Los secretos de La Ermita
[Francia, Ciudad de la Torre de Hierro, 9 de enero]
Jeremy llevó a Aelita hacia el escritorio y le señaló una trampilla que había en el suelo: una simple tabla de una madera algo más clara que el resto del parqué. La movieron entre los dos, levantando una nube de polvo que les hizo estornudar. Debajo, una estrecha escalera de caracol bajaba enroscándose, encajada entre gruesos muros de cemento.
-¡Increíble! -exclamó Aelita-. Parece un pasadizo secreto.
Jeremy sonrió.
.Es un pasadizo secreto. Lleva directamente al semisótano. Y aún no has visto nada: ¡piensa que de ahí abajo sale una galería que va hasta la fábrica abandonada! Creemos que tu padre lo utilizaba para llegar a su laboratorio a salvo de miradas indiscretas. De hecho, es probable que escapaseis precisamente por ahí hace diez años.
-Lo dices como si fuese una cosa de lo más normal... -Aelita lo tomó por un brazo, haciendo que se girase-. Por favor, Jeremy -susurró mientras lo miraba fijamente a los ojos-, necesito que me cuentes todo lo que tengo que saber. ¡Ahora!
-Como quieras. Pero sólo si no haces que nos pillen enseguida -trató de bromear él. Luego, al ver la expresión severa de Aelita, volvió a ponerse serio de inmediato-. En realidad no hay mucho que contar. Digamos que hemos descubierto que tu padre era un tipo algo... reservado. Sembró la casa de vías de escape y pasadizos ocultos.
-Pero ¿a qué venían todos estos... secretos?
-Creemos que dependía del carácter <<particular>> de las investigaciones de tu padre. Y puede que también tengan algo que ver los <<individuos>> para los que llevaba a cabo esas investigaciones...
-¿Qué quieres decir? ¿Para quién... trabajaba mi padre? -sintió como un escalofrío le recorría la espalda.
Jeremy negó con la cabeza.
-No estamos seguros. De momento sólo tenemos un nombre, Green Phoenix. El Fénix Verde.
-¿O sea?
-Damos palos de ciego.
A continuación se hizo un silencio que pareció eterno, y durante el cual Aelita se quedó inmóvil, mirando fijamente la espiral de los escalones que se hundían en las sombras.
-Y ¿tú conoces todos esos pasadizos? -preguntó de repente, como despertándose de un largo sueño.
-Por desgracia, no. Los planos de construcción de La Ermita fueron destruidos. Pero con cada exploración descubrimos uno nuevo. ¡Por eso jugar al escondite aquí es tan divertido!
El muchacho le sonrió, guiñándole un ojo.
Aelita le devolvió la sonrisa, y apoyó un pie en el primer escalón. Luego pareció pensárselo mejor, y se giró de nuevo hacia Jeremy.
-Ningún secreto entre nosotros. Jamás. ¿De acuerdo?
Jeremy la miró a los ojos con seriedad y asintió con la cabeza.
-Tienes mi palabra. Pero ahora tenemos que bajar antes de que Odd nos descubra.
Más que un sótano, la parte inferior de La Ermita recordaba un almacén.
jeremy y Aelita salieron del pasadizo secreto y cerraron la puerta tras de sí. Estaba recubierta por una capa de cemento que la volvía totalmente invisible.
Justo enfrente de ellos había una cámara frigorífica de tipo industrial, una auténtica habitación, con una enorme puerta metálica reforzada. A la derecha, otra habitación hacía las veces de despensa, llena de estanterías de metal todavía repletas de comida enlatada.
Empezaron a dar vueltas por los pasillos oscuros, iluminados sólo por ventanucos opacos a la altura del techo. Encontraron trasteros abarrotados con escobas y botellas de detergentes, y desembocaron en una enorme sala vacía ocupada únicamente por un par de tendederos y una vieja lavadora.
Jeremy sabía que para Aelita tenía que ser duro, y se creía culpable por no conseguir empatizar del todo con el dolor de su amiga. Pero no podía evitar sentirse más feliz de lo que había se había sentido en mucho tiempo. Estaba de vacaciones con sus amigos. Y el escondite le había proporcionado la excusa perfecta para pasar un poco de tiempo a solas con Aelita. A lo mejor estaba mal, pero no podía controlarlo.
