Un viaje fuera de programa
[Francia, Ciudad de la Torre del Hielo, 9 de enero]
En el salón de La Ermita parecía que la calma había vuelto.
Yumi y Aelita charlaban, sonrientes, mientras Ulrich estaba tan tranquilo en el sofá, tirándole a Kiwi de cuando en cuando una palomita que el perrito adentellaba en pleno vuelo.
Jeremy levantó en auricular del teléfono y les hizo un gesto a los demás para que se quedasen en silencio.
Marcó el número y esperó.
-¿Diga? -respondió después de la tercera señal una voz profunda.
-Hola, buenas tardes. Estoy buscando al señor Philippe Broulet.
-¿De parte de quién?
-Me llamo Jeremy. Ejem, Jeremy Belpois. Es un asunto de hace bastantes años. Soy un... un amigo suyo.
-Espere, que se lo paso. Pero háblele un poco fuerte, porque está algo sordo.
-¿Quién es? -jadeó por el auricular, fatigada, una nueva voz masculina que arrastraba las palabras.
-Muy buenas, yo...
-¿Eh? No lo oigo nada. Perdone, ¿quién es?
-HOLA, BUENAS.
-Ah, ahora sí que lo oigo bien. Dígame.
-SOY JEREMY BELPOIS. LLAMO DESDE LA CIUDAD DE LA TORRE DE HIERRO.
-Ah, sí. ¡Pero no grite tanto, por los santos! Me acuerdo muy bien de su ciudad: mis hermanos y yo estuvimos viviendo allí muchos años. ¡Qué de tiempo ha pasado! Nos llamaban <<los tres Broulet>>, ¡je, je! -don Philippe se estaba perdiendo en un torbellino de recuerdos.
-ESTOY BUSCANDO INFORMACIÓN SOBRE UN PROFESOR DE LA ACADEMIA KADIC, UN TAL HOPPER.
-¿Quién?
-HO-PPER. FRANZ HO-PPER.
-Yo no sé nada -dijo el anciano con un tono de voz que había cambiado de golpe, volviéndose frío, como molesto.
-PERO SE SUPONE QUE USTED HIZO UNA OBRA EN SU CASA, LA ERMITA...
-Jamás había oído ese nombre -reafirmó Broulet-. Lo lamento.
Y luego colgó.
-Qué majo -comentó Jeremy mientras miraba a sus amigos-. Pero ¿sabes lo que te digo, señor Broulet? Que si no quieres hablar por teléfono, lo haremos en tu casa, cara a cara.
-¿Qué quieres decir? ¿Adónde pretendes ir? -preguntó Ulrich, desconcertado.
Jeremy dijo el nombre de la pequeña ciudad de mar donde vivía el señor Broulet.
-Son las cinco y media -añadió-. Si cogemos el primer tren, llegaremos allí a eso de las nueve. A media noche nos volvemos en el último tren, y a las tres de la madrugada estamos aquí otra vez. Dormimos cinco horas, y mañana llegamos a la escuela tan panchos.
-¡Tú estás completamente flipado, Einstein! -replicó Ulrich, incrédulo-. ¿Puedes atravesar media Francia sólo porque un vejete te ha colgado en la cara?
-No lo entiendes -le contestó Jeremy-. ¡Él sabía algo! ¡En cuanto ha oído el nombre del padre de Aelita ha cortado la conversación!
-¡A lo mejor no le pagó! -sugirió Odd. Nadie se rió.
-Si de verdad trabajó en La Ermita, podría proporcionarnos un montón de información útil sobre esta casa.
Yumi estaba sentada en el sofá, con un refresco en la mano. Dejó el vaso en el suelo.
-Tú mismo lo has dicho, Jeremy: si es que trabajó en La Ermita. Todo lo que sabemos es que su nombre está en unos sacos de cemento que hay en el sótano. Y en cualquier caso, se trata de un viaje larguísimo. A lo mejor podríamos posponerlo unos días.
-A mí, en cambio, me parece una idea fantástica -comentó Odd-. Estaba empezando a aburrirme.
-Creo que debería decidir Aelita. Después de todo, se trata de su casa.
La muchacha, que hasta ese momento se había mantenido apartada, se puso en pie.
-Lo que sí os puedo decir es lo que voy a hacer yo: si Jeremy va en serio, iré a hablar con ese señor Broulet. Sé que puede que para vosotros sea difícil de comprender, pero... mi padre ya no vive. Y esta casa, con sus pasadizos secretos y todo lo demás, es lo único que me sigue uniendo a él. Si existe alguien que me pueda contar algo más sobre La Ermita y me ayude a recordar, estoy dispuesta a ir hasta el fin del mundo con tal de encontrarlo...
