Líos con la policía
[Centro de Francia, 10 de enero]
-Billetes, por favor.
El revisor era un señor alto y severo con unos pómulos prominentes que tensaban su piel lustrosa y el cuello estirado hacia delante. En su uniforme, perfectamente planchado, llevaba prendida una tarjeta de indentificación que decía: <<Señor Jules Tatillón>>.
Jeremy se sacó el móvil del bolsillo y le recitó al hombre el código de la reserva.
-Habíamos hecho una reserva -empezó a explicar luego- para el tren siguiente, pero hemos llegado antes a la estación y hemos decidido subir a éste. ¿Sería posible hacer un cambio?
-Por supuesto.
-El señor Tatillón comprobó los datos de su PDA. De pronto alzó la cabeza.
-¿Me equivoco, o ustedes son menores? -preguntó, frío e impersonal.
Jeremy asintió con un movimiento titubeante de la cabeza.
-Es que, verán -prosiguió el revisor-, es muy extraño: los billetes han sido reservados a nombre del señor Jean-Pierre Delmas. ¿Se trata de alguno de ustedes?
-Ejem, en realidad no, verá... -trató de explicar Jeremy.
El revisor lo interrumpió de inmediato.
-Tal y como sospechaba. De hecho, ha pagado con su tarjeta de crédito, y ustedes son demasiado pequeños para poder poseer una. ¿Y quién los acompaña, si se puede saber?
--No nos acompaña nadie -intervino Odd, que se estaba picando-. ¡Somos lo bastante mayores como para viajar solos!
-Bueno, eso lo dirán ustedes.
-Mire que el otro revisor no nos ha puesto problemas.
-Por desgracia -suspiró el señor Tatillón-, alguno de mis compañeros de profesión no aplican el reglamento como debería. Pero ése no es mi caso. ¿Podría saber por lo menos quién es ese señor Delmas que ha comprado estos billetes?
-Es el director de nuestra escuela.
-¿Y por qué razón una autoridad escolar debería permitirles a unos menores que viajen solos en plena noche, cuando o mucho me equivoco o dentro de pocas horas deberían estar ustedes en clase?
-Estamos cumpliendo una misión -dijo Jeremy por si colaba-, una misión encomendada por nuestro colegio.
El señor Tatillón hizo una mueca de diversión. Pero no había ni pizca de alegría en su forzada sonrisa.
-Claro, ya me imagino.
Empezó a tomar nota en un grueso cuaderno.
-¿Qué va a hacer?
-Avisar a la próxima estación, naturalmente. Deberíamos llegar en doce minutos. Una vez allí, los tomará en custodia la policía ferroviaria, que llamará a sus padres y al director y tratará de entender qué está pasando aquí.
-Pero no puede hacer eso... -suplicó Odd con un hilo de voz.
-¡Vaya que si puedo, señores míos! Y si yo estuviese en su lugar, jovenzuelos, rezaría por que sus padres no sepan nada de este asunto y hayan tenido ustedes solitos esta gran ocurrencia. Porque, en caso contrario, podrían toparse con una denuncia por abandono de menores.
-Dicho esto, el señor Tatillón entrechocó los tacones de sus zapatos y prosiguió por el vagón.
-¿Y adónde va ahora? -le preguntó Yumi, desconcertada.
-A terminar mi ronda -respondió tranquilamente en hombre-. Pero no se preocupen: cuando el tren se detenga estaré aquí con ustedes para acompañarlos.
-¡Ay, Dios mío! ¡Mi madre siempre me lo ha dicho, que yo iba a acabar en la cárcel! -se lamentó Odd en cuanto aquel infernal revisor desapareció en el siguiente vagón.
-¡Es culpa tuya, Jeremy! ¡No teníamos que haber usado esa tarjeta de crédito!
-¡Ese hombre está loco!
-Pero, ¿dónde se ha visto nunca un <<acompañante de menores>>? ¡Venga, hombre!
