Eva Skinner
[Estados Unidos, California, 9 de enero]
-¿Te encuentras bien? -preguntó amablemente una voz de mujer-. Abre los ojos.
-Nos has tenido preocupadas -se le sumó la de una muchacha.
Eva Skinner se encontraba en la enfermería de la escuela, y ante ella tenía el rostro aprensivo de la doctora Johan y el de su amiga Susy.
Eba abrió la boca para hablar, pero no lo consiguió.
Algo dentro de ella trataba de manipularla como si fuera una marioneta. Algo que se había metido en el concierto en su mente. X.A.N.A. daba las órdenes, una por una: abrir la boca, mover la lengua, hablar.
Era muy complicado.
La doctora Johan sonrió.
-Te has puesto mal durante el concierto -le susurró dulcemente.
<<¿Mal>>, pensó X.A.N.A. Nunca había estado tan bien. Estaba estupendamente. Sólo tenía que acostumbrarse a ese cuerpo. Y descansar de las dificultades de aquel largo viaje: había un fragmento digital en el fondo del mar, un virus en la red informática, un MMS de un móvil y, finalmente, un videoclip en un concierto. Y todo para encontrar a la persona adecuada.
Eva Skinner.
-De todas formas, no es nada grave. Dentro de poco tus padres vendrán a recogerte para llevarte a casa.
Eva volvió a intentar hablar. No lo logró. Le suponía un esfuerzo terrible.
-Dejémosla tranquila -le dijo la doctora a Susy-. Tiene que descansar.
La chiquilla miró a Eva con un gesto de reproche.
-Más te vale ponerte buena; por venir aquí me he perdido todo el final del concierto.
Eva se encontró solo en la habitación. Para X.A.N.A. era el mejor momento para familiarizarse con su nuevo cuerpo.
Debía aprender a moverse y hablar.
Los ojos sí que conseguía controlarlos. Derecha, izquierda, arriba, abajo. Desplazó la mirada desde el borde del cabezero de la cama hasta el larguísimo techo, que tenía un fluorescente en el centro, y luego hacia la puerta, a la ventana.
Ahora debía ocuparse del resto del cuerpo.
Se concentró y trató de mover un dedo. El índice de la mano derecha: no había manera.
<<Mueve... el... dedo. Vamos, mueve el dedo. Por favor, el dedo... ¡Maldita sea!>>.
La mano derecha se transformó de golpe en un puño. Rabia. Ése era el truco: hacerlo sin preguntarse cómo.
Eva abrió la boca. <<Eeeeeeeeeeh>> fue su primera palabra.
Había sido sólo un gemido confuso y ahogado, pero era un comienzo.
Luego movió todos los dedos de los pies y las manos. Cuando consiguió levantar la sábana comprendió que iba por buen camino.
Se puso en pie, y acabó de bruces en el suelo. El dolor le recorrió todo el cuerpo como un latigazo. Estúpidos y débiles humanos. De algún modo logró ponerse a cuatro patas. Se levantó. Volvió a intentarlo. Cayó. Pero en esta ocasión las manos estaban listas para amortiguar el golpe.
Otra vez. En pie. Dos pasos seguidos antes de caer. Otra vez.
Media hora más tarde conseguía caminar por toda la habitación.
Llegó hasta la ventana y la abrió de par en par. La enfermaría estaba en el tercer piso, y daba a una calle poco transitada por la que una vieja camioneta estaba pasando en ese momento, vomitando un humo negro por el tubo de escape. Al fondo de la calle había una señora vestida con un chándal rosa, corriendo y tirando de la correa de un perro-patada.
Eva consideró por un momento la posibilidad de tirarse por la ventana. Decidió no hacerlo, para no arriesgarse a romperse un hueso. No podía permitirselo.
Había un canalón que se extendía a medio metro de la ventana. Bajar trepando por él no debía de ser una hazaña imposible.
Se encaramó al alféizar y se aferró al canalón, que soltó un gemido metálico. Empezó a descender con rapidez, vestida tan sólo con aquel camisón de hospital, descalza y totalmente concentrada en los movimientos que tenía que llevar a cabo: mano, pie, mano, pie... Cuando ya casi había llegado al suelo se dejó caer, y aterrizó con la espalda, de mala manera, sobre el asfalto, recibiendo otra descarga de dolor. Pero bueno, ¿cómo podía ser tan frágil ese cuerpo?
-¿Te has hecho daño, querida -le preguntó la señora del perro, precipitándose en dirección a ella.
La mujer tenía el pelo pajizo, y lo llevaba recogido en una cola de caballo. Unas gafas de sol le tapaban casi por completo la cara. De las orejas le salían dos cables blancos.
-¿Te encuentras mal, chiquitina? -dijo al tiempo que se quitaba uno se los auriculares-. ¿Por qué andas medio desnuda? ¡Si ni siquiera llevas zapatos! Espera, que aviso a alguien...
Los seres humanos cambiaban a menudo de vestimenta, y era probable que lo que llevaba puesto Eva no fuese lo adecuado. Pensó qué era lo que había que hacer. Luego se levantó y se acercó a la señora.
Más o menos diez minutos después, Eva iba paseando tranquilamente con su chándal rosa demasiado grande, con la chaqueta y los pantalones arremangados para que no le estorbasen.
A poca distancia, en una esquina de la calle, un perrillo ladraba desesperadamente.
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