-Y yo voy contigo -se le sumó Jeremy.
-Es inútil que te hagas el caballero andante -lo recriminó Odd, dándole un amistoso puñetazo en un hombro-: Si va Aelita, vamos todos.
Llegaron a la estación un minuto antes de que saliese el tren. Cinco chavales enfundados en ropa de abrigo en medio de una tormenta. Por suerte, no tenían que comprar los billetes: ya se había ocupado Jeremy de hacerlo por Internet.
-¡Ya vamos, ya vamos! -le gritó Odd al revisor que, arrebujado en su largo y oscuro abrigo, estaba asegurándose de que no quedase ningún rezagado en el andén.
Las puertas del tren se cerraron tras ellos un instante después de que Ulrich subiese empujando dentro a Aelita.
-¡Uau, qué lujazo! -exclamó Odd-. ¡En mi vida había ido en un Tren de Gran Velocidad!
-Agradéceselo a la tarjeta de crédito de la escuela -sonrió Jeremy.
-¿A qué te refieres?
-Bueno, verás, los billetes costaban mucho, y yo no tenía dinero suficiente para todos -explicó Jeremy mientras se encogía de hombros-. Así que me he conectado al ordenador de la academia Kadic y he sacado los datos de la tarjeta que el directo Delmas utiliza para los gatos escolares.
-Pero ¡¿pero te has vuelto loco?! -lo regañó Aelita-. ¡El dire se va a dar cuenta!
-No. He incluido el pago en el apartado <<Gastos imprevisibles de mi hija Sissi>>.
Ulrich le clavó una mirada severa.
-Jeremy, eso en mi pueblo se llama roba.
-¡Oye, que sólo lo he tomado prestado! Y tengo intención de devolver hasta el última céntimo.
Odd esbozó una media sonrisa y puso los brazos en jarras.
-¡Vaya con nuestro niño prodigio! ¡Siempre tan seriecito y formal, y va y resulta que en realidad es un pirata informático!
Aelita seguía sin sonreír.
-Eso no está ni medio bien -comentó, glacial.
-Vale, vale, a lo mejor me he equivocado -admitió Jeremy-, pero nadie se va a dar cuenta, y mañana haré que mis padres me pasen el dinero, ¿de acuerdo?
-No. Cada uno pagará lo suyo.
Se arrellanaron en sus asientos: cuatro asientos separados por una mesita central, y un quinto al otro lado del estrecho pasillo. Con el día de perros que hacía, el vagón iba desierto. Era todo suyo.
El tren aceleró, deslizándose hacia los suburbios de la ciudad en medio de un silencio alterado tan sólo por el soplido del sistema de calefacción. Al otro lado de los cristales de las ventanillas, la ciudad daba paso a un paisaje lunar en el que la nieve lo cubría todo: árboles, campos y caseríos de tejados inclinados. Y el cielo se iba hinchando, prometiendo que llegaría más nieve.
-Por lo menos estamos viajando hacia el calorcito -comentó Ulrich.
-¡Y además, tenemos tres horas de relax! ¡La ocasión ideal para una siestecita! -concluyó Odd mientras se preparaba una almohada con el chaquetón antes de repachingarse en su asiento.
El altavoz graznó el nombre de Saint-Charles, su estación de destino.
Era una enorme estructura de acero y cristal con el tejado a dos aguas. El tren entró en ella con calma, emitiendo un enorme suspiro de alivio tras haber estado corriendo por media Francia.
Odd revisó algunos apuntes que llevaba en el bolsillo.
-¿Queda lejos el sitio al que vamos?
-Rue du Four du Chapitre. Pues no mucho: serán un par de kilómetros.
La estación se encontraba en medio de una calle en pendiente. A lo lejos, sobre la cima de una colina, descollaban el campanario de Notre Dame de la Garde y la enorme cúpula que le hacía compañía. Ulrich tenía razón: el clima de la Provenza era sensiblemente más cálido que el de su ciudad, aunque desde el mar soplaba un viento fuerte y húmedo.
-Por allí, hacia Le Panier -decidió Jeremy tras consultar el mapa que se había imprimido de Internet antes de partir-, es decir, uno de los sitios de peor fama de toda la ciudad.
-¿En serio? -le preguntó Odd, alarmado por aquella noticia.
-¡No! -rió Jeremy-. O sea, lo era hace mucho tiempo. Pero ahora es una meta turística.