-Yo soy el responsable, chicos... -se disculpó Jeremy.
-Esto no es cuestión de responsabilidades... ¡La policía! ¿Lo entiendes? ¡Polis! ¡Maderos! ¡Guripas!
-La cárcel... -repitió Odd, abatido.
-Pero qué cárcel ni qué narices, Odd, déjalo ya. Somos menores. Como mucho, el director nos suspenderá de la escuela.
-¿Suspendernos? ¿Y quién se lo va a contar a mis...?
-¡BASTA! -chilló Aelita.
Los muchachos enmudecieron instantáneamente y se quedaron mirándola.
-Pelearnos no nos va a servor de nada -añadió la muchacha, sacudiendo el pelo de lado a lado-. Pensemos más bien en qué es lo que vamos a hacer.
-Podríamos escaparnos.
-¿Del tren? ¿Nos tiramos del tren a trescientos por hora, entonces?
-Si nos obligan a bajar, podríamos negarnos a responder.
-¡Claaaaro, así conseguimos que nos arresten de verdad!
El verdadero problema era Aelita. Jeremy y los demás habían cerado para ella una identidad ficticia. Pero si la policía investigaba un poco, el andamiaje que tan hábilmente habían construído se desmoronaría. Los doce minutos que los separaban de su destino transcurrienron con una lentitud exasperante.
Después, el tren estró en la estación como de ciencia ficción de Saint-Exupéry. Era una gigantesca estructura de cristal y acero de líneas suaves y onduladas, que en su parte central se elevaban formando una especie de alas. En el interior, unos cuantos faros potentes iluminaban el ambiente circunstante como si fuese de día.
Aguien tosió detrás de ellos. Tatillón.
-Muchachos, es hora de bajar.
En el andén apareció un cochecito sin techo, como los que se usan en los campos de golf. Sobre el pequeño capó blanco y azul estaba escrito POLICE. Montado en él iba un mocetñon en uniforme que parecía cansado y tenía el pelo rubio y corto y una nariz que llenaba por sí sola tres cuartas partes de la cara.
-Soy el agente Roger Crane -se presentó.
-Aquí tiene a los chiquillos -lo saludó el señor Tatillón. Luego bajó la voz-. En confianza, agente, no me sorprendería que hubiesen robado la tarjeta de crédito y armado quién sabe qué otros desmantes. Tienen cara de ser muy poco recomendables.
-¡Mire que lo estamos oyendo! -se inmiscuyó Jeremy, irritado.
-En cuanto a ese muchacho de ahí -continuó Tatillón, señalando a Odd-, se ha puesto a decir que no podía llamar a policía, y he tenido miedo de que me agrediese.
Los muchachos se miraron los unos a los otros, incrédulos. Pero ¿con qué clase de revisor se habían topado?
-¡Oiga, usted está chalado! -explotó Yumi.
Tatillón alzó una ceja.
-¿Ve lo que le dijo? -murmuró, siempre dirigiéndose al agente.
-No se preocupe -lo tranquilizó Roger Crane-. Ahora me ocupo yo. Ya puede irse.
-Dentro de un minuto y veinte segundos -puntualizó Tatillon al tiempo que se echaba un vistazo a su reloj-. Ciertamente, no puedo hacer que el tren salga con antelación.
Apretujados en el asiento posterior del minicoche patrulla, los muchachos vieron pasar a su alrededor la estación de Lyon. Pese a que ya eran altas horas de la noche, los altavoces graznaban sin parar, anunciando trenes o aviones que partían, y enjambres de personas se desplazaban en masa de un lado a otro. Maletas, periódicos enrollados bajo el brazo, hombres de negocios que se tomaban un café en el bar como si estuviesen en pleno día.
El agente aparcó ante una gran puerta corredera decorada con el escudo de la policía y les hizo entrar. Los condujo hasta una pequeña habitación desnuda: sólo había un par de sillas apoyadas contra una pared. Luego salió y cerró la puerta con llave.