Y, en el fondo, incluso Aelita parecía haberse tomado ese paseo por los subterráneos de la Ermita como una ocasión para distraerse.
-¿Y por ese lado? -preguntó, llena de curiosidad, una vez que hubieron llegado a la entrada de un pasillo oscuro.
-Por ahí se baja a otros pasadizos que todavía no hemos explorado del todo. Es una caminata de veinte minutos largos. Y luego... quién sabe.
Aelita tenía la sensación de que ya había estado allí, aunque no lograba recordar cuándo. Se despabiló y miró en dirección opuesta.
-¿Y esto? -preguntó.
Era una pequeña habitación cuadrada de pocos metros de lado que parecía un almacén de unas obras. Sacos de cal y cemento tirados en una esquina y cubiertos de polvo, y cajas enormes llenas de baldosas rotas. Un cubo manchado de argamasa y una vieja llana.
-Espera un momento -dijo Aelita-. Has dicho que todavía no has encontrado los planos de construcción de la casa, ¿correcto?
-Correcto.
-Pero alguien habrá tenido que construírla, ¿no? Quiero decir, los albañiles. A lo mejor ellos podrían contarnos algo.
-Mmmm... -Jeremy la contempló con una mirada de admiración-. Tienes toda la razón. Nunca había pensado en eso -se acuclilló para examinar los sacos más cerca-. En este saco hay algo escrito que no se lee bien. Está totalmente desgastado. Ayúdame a apartar estos: puede que los de detrás estén en mejores condiciones.
Pesaban una barbaridad, pero entre ambos lograron arrastrar la primera hilera de sacos unos cuantos centímetros.
Aelita se metió en el hueco que había quedado y se inclinó para leer.
-¡Bingo! B&F-Broulet et Frères, Rue de Tivoli 117.
-En la otra punta de la ciudad -puntualizó Jeremy.
-Eso quiere decir que mi padre recurrió a una empresa de esa zona. A lo mejor todavía están en el negocio. Podríamos ir ya mismo.
-¡Oye, oye, frena un poco! -exclamó Jeremy-. Esperemos por lo menos hasta terminar el juego, ¿no?
Aelita sonrió.
-¡Piénsalo! ¿No es mucho más divertida una investigación así que jugar al escondite?
Yumi y Ulrich caminaban por el jardín cubierto de nieve, y sus zapatos se hundían bastantes centímetros en el manto blanco.
Después de unos pocos pasos, Ulrich ya tenía los calcetines empapados, y había empezado a estornudar.
-Esto de venir afuera no ha sido una buena idea. Podíamos habernos quedado dentro, bien calentitos. Y además, estamos dejando un montón de huellas: ¡Odd nos va a encontrar en un pispás!
-¡Jo! -estalló Yumi-. ¿Por qué no dejas de quejarte y tratas de disfrutar de este aire fresco, para variar? ¿No te parece romántico?
Ulrich se quedó pasmado.
-¿Ro... mántico? -balbuceó, confuso.
Se sentía como si Yumi hubiese acertado de lleno con una de sus dolorísismas llaves de Kung-Fu.
-¡Venga, salgamos de aquí! -lo exhortó su amiga, tomándolo de la mano y conduciéndolo hacia el helado sendero de entrada, que llegaba hasta la verja. La mano de Yumi estaba ardiendo, y Ulrich, a pesar del frío, tenía el cuello todo sudado. Delante de él, el cabello negro de la muchacha parecía brillar, reflejando la luz de aquella tarde invernal.
Yumi se detuvo de golpe.
-Toma ya, menuda coincidencia. Dichosos los ojos... -musitó.
Instintivamente, Ulrcih se giró en la dirección hacía la que su amiga estaba mirando, y se quedó de piedra.
Un segundo después abrazó a la muchacha y la derribó, tirándose con ella sobre la espesa capa de nieve.
Justo en ese momento estaba pasando por delante de la verja uno de sus compañeros de curso, William Dunbar, con un gorro de lana gris que guarecía su pelo, negro y un poco demasiado largo, y un abrigo elegante con las solapas levantadas por encima del cuello. De sus orejas salían los cables de los cascos de un lector de MP3, y el muchacho iba silbando un estribillo para sus adentros.
-¿Me puedes explicar qué se te ha pasado por la cabeza? -chilló Yumi, medio ahogada por la nieve-. ¿Pretendías matarme?