En efecto, en verano debía de ser un barrio bien bonito: edificios pegados unos a los otros con fachadas multicolores y callejones tan estrechos que no se podía pasar por ellos con los brazos abiertos. Pero ese noche no había ni un alma, y muchas calles estaban a oscuras. Los muchachos miraban atrás continuamente, por miedo a que alguien los estuviese siguiendo.
Arrastraron la Montée des Accoules, una escalinata <<partepiernas>> encajada entre las casas.
-Es preciosa -comentó Aelita con admiración.
-¡Sí, pero podían haberle puesto una buena escalera mecánica, narices! -se quejo Odd, jadeando, mientras escalaban hacia su meta.
-¡Vamos, vamos! -se burló de él Ulrich-. Pero ¿tú no eras ágil como un gato?
Al final de la escalada desembocaron en La Place de Lenche, que ocupaba la cima de la colina que tanto les había costado subir.
-Venga, que ya es todo cuesta abajo -los animó Jeremy-. Es por ahí, a la derecha.
Bajaron por la rue de la Cathédrale una callejuela serpenteante desde la que ya se empezaban a ver las blancas cúpulas de La Major, la catedral de la ciudad, que se reveló como una gran mole a rayas, tan imponente como delicada en cada uno de sus detalles, cuando por fin alcanzaron la esquina con la Rue du Four du Chapitre. Estaban a un tiro de piedra del mar, que rompía la oscuridad de la noche con la espuma de sus olas.
-Ya hemos llegado -anunció Jeremy mientras señalaba hacia el fondo de la callecita secundaria.
Caminaron hasta un edificio de tres plantas de un naranja apagado y con los postigos grises cerrados. En la puerta había una placa de latón: FRANÇOIS Y LAURETTE BROULET.
Y justo debajo: Philippe Broulet.
François era un hombretón de unos treinta años con la cabeza afeitada, que brillaba bajo la luz de las bombillas de la entrada.
-¿Qué queréis?
Jeremy reconoció la voz cavernosa que le había contestado al teléfono por la tarde. Se armó de valor antes de hablar.
-Nos gustaría hablar con el señor Philippe, si es que está en casa -declaró. Los he llamado por teléfono antes.
El hombre no dijo nada. Su corpulencia abarcaba todo el vano de la puerta, y no parecía tener ni la más mínima intención de invitarlos a entrar.
-Es de suma importancia para nosotros -insistió Jeremy-. Hemos hecho un largo viaje sólo para verlo.
-¿Y eso por qué debería ser de mi incumbencia?
Aelita estaba a punto de intervenir cuando una voz femenina sonó desde detrás del hombre.
-¿Quién es, amor mío?
-Cinco mocosos.
-Pues deja que entren, ¿no? Afuera hace frío. Pregúntales si han cenado.
El hombre bufó antes de volver a mirarlos, uno a uno y de arriba a abajo.
-¿Habéis cenado? -preguntó, arisco.
-Pues la verdad es que no -contestó Odd, que como de costumbre estaba con hambre.
-¡Entonces os preparo unos bocadillo! -respondió cortésmente la mujer desde dentro.
A regañadientes, François se apartó de la puerta y los dejó pasar.
Les hicieron sentarse en un comedor pequeño pero acogedor. La mesa todavía estaba puesta, y un delicioso olor a asado desencadenó el apetito de los muchachos.
Cuando Laurette llegó por fin con los bocadillos, los cinco pequeños huéspedes tomaron literalmente el asalto a la bandeja.
-¡Están riquísimos, señora, un millón de gracias! -masculló Odd, que se estaba ahogando con una loncha de jamón.
La mujer sonrió con indulgencia.
-¡De nada, chicos, de nada! -dijo mientras se sentaba en la mesa con ellos, a verlos comer.
-Pero contadme: ¿qué hacéis dando vueltas a estas horas? ¿Venís vosotros solos, u os a acompañado alguien?
Yumi pensó que sería mejor mentir, para no levantar demasiadas sospechas.
-Uno de nuestros profesores -atajó-. Hoy es el último día de vacaciones, y queríamos aprovechar para charlar con don Philippe. Es muy importante. Tenemos la esperanza de que pueda ayudarnos a localizar a una persona.
-A un pariente de Aelita -añadió Jeremy, señalando a su amiga-. Si es tan amable, ¿podría ir a avisarlo?
-Estoy aquí -contestó una voz desde detrás de ellos.
Philippe Broulet era un hombre de unos sesenta años, tan corpulento como su hijo, pero con los músculos menos tonificados. Tenía unas grandes y callosas manos de obrero.