-¿Y ahora qué hacemos? -preguntó Jeremy.
-Esperar -refunfuñó Ulrich.
No había otras opciones. La habitación estaba cerrada, y no tenía ventanas. El cambio de aire estaba garantizado por dos pequeñas rejillas de ventilación a la altura del techo, tan pequeñas que habría resultado imposible pasar por ellas hasta una mano.
Odd se durmió sentado sobre la silla, con la cabeza apoyada contra la pared. Aelita se sentó en el suelo, con el rostro oculto entre las rodillas.
Dejaron que pasase el tiempo.
La puerta chirrió en torno a la una y media de la madrugada, y el agente Crane asomó la cabeza.
-Venga, seguidme.
Los muchachos fueron trasladados a otra pequeña habitación, en la que sólo había un pequeño escritorio abarrotado de papeles y una silla. El agente se sentó, dejándolos a todos de pie.
El hombre cogió un bolígrafo y un formulario blanco y empezó a hablar.
-Ahora quiero oír vuestros nombres. En orden.
Los cinco estaban con la cabeza gacha.
El policía sonrió.
-Os voy a dar mi versión de los hechos -dijo, empleando un tono de hermano mayor-. Habéis pensado que era el último día de vacaciones y que estaría bien haceros un viajecito todos juntos. Les habéis contado a vuestros padres un montón de estupideces, como que tú -señaló a Ulrich- ibas a dormir en su casa -señaló Jeremy-, y él, que lo iba a hacer en la tuya. Os habéis topado con el pelmazo de Tatillon, y ahora... aquí estáis. Si me decís vuestros nombres, llamo por teléfono a vuestros padres, os lleváis una buena bronca y nos vamos todos a la camita.
Pausa.
-Si, por el contrario, os quedáis callados, a mí me tocará volver a encerraros y ponerme en contacto con asistencia social, el caso cumple con todos sus deliciosos trámites burocráticos y vosotros os arriesgáis a terminar delante de un juez de menores. Y al final diréis igualmente vuestros nombres. Y vuestros padres estarán mucho más enfadados, os lo garantizo.
-Jeremy Belpois -empezó Jeremy, aún con la cabeza gacha.
-Ulrich Stern.
-Yumi Ishiyama.
-Aelita... Stones.
-Odd Della Robbia.
-Bueno chicos -Roger Crane sonaba satisfecho-. Ahora me vais a contar con pelos y señales en qué os habéis metido. Sobre todo ese asunto de la tarjeta de crédito a nombre de Jean-Pierre Delmas.
Al final de la historia, el policía permaneció en silencio durante un momento. Cuando habló no había ni rastro de reproche en su voz. Pero de todas formas les parecía tan dolorosa como una cuchillada.
-¿Sabes cómo se llama lo que has hecho?
Jeremy farfulló algo ininteligible.
-No te he oído bien.
-Robo.
-Exacto. ¿Y te parece bonito?
-No, señor. Me he portado muy mal. Me siento avergonzado.
-Eso espero, por tu bien -remachó el agente Roger.
Se estiró y colocó los pies sobre el escritorio. Una montaña de papelotes fue a parar al suelo, pero el joven no pareció darle ninguna importancia. Alguien llamó a la puerta del despacho y un instante después entró un hombre.
Era la fotocopia del policía, pero un par de años más joven, y llevaba su largo pelo oculto por una ridícula gorra verde con visera. Una expresión afable endulzaba su rostro.
-Roger… -saludó.
-René…
El recién llegado miró a los muchachos.
-¿Tienes todavía mucho que hacer?
-Me parece que no. Dime.
-Venía a decirte que yo ya me marcho. Si quieres venir a ver a mamá y estar en casa mañana por la mañana…
Roger Crane comprobó la hora.