-¡Cállate por el amor de Dios! -susurró Ulrich, apoyándoles un dedo contra los labios. Se giró, alarmado, para asegurarse de que William no había advertido nada. Pero el muchacho había seguido con su tranquilo paseo, en dirección a quién sabe dónde.
Aquel dedo sellándole los labios hizo que Yumi se enfureciese. La muchacha arrojó a Ulrich hacia un lado con una llave de yudo, y se puso en pie. La pálida piel de su cara se había vuelto roja como una llamarada, y su mirada ardía de pura rabia.
-¡Señor Ulrich Stern! -siseó-. No querías que William se diese cuenta de que estábamos aquí, ¿no es así? ¡No querías que me saludase!
-Déjalo estar, ¿de acuerdo?
-¡¡Desde luego, no vas a ser tú quien me diga a mi qué es lo que tengo que dejar de estar y qué no!! ¡No tienes ningún derecho a hacer eso! ¡Ninguno!
A continuación la muchacha se puso en marcha a grandes zancadas hacia la casa, dejando a Ulrich empapado de nieve y preguntándose en qué había metido la pata exactamente.
jueves, 28 de abril de 2011
miércoles, 27 de abril de 2011
9º capítulo.
Eva Eskinner
[Estados Unidos, California, 9 de enero]
A vista de pájaro, el Meredith Logan Junior High School parecía un hotel de lujo más que un instituto: un único edificio de seis plantas, con forma de herradura, que abrazaba un gran patio principal. Árboles y senderos, un campo de golf y un río artificial en que los alumnos y alumnas podían practicar remo.
El Meredith se encontraba entre la ciudad de Berkeley y el Briones Regional Park, en California. Estaba considerado como uno de los mejores institutos de secundaria de los Estados Unidos, y no sólo por la gran calidad de su profesorado, sino también por su capacidad para organizar eventos de todo tipo, desde conciertos hasta competiciones deportivas.
El domingo 9 de enero todo el instituto estaba revolucionado. Desde el amanecer el patio había sido invadido por camiones y caravanas, y ahora un ejército de trabajadores descargaba, montaba, enchufaba cables y apretaba pernos y tornillos. Más o menos a mediodía, al caos general se le unieron los estudiantes que habían adelantado su vuelta de las vacaciones.
Era un día insólitamente caluroso para esa estación. Más de veinte grados. Los muchachos se aglomeraban, vestidos con camisetas de manga corta, bajo las guirnaldas que había colgadas por todas partes y las banderolas que anunciaban: ¡CEB DIGITAL EN CONCIERTO!
Un grupito de tres chicas se sentó con sus cestitas de comida al pie del Old Joe, el anciano pino situado en una pequeña colina al lado del instituto. Desde allí se tenía una vista fantástica de todo el patio.
-Es increíble, ¿verdad? -dijo Susy, presa de la excitación-. ¡Valía la pena de verdad volver al instituto un día antes!
-¡Yo no veo la hora! -coincidió Jennifer-. Ya se puede ver el escenario. ¡Caramba, es enorme!
La tercera muchacha, Eva Skinner, tenía el pelo rubio y lo llevaba corto para resaltar las líneas perfectas de su pequeña nariz.
Eva volvió la mirada hacia sus compañeras, moviendo sus ojos, de un azul intenso, y sus largas pestañas de un modo que hacía que muchos de los alumnos masculinos del Meredith girasen la cabeza.
-Es grande, pero en Los Ángeles era por lo menos el doble -comentó con frialdad.
De todas ellas, Eva era la única que había tenido la suerte de asistir al acontecimiento del siglo: el concierto de los Ceb Digitals en Los Ángeles, ante un público de casi cien mil personas. Por eso había sido elegida presidenta del club de fans del instituto y ahora podía permitirse juzgar el trabajo de los obreros.
Susy suspiró.
-Mi padre me había prometido llevarme a mi también, pero luego le salió un compromiso en el último momento.
-Bueno, pero para hacerse perdonar estas navidades te ha regalado un poni -le recordó Jennifer.
-Caballos. Menudo asco: apestan.
-De todas formas, ese escenario al final no es tan grande -sentenció Eva para volver a conducir la conversación a su tema preferido-. Incluso los focos son pequeños. Y además, en Los Ángeles el concierto era de noche, y no por la tarde. ¡Ni punto de comparación! En la oscuridad, las imágenes de Gardenia llegaban a las estrellas...