-Papá, estos chavalines te están buscando -declaró François.
-Los mismos de la llamada de hoy, supongo. Hopper y compañía -el señor Broulet se sentó y apoyó los codos sobre la mesa-. Me estaba oliendo que no me iba a librar fácilmente de vosotros -suspiró.
-Es que es importante de verdad. Créame, señor Broulet.
Philippe escrutó a los muchachos un largo rato. Después, su mirada se detuvo sobre Aelita.
-Recuerdo que el profesor Hopper tenía una hija. Era tu vivo retrato. Aunque hoy por hoy debería tener... bueno, por lo menos el doble de tu edad.
-Y, de hecho, Aelita es sobrina del profesor -intervino, al quite, Jeremy-. Es la hija de su... eeeeeeh, ¡hermana!
Los demás lo miraron, tensos, pero ninguno dijo nada. Cuando Jeremy empezaba con una de sus trolas, no resultaba fácil prever adonde podía ir a parar.
-Sí, podría ser -farfulló el hombre-. Los mismo ojos, el mismo pelo. François, tráeme algo de beber. Una quina, si puede ser.
-¿Por qué me ha colgado antes en cuanto le he mencionado el nombre de Hopper? -le preguntó Jeremy a bocajarro.
-Porque... Aj, de acuerdo, ha pasado ya tanto tiempo...
Philippe tomó el vaso de las manos de su hijo, saboreó un sorbo del licor y comenzó su historia.
-No me acuerdo del año exacto. Por aquel entonces aún trabajaba con mis hermanos en el norte, en nuestra propia empresa, En realidad los negocios no nos iban muy bien. Pero un día un fulano se puso en contacto con nosotros por un trabajo muy importante: la reforma de un fábrica.
-¿Una fábrica en una isla? -preguntó Yumi.
Philippe asintió con la cabeza.
-El trabajo estaba bien pagado... incluso de más. A cambio, aquel hombre nos obligó a guardar el secreto más absoluto sobre las obras. El gobierno estaba en el ajo, ¿entendéis? O por lo menos era lo que él nos había contado. Nunca me reveló su nombre, y la empresa que nos pagaba las facturas no existía: lo comprobé en la Cámara de Comercio. Pero el dinero nos llegaba puntual y en abundancia, u nosotros no estábamos en condiciones de rechazarlo.
El hombretón le dio otro sorbo a su licor. Su mirada parecía estar clavada en un punto muy lejano. Después siguió hablando.
-Teníamos que ir al tajo con los ojos vendados, ¡en unas furgonetas con los cristales tintados, como en las películas! Y cuando estábamos ahí dentro no podíamos salir de la sala que nos habían asignado. Ninguno de nosotros llegó a entender nunca cómo era realmente aquella fábrica, ni qué estábamos montando exactamente. Recuerdo que había un ascensor, salas preparadas para... algún tipo de diablura electrónica, me parece. De todas formas...
Otra pausa.
-... al año siguiente, el mismo tipo nos llamó, y nos presentó a Franz Hopper. Un tío serio, pero simpático. Tenía una niña que... leñe, me parece que ella también se llamaba precisamente Aelita...
El aire del comedor pareció congelarse.
-¡Querrá decir Eloita! -intervino oportunamente Aelita-. Mi prima Eloita.
-Eloita... Sí, podría ser. De todas formas Hopper se había mudado a la ciudad para ir a trabajar a una escuela que había allí cerca, una especie de internado, y quería que reformásemos un antiguo chalé que tenía un nombre raro.
-¿La Ermita?
-Sí, eso, muy bien. Las condiciones de costumbre: dinero a espuertas y la boca cerrada. Terminamos la obra, Hopper se quedó tan contento, y al final el hombre misterioso nos pagó. Fin de la historia.
-Pero ¿que dice? -protestó Odd.
-Señor Philippe, sea sincero -los pinchó Ulrich con una sonrisa de complicidad-. No se trató de una simple reforma, ¿verdad? Hemos visto el pasadizo secreto que conecta La Ermita con la fábrica...
El anciano se encogió de hombros, irritado.
-Prometí que no hablaría de ello.
-¡Pero es importante!
Di mi palabra. El gobierno estaba de por medio. Y aunque no fuese el gobierno, se trataba de todas formas de alguien peligroso. No quería tener problemas en aquel entonces, así que imaginaos si los quiero tener ahora.
Aelita se puso en pie, acercándose a los muebles de la cocina.
-Pero ahora mi... tío está muerto. Y a mí ya no me queda nada suyo -dijo con un hilo de voz.