-Es verdad: ya es tarde –repiqueteó sobre el escritorio con un lápiz. Luego volvió a observar, pensativo, a los cinco muchachos-. Aún hay algo que no me ha quedado claro. ¿Se puede saber por qué os habéis puesto a hacer un viaje tan largo en tren? ¡Y en plena noche, además!
-Ha sido culpa mía –dijo Aelita, dando un paso adelante. Y se lo contó todo: que su padre había muerto, que habían encontrado una saco de cemento, habían llegado hasta una empresa de albañiles y habían ido al sur para obtener algo de información. Se saltó todas las partes que tenían que ver con Lyoko y la habitación secreta.
Roger y René Crane quedaron fascinados por aquella historia.
Y aunque el policía no se la tragó por completo, decidió fingir por lo menos que se la creía. Cogió el formulario en el que había estado borrajeando hasta ese momento.
-Mirad, chicos –dijo-, yo ahora podría llamar a vuestros padres y despertarlos en plena noche. Se asustarían, se enfadarían y se preguntarían en qué se han equivocado con vosotros. Y de esta manera, el peso de vuestro error recaería sobre sus hombros. No es precisamente lo más ideal que le puede pasar a uno, ¿no os parece? En cambio, vosotros ya os habéis llevado un buen susto y habéis comprendido lo que quiere decir ir a dar con vuestros huesos en una comisaria, así que supongo que no tendréis ganas de repetir la experiencia.
-Qué va, para nada –confirmó Odd, sacudiendo vigorosamente la cabeza.
-Sois unos chiquillos –sentenció René Crane-, y los chiquillos hacen chiquilladas. Nosotros también las hicimos a vuestra edad.
Roger le echó a su hermano una mirada de reproche, aunque sus ojos sonreían un poco…
-Bueno, se me ha ocurrido una cosa…
-¿Es decir?
-Es decir, que por esta vez dejo de que os vayáis, y sin hacer que les dé un infarto a vuestros pobres padres. Dentro de dos días llamaré al director de vuestra escuela, le diré que tenemos miedo de que anden por ahí unos estafadores y le pediré que compruebe los movimientos de su tarjeta. Si mientras tanto el dinero ha vuelto a su cuenta, no habrá habido ningún robo, y todos estaremos la mar de contentos. En caso contrario… -después miró a Jeremy-. Si aquí el amigo –añadió- es tan bueno con los ordenadores como para sacar dinero de la cuenta del internado sin dejarse pillar, estoy seguro de que también sabrá cómo volver a dejarlo en su sitio sin que se note.
.Mañana mismo lo hago, señor.
-Muy bien. Entonces, largaos de aquí. No quiero volver a veros. ¡Aire!
Los muchachos siguieron inmóviles, de pie en el centro de la habitación.
-¡Aire, he dicho!
Fue Ulrich el que tomó la palabra en nombre de todos.
-Esto… hay sólo un pequeñísimo problema, agente. ¿Cómo… cómo vamos a volver a casa ahora?
-Ah, claro –admitió Crane-. Habéis perdido el último tren. Y está claro que no podéis volver andando…
Tamborileó un poco sobre el escritorio. Luego miró a su hermano, que seguía allí, esperando.
-¿Tú qué dices?
-Hombre, sitio hay.
El aparcamiento de la estación estaba iluminado por farolas que proyectaban conos entre amarillentos y anaranjados sobre la delgada capa de nieve.
Roger Crane había fichado, se había cambiado y ahora llevaba unos pantalones de pana y una chaqueta abrigada. De todas formas, conservaba un aspecto severo, de policía, y Jeremy entendió lo que querían decir las novelas cuando describían a alguien <<con cara de poli>>.
-Buenas, agente –lo saludó un taxista que esperaba con un cigarrillo en los labios y la espalda apoyada contra la puerta de su coche.
-Muy buenas, Tom.
-¿Quiénes son estos muchachos? ¿Los has arrestado? Empiezan bien pronto, ¿eh? –rió.
