Freno tocaba la guitarra tirado entre los contenedores de basura. Zoom sobre la escalera de incendios del edificio, y ahí estaba Bumba, al teclado.
-... so wanna say that l...
-!!Luv Luv Punka!!
Gardenia recogía una rosa del suelo, ésta adquiría nueva vida , su tallo se estiraba hasta el suelo y hundía sus raíces en él, se convertía en una planta robusta que levantaba a Gardenia y al chavalín hacia el cielo. Su corola se abría en un remolino de colores. Luego, por un instante, sus pétalos cambiaron de forma.
Se transformaron en dos círculos concéntricos. Dibujaron un ojo.
Algo que Eva ya había visto.
Sucedió tan rápido que nadie del público le prestó atención. Pero aquella imagen se grabó en el cerebro de Eva Skinner.
Y a su alrededor todo se volvió negro.