-¿Y yo que puedo hacer?
-Yo creo -se entrometió Jeremy-, es decir, nosotros creemos que usted podría ayudarnos a descubrir algo más acerca del profesor.
Laurette, que se había retirado junto con François a lavar los platos y poner orden, sonrió.
-¡Venga, Philippe! ¿Será posible que no tengas nada que decirles? Son sólo unos chiquillos, ¿qué te van a hacer?
El señor Broulet suspiró. Y al final se rindió.
-Vale, de acuerdo. Tienes razón tú, Laurette. Pero a cambio quiero otro poquito de quina -luego volvió a dirigirse a los muchachos, y reanudó su historia-. En realidad hay sólo una última cosa que puedo deciros sin faltar a mi palabra. Hopper volvió a mi oficina algún tiempo después, y esta vez el hombre sin nombre no estaba con él. Habrás pasado ya diez años, pero lo recuerdo bien. Hopper me pidió un favor personal: tenía que volver a La Ermita y tapiar una pequeña sección de la casa de tal forma que desde fuera resultase invisible. Le dije que era un trabajo inútil, porque cualquiera podría comprobar siempre los planos del catastro. Me contestó que de ese problema se ocuparía él. Parecía bastante asustado. Se ofreció a pagarme. No tan bien como el otro, claro, aunque era una suma más que honrada. Y yo acepté.
-¿Construyó una habitación secreta en La Ermita? -repitió, incrédulo, Jeremy.
-Quñe chulada -susurró Odd.
-Pero ¿por qué? ¿Para qué la necesitaba? -preguntó Yumi con escepticismo.
Philippe Broulet entornó los ojos, como si tratase de capturar una imagen lejana y consumida por el tiempo.
-La última vez que vi a Franz Hopper era verano. Estaba muy delgado, como consumido por el trabajo. Siempre he sospechado que era algo más que un simple profesor, como seguía diciéndome él. Había pasado por su casa a cobrar y recoger unos bártulos que me había dejado por ahí. Me rogó que me fuese enseguida, que andaba con prisas. Pero antes de despedirme de él, yo también le hice la misma pregunta. <<Profesor>>, le solté, <<¿me puede contar para qué necesita una habitación en la que nadie puede entrar>>. Él sonrió, todo misterioso, y me respondió sólo: <<Para protegerla. Y, además, le he dejado el mapa a la persona adecuada>>.
Todos se volvieron instintivamente en dirección a Aelita.
-Y ahora mi historia se ha acabado de verdad de la buena, jovencitos.
Ninguno tenía ganas de quedarse en aquella ciudad. Acababan de hacer un descubrimiento demasiado candente: ¡en La Ermita había una habitación secreta!
Y un mapa entregado a la persona adecuada.
Que probablemente era la misma persona que ya no se acordaba de dónde estaba.
-¿A la estación? -propuso Jeremy en cuanto la puerta de la casa de los Broulet se cerró tras ellos.
-Tú primero -asintió inmediatamente Ulrich.
Volvieron a recorrer, en sentido contrario, las calles desiertas, casi, casi echando a correr. Aelita seguía a la comitiva, siempre un par de pasos por detrás. Quería estar un rato a solas, y los muchachos no la importunaron.
Llegaron a la estación de Saint-Charles pocos minutos antes de las once.
-¡Vamos! -los exhortó Jeremy-. Si cogemos el tren que sale ahora, llegaremos a casa a las dos en vez de a las tres: ¡una hora más para buscar la habitación!
El TGV ya estaba en el andén, bajo la bóveda de cristal, iluminada como si fuese de día. Sus motores estaban ya encendidos, y las voz que salía de los altavoces invitaba a los pasajeros a subir a bordo.
Los muchachos echaron a correr a toda velocidad hacia la larga serpiente metálica. Saltaron adentro, las puertas se cerraron con un sonoro ding dong y el tren empezó a moverse para llevarlos de regreso a casa.
-Ya van dos veces que lo pillamos por un pelo -sentención Odd.
-Oh, oh -murmuró Jeremy-. Hay un problemilla.
-¿Cuál?
-Pues que no hemos cambiado la reserva. Nuestros billetes eran para el tren de las doce, no para éste.
-¿Tienes miedo de que nos pongan una multa? -preguntó Ulrich entre risas.
-No, pero no tenemos los asientos reservados-
Yumi se asomó al interior del vagón: estaba desierto.
-Parece que somos lo únicos que han cogido el tren esta noche. Sentémonos aquí. Si luego viene alguien, nos cambiamos de vagón, y listo.
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