-En efecto, son criminales de lo más peligrosos. Voy a enchironarlos.
-¡Ja, ja! ¡Con una noche cómo esta no hace ni falta!
Roger Crane siguió adelante, con los cinco muchachos a rebufo. Los faros de una gran furgoneta cortaron la oscuridad, y se detuvieron a escasa distancia de ellos. Era una máquina imponente de color blanco sucio. A ambos lados estaba escrito, con complicados caracteres llenos de florituras, INDAGATEUR.
-¡Pero si es un periódico de nuestra ciudad! –dijo Yumi, reconociéndolo.
-Sí, pero lo imprimen aquí –aclaró Crane-. Y mi hermano es uno de los transportistas que reparten los ejemplares a los quioscos. Es decir… el que os va a llevar.
-¡Genial!
-Llegaremos a la ciudad a eso de las cinco.
-¿Llegaremos? –preguntó Ulrich.
-Yo –la <<o>> se le fue convirtiendo en un enorme bostezo- también voy. Le he prometido a mi madre que me pasaría a verla.
René bajó de la furgoneta de un salto.
-Chicos, vosotros tendréis que contentaros con ir detrás, entre los periódicos. En la cabina sólo hay sitio para uno.
Las puertas de la furgoneta se abrieron, revelando pilas y pilas de diarios recién impresos. La cabecera de Indagateur, impresa con grandes caracteres rojos sobre cada ejemplar, aún estaba húmeda. La caricatura de un político local destacaba, dentro de la viñeta cómica, en la primera página.
-Así tendréis algo que leer durante el viaje –sonrió René-. Aunque va a estar un poquito oscuro. Y frío, me temo. Pero si os contáis algún cuento, el tiempo se os pasará más rápido. Muy bien, ¿quién se viene delante con Roger y conmigo?
Por los ojos de Aelita pasó un relámpago.
-No, gracias, yo estoy muy interesada en los cuentos –se apresuró a responder.
-¡Estupendo! – Comentó René-. Los cuentos son la parte más bonita de la vida. Entonces, ¿te vienes tú? Comprendo que la compañía de mi hermano no es de lo mejorcito, pero yo soy bastante simpático. Y en la cabina hace más calor.
-¡Con mucho gusto, gracias! –rió Yumi.
-Entonces, vamos. Los clandestinos entre los periódicos y la señorita delante. En marcha.
Al final, durante el viaje Roger le contó a su hermano que todavía no la conocía, toda la historia del revisor puntilloso. Dentro del habitáculo de la furgoneta, apretujada entre los dos hermanos, Yumi se fue encogiendo de pura vergüenza. Los limpia parabrisas hipaban y se arrastraban a tirones por el cristal, barriendo los leves copos que se posaban sobre él. Estaban incorporándose a la autopista.
-Te voy a revelar un secreto… -susurró en ese momento Roger con un tono cómplice-. ¡Mi hermano es un gran escritor de suspense!
-¿Lo dices en serio? –Yumi parecía realmente interesada.
René sacudió la cabeza, cohibido.
-Digamos que estoy trabando en ello. De todas formas, si de verdad te interesa, ¡en mi próximo libro el asesino es un tipógrafo, uno se esos que imprimen diarios!
-¿Me estás tomando el pelo? –preguntó Yumi con desconfianza.
-¡Jamás me tomaría esa libertad! Te cuento la primera escena. Una chica preciosa conoce a este tío, el tipógrafo, en un bar. Él le enseña dónde trabaja. Hay unas máquinas gigantescas, ¿sabes? Reciben a través de sus ordenadores los artículos y todos los datos, y luego se ponen en marcha con un bufido. Unos grandes rodillos empiezan a girar con fuerza monstruosa. En cierto momento la chica le dice al tipógrafo que un día le gustaría aparecer en primera página. Él le da un empujón, ¡y termina de verdad en la primera página! ¿Entiendes?