-¡Yo tenía que haber estado allí! -se lamentó Susy. Luego rebuscó en su bolso y sacó la cámara digital que le habían regalado sus tíos por su cumpleaños-. ¿Vamos a sacar unas fotos? Así podemos colgarlas en el foro de Music-Oh.
Eva torció el gesto, no muy convencida.
-Sólo quedan tres horas para el concierto, y todavía tengo que darme una ducha, peinarme, maquillarme y escoger un vestido. No tengo tiempo para...
-Pero tú eres la presidenta -puntualizó Jennifer con una sonrisa maliciosa-. Ciertos honores te corresponden a ti.
Eva tuvo que entretenerse en el convite que había a la entrada del instituto para apuntar los nombres de todos lo que querían la foto de Gardenia o de otro miembro del grupo con su correspondiente autógrafo. Luego, Susy le `pidió que la ayudase a elegir su vestido. Y, para más inri, Jennifer le suplicó que le echase una mano con su peinado.
-¿Y yo cuándo me preparo?
-Tú estás ya guapísima como estás. Porfaplís, ¡es una emergencia!
Eva la ayudó a secarse el pelo, peinarse y teñirse un mechón de rosa.
-Igualito que Gardenia -afirmó Jennifer mientras se remiraba en el espejo con satisfacción.
Eva se mordió la lengua para no comentar que al pelo de color arena de su amiga ese mechón tan colorido lo único que hacía era darle un aspecto un poco estúpido. Estaba dispuesta incluso a pintarle la cara de verde con tal de que la dejase volver a su cuarto.
Cuando por fin salió de la habitación de Jennifer, Susy vino corriendo hacia ella por el pasillo.
-¿Y ahora qué pasa? -le espetó Eva, ya totalmente desesperada.
Susy le entregó un CD.
-Las fotos -jadeó-. Te las he metido aquí.
-Pero, ¿no puedo publicarlas en la web después del concierto? ¡Ya sólo falta una hora!
-Estás de guasa, ¿verdad? Con los Ceb aquí, en el Meredith, haremos millones de contactos. ¡No querrás que todos esos fans se queden con las ganas!
-Lo capto, lo capto. Trae acá.
Eva entró en su habitación hecha un basilisco, se desnudó y se metió bajo la ducha. En lugar del largo baño relajante que tenía programado, se vio obligada a contentarse con algo rápido. Luego se arrebujó en el albornoz, se enroscó una toalla limpia en torno al pelo mojado y corrió a sentarse al ordenador, dejando un reguero de agua en el suelo.
Subir las fotos iba a ser un trabajazo. Cuando había conciertos, el sitio de Music-Oh cargaba con una lentitud espeluznante.
En lo que el ordenador terminaba de encenderse, Eva aprovechó para pintarse las uñas. Sacudió las manos adelante y atrás para ir secando el esmalte.
Mientras tanto pulsó con el pie el botón de apertura del lector de DVD.
Por suerte, como presidenta del club de fans le había reservado un sitio en primera fila, y no le haría falta llegar con tiempo para agolparse contra las vallas como los simples mortales.
Pero de todas formas seguía siendo una carrera contrarreloj.
Agarró el ratón e hizo clic en el icono de Music-Oh. En la pantalla apareció el logotipo de los Ceb Digital: una rosa con un tallo que terminaba en forma de guitarra eléctrica. Eva sólo le dedicó una mirada distraída.
La imagen tembló y ondeó, la corola se ensanchó, y el color rojo se oscureció hasta que en lugar del logo apareció un extraño dibujo. Dos círculos concéntricos negros con cuatro barras verticales, arriba y abajo.
La muchacha parpadeó, confusa.
Su ratón soltó una chispa azulada.
Después, Eva ya no recordó nada.
[Estados Unidos, California, 9 de enero]
A vista de pájaro, el Meredith Logan Junior High School parecía un hotel de lujo más que un instituto: un único edificio de seis plantas, con forma de herradura, que abrazaba un gran patio principal. Árboles y senderos, un campo de golf y un río artificial en que los alumnos y alumnas podían practicar remo.