-Brrr –se estremeció Yumi.
-Puede que la señorita ya haya tenido bastantes emociones por hoy, René –comentó Roger-. Cambiando de tema, he dado con la información que me habías pedido.
-Perfecto. Escupe.
-He descubierto que existe toda una ciencia sobre las tintas simpáticas –prosiguió Roger-. Desde el clásico zumo de limón hasta complejísimos compuestos químicos. De todas formas, en los archivos de la policía he encontrado una cosita bastante interesante, justo lo que necesitabas saber para la escena final…
-¡De buten! –celebró René.
-¿Has oído hablar alguna vez del ferrocianuro potásico?
René se metió un chicle en la boca, y le pasó el paquete a Yumi.
-No. Cuéntame.
-Haces una solución de ferrocianuro al ocho por ciento, mojas en ella una pluma y escribes en un papel blanco cualquiera. El texto es absolutamente invisible, pero le pasas un pincel mojado en una solución de nitrato férrico y… ¡zasca!, ahí tienes las letras, todas y cada una, en un delicado tono azulado.
-Eres la caña, hermanito.
-Parece ser que hace unos años estuvo bastante en boga. Es sencillo de preparar, y el nitrato férrico es bastante común.
La cabeza de Yumi empezó a balancearse. El calorcito de la cabina de conducción, la conversación un poquito complicada… Y, además, ya eran altas horas de la madrugada. Casi sin darse cuenta, la muchacha cerró los ojos y se fue hundiendo en un sueño inquieto.
Al principio habían pensado que ese viaje en la zona de carga de una furgoneta iba a resultar poético. Después de un par de minutos seguía siendo poético, pero también resultaba algo incómodo. Diez minutos más tarde comprendieron que iba a ser un viaje infernal.
Las torres de periódicos ocupaban todo el espacio disponible, y, aunque los aislaban un poquito del exterior, por el portón trasero, pese a que estaba cerrado, entraba de todas formas unas corrientes de aire que les helaban los huesos. Para más inri, la tinta fresca les manchaba las manos y la ropa, y tenía un olor tan fuerte que les cortaba la respiración. Odd ya se había imprimido Indagateur en la chaqueta y los pantalones.
No había asientos. Cada bache hacía que los muchachos se sobresaltasen, y los zarandeaba de un lado a otro.
-Menudo viajecito –se quejó Odd por millonésima vez-. Y yo que esperaba echarme una cabezadita…
-Puedes darte con un canto en los dientes –Ulrich era casi invisible entre las sombras.
-Pues la verdad es que sí –coincidió Aelita-. Qué suerte que llegase el hermano de Crane: ha sido él el que ha reducido un poco la tensión.
-Lo siento –se disculpó Jeremy, también por millonésima vez.
Bache. Los muchachos perdieron el equilibrio y tiraron una columna de papel que llegaba hasta la chapa del techo. Tardaron algunos minutos en volver a colocarse en una postura humana.
-Espero que esta historia nunca salga a la luz –suspiró Ulrich.
-Por mi desde luego que no.
-Nuestro gran viaje de trabajo seguirá siendo un secreto, ¡lo juro!
-Yo también.
-Mirad –añadió Odd pasado un rato-, dormir es totalmente imposible. Sería mejor aprovechar para terminar nuestro videodiario.
-Es justo lo que estaba esperando que dijeseis… -admitió Aelita-. Tengo la sensación de que todavía hay algo que debería saber.
Jeremy forcejeó con su chaqueta y consiguió sacar la videocámara. La encendió y la pantallita azul brilló durante un momento en medio de la oscuridad. El muchacho sacudió la cabeza.
-No se va a ver nada aquí dentro. ¡No tiene infrarrojos!
-Lo importante es que me lo contéis todo, cada detalle –lo corrigió Aelita-. Bueno, ¿qué pasó después de que me devolvieseis al mundo real?