El Meredith se encontraba entre la ciudad de Berkeley y el Briones Regional Park, en California. Estaba considerado como uno de los mejores institutos de secundaria de los Estados Unidos, y no sólo por la gran calidad de su profesorado, sino también por su capacidad para organizar eventos de todo tipo, desde conciertos hasta competiciones deportivas.
El domingo 9 de enero todo el instituto estaba revolucionado. Desde el amanecer el patio había sido invadido por camiones y caravanas, y ahora un ejército de trabajadores descargaba, montaba, enchufaba cables y apretaba pernos y tornillos. Más o menos a mediodía, al caos general se le unieron los estudiantes que habían adelantado su vuelta de las vacaciones.
Era un día insólitamente caluroso para esa estación. Más de veinte grados. Los muchachos se aglomeraban, vestidos con camisetas de manga corta, bajo las guirnaldas que había colgadas por todas partes y las banderolas que anunciaban: ¡CEB DIGITAL EN CONCIERTO!
Un grupito de tres chicas se sentó con sus cestitas de comida al pie del Old Joe, el anciano pino situado en una pequeña colina al lado del instituto. Desde allí se tenía una vista fantástica de todo el patio.
-Es increíble, ¿verdad? -dijo Susy, presa de la excitación-. ¡Valía la pena de verdad volver al instituto un día antes!
-¡Yo no veo la hora! -coincidió Jennifer-. Ya se puede ver el escenario. ¡Caramba, es enorme!
La tercera muchacha, Eva Skinner, tenía el pelo rubio y lo llevaba corto para resaltar las líneas perfectas de su pequeña nariz.
Eva volvió la mirada hacia sus compañeras, moviendo sus ojos, de un azul intenso, y sus largas pestañas de un modo que hacía que muchos de los alumnos masculinos del Meredith girasen la cabeza.
-Es grande, pero en Los Ángeles era por lo menos el doble -comentó con frialdad.
De todas ellas, Eva era la única que había tenido la suerte de asistir al acontecimiento del siglo: el concierto de los Ceb Digitals en Los Ángeles, ante un público de casi cien mil personas. Por eso había sido elegida presidenta del club de fans del instituto y ahora podía permitirse juzgar el trabajo de los obreros.
Susy suspiró.
-Mi padre me había prometido llevarme a mi también, pero luego le salió un compromiso en el último momento.
-Bueno, pero para hacerse perdonar estas navidades te ha regalado un poni -le recordó Jennifer.
-Caballos. Menudo asco: apestan.
-De todas formas, ese escenario al final no es tan grande -sentenció Eva para volver a conducir la conversación a su tema preferido-. Incluso los focos son pequeños. Y además, en Los Ángeles el concierto era de noche, y no por la tarde. ¡Ni punto de comparación! En la oscuridad, las imágenes de Gardenia llegaban a las estrellas...
-¡Yo tenía que haber estado allí! -se lamentó Susy. Luego rebuscó en su bolso y sacó la cámara digital que le habían regalado sus tíos por su cumpleaños-. ¿Vamos a sacar unas fotos? Así podemos colgarlas en el foro de Music-Oh.
Eva torció el gesto, no muy convencida.
-Sólo quedan tres horas para el concierto, y todavía tengo que darme una ducha, peinarme, maquillarme y escoger un vestido. No tengo tiempo para...
-Pero tú eres la presidenta -puntualizó Jennifer con una sonrisa maliciosa-. Ciertos honores te corresponden a ti.
Eva tuvo que entretenerse en el convite que había a la entrada del instituto para apuntar los nombres de todos lo que querían la foto de Gardenia o de otro miembro del grupo con su correspondiente autógrafo. Luego, Susy le `pidió que la ayudase a elegir su vestido. Y, para más inri, Jennifer le suplicó que le echase una mano con su peinado.
-¿Y yo cuándo me preparo?
-Tú estás ya guapísima como estás. Porfaplís, ¡es una emergencia!
Eva la ayudó a secarse el pelo, peinarse y teñirse un mechón de rosa.
-Igualito que Gardenia -afirmó Jennifer mientras se remiraba en el espejo con satisfacción.
Eva se mordió la lengua para no comentar que al pelo de color arena de su amiga ese mechón tan colorido lo único que hacía era darle un aspecto un poco estúpido. Estaba dispuesta incluso a pintarle la cara de verde con tal de que la dejase volver a su cuarto.
Cuando por fin salió de la habitación de Jennifer, Susy vino corriendo hacia ella por el pasillo.
-¿Y ahora qué pasa? -le espetó Eva, ya totalmente desesperada.
Susy le entregó un CD.
-Las fotos -jadeó-. Te las he metido aquí.
-Pero, ¿no puedo publicarlas en la web después del concierto? ¡Ya sólo falta una hora!
-Estás de guasa, ¿verdad? Con los Ceb aquí, en el Meredith, haremos millones de contactos. ¡No querrás que todos esos fans se queden con las ganas!
-Lo capto, lo capto. Trae acá.
Eva entró en su habitación hecha un basilisco, se desnudó y se metió bajo la ducha. En lugar del largo baño relajante que tenía programado, se vio obligada a contentarse con algo rápido. Luego se arrebujó en el albornoz, se enroscó una toalla limpia en torno al pelo mojado y corrió a sentarse al ordenador, dejando un reguero de agua en el suelo.
Subir las fotos iba a ser un trabajazo. Cuando había conciertos, el sitio de Music-Oh cargaba con una lentitud espeluznante.
En lo que el ordenador terminaba de encenderse, Eva aprovechó para pintarse las uñas. Sacudió las manos adelante y atrás para ir secando el esmalte.
Mientras tanto pulsó con el pie el botón de apertura del lector de DVD.
Por suerte, como presidenta del club de fans le había reservado un sitio en primera fila, y no le haría falta llegar con tiempo para agolparse contra las vallas como los simples mortales.
Pero de todas formas seguía siendo una carrera contrarreloj.
Agarró el ratón e hizo clic en el icono de Music-Oh. En la pantalla apareció el logotipo de los Ceb Digital: una rosa con un tallo que terminaba en forma de guitarra eléctrica. Eva sólo le dedicó una mirada distraída.
La imagen tembló y ondeó, la corola se ensanchó, y el color rojo se oscureció hasta que en lugar del logo apareció un extraño dibujo. Dos círculos concéntricos negros con cuatro barras verticales, arriba y abajo.
La muchacha parpadeó, confusa.
Su ratón soltó una chispa azulada.
Después, Eva ya no recordó nada.
domingo, 24 de abril de 2011
8º capítulo.
Chocolate, libros y pasadizos secretos
[Francia, Ciudad de la Torre de Hierro, 9 de enero]
-¡Achús! -estornudó Odd.
-¡Achís! -soltó Yumi como un eco.
Jeremy rió socarronamente.
-Después de todo, a lo mejor no ha sido una gran idea venir a hablar aquí fuera, con este frío.
-Podríamos seguir con la charla dentro de La Ermita -coincidió Ulrich-. Yo ya no siento las piernas. Creo que se me han congelado. Entonces, ¿qué me decís? ¿Volvemos al calorcito?
-¡A sus órdenes, gran jefe! -gritó Odd, y antes de que alguien pudiese darse cuenta ya le había estampado una bola de nieve a Jeremy en la cabeza.
El chico se desplomó en el suelo cuan largo era.
Yumi se encerró en el baño para darse una ducha caliente y lavarse el frío que se le había pegado al cuerpo. Ulrich y Odd, por su parte, se apalancaron en el salón, sepultados bajo una capa de mantas de unos diez centímetros de altura, a ver una película de terror. Kiwi estaba enroscado entre las piernas de Ulrich, que trataba inútilmente de hacer que se bajase.
-¡Jua, jua! -se carcajeaba Odd-. ¡Me parto!
-¿Se puede saber que es exactamente lo que te hace tanta gracia? -lo contradijo Ulrich, molesto-. ¡Ese monstruo le acaba de arrancar la cabeza!
-¡Pues eso mismo! ¡Muy fuerte! Espera, mira, ¿eh? Ahora se la carga. Ay, no me lo creo... ¡ja,ja,ja!
Aelita observaba aquella escena desde la puerta de la cocina.
-Odd es increíble, de verdad -comentó, divertida.
-¿En el sentido de que resulta increíble que exista alguien tan fuera de sus cabales? -le preguntó Jeremy con una sonrisa en los labios.
Bajó un cazo de un estante y lo puso sobre el fogón eléctrico, poniendo atención para no quemarse. Luego emepzó a echar chocolate en polvo y la leche.
-¡Un buen chocolate caliente es justo lo que nos hace falta! -le dijo Aelita mientras se sentaba a su lado.
Jeremy le echó un vistazo disimulado, con el rabillo del ojo, a la expresión satisfecha de su amiga.
-¿Qué tal te encuentras?
-Bah. No sabría decírtelo. Antes, mientras contabais vuestras historias, tenía la impresión de estar recordando algo. A ráfagas, como si fuesen fogonazos. Pero tenía la extraña sensación de que no había pasado de verdad, como si sólo lo hubiese soñado...
Aelita apoyó dulcemente la cabeza sobre el hombro de Jeremy, y sus cortos cabellos pelirrojos acariciaron el cuello del muchacho.
-¿Puedo preguntarte algo? -dijo en un leve susurro.
-Claro.
-¿Por qué no apagasteis el superordenador de una vez por todas cuando me sacasteis de él?
El polvo marrón se fue disolviendo lentamente en la leche.
-De hecho, lo intentamos.
-Pero algo salió mal.
-Pues sí. X.A.N.A. ha demostrado que está dispuesto a todo con tal de sobrevivir. Para impedirnos que lo apagásemos se sirvió de ti...
-¿De... mí?
Jeremy la miró a los ojos. Estudió aquel rostro menudo al que seguía añadiéndole mentalmente unas orejas de elfa.
-Tú eres la cura, Aelita. Eres la única que puede controlar las torres y... desactivar sus ataques.
--Ya, las torres... Pero, ¿por qué son tan importantes? ¿Cómo funcionan?
-Ah, eso lo descubrimos tiempo después -Jeremy removió el chocolate con la mirada perdida en el vacío-. Las torres son la conexión entre el mundo de Lyoko y... éste -al terminar la frase, Jeremy apoyó la mano sobre el microondas.
Aelita alzó una ceja.
-¿Hay una torre en el horno?
-Oye, que esto es algo serio. En Lyoko hay una torre prácticamente por cada aparato electrónico que existe en el mundo real. Y si atacas una torre de <<allí>>...
-... en realidad también estás modificando algo <<de aquí>>. Entendido.
-Exacto. Por lo menos en teoría, a través de las torres, X.A.N.A. era capaz de afectar a nuestros aparatos eléctrico. A cualquier cosa que tuviese electricidad, incluido... -Jeremy se tocó la cabeza- nuestro cerebro, que funciona gracias a microdescargas eléctricas. Con las debidas excepciones, obviamente. Odd, por ejemplo, no corre peligro.
La muchacha soltó una risilla, pero no se sentía en absoluto tranquila.
Yumi salió de la ducha con el pelo envuelto en una toalla. Odd y Ulrich aún seguían debajo de las mantas, concentrados en la <<hilarante>> escena final de la película.
-¿Y los demás? -preguntó.
-Eftán de chácharha en la cofina -farfulló Odd con la boca llena-. ¿Uda galledida?
-¡Pero si acabamos de comer hace una hora!
Odd se encogió de hombros y siguió mordisqueando media galleta. La otra mitad se la había tirado a Kiwi.
-¡Aquí estamos! -los interrumpió Jeremy, salieno de la cocina con Aelita. Llegaron hasta el sofá sosteniendo una bandeja con el chocolate, humeante y delicioso.
Olfateando aquel olorcillo, Kiwi aulló bajito.
-¡Venga, pues! -se espabiló Odd, agarrando los tazones de chocolate de la bandeja y repartiéndoselos a todos-. Es el momento de hacer un buen brindis chocolateado. Por nosotros... ¡y por nuestro último día de vacaciones!
-¡Chinchín!
-¡Mmmm! ¡Delicioso! -comentó Ulrich, masticando con satisfacción-. Incluso has dejado los grumos, como a mi me gusta...
Jeremy lo miró por encima de las gafas.
-¿De qué grumos hablas? En realidad yo lo he removido a conciencia.
-Pero... -dijo Ulrich. Tenía los mofletes inchados y masticaba con ahínco.
Luego se paró de golpe. Abrió de par en par los ojos, que se le inyectaron de sangre mientras la cara se le ponía colorada. Unos segundos después, Ulrich
-¡Agua! -gritó al tiempo que se ponía en pie de un brinco-. ¡Qué alguien me dé agua! ¡¡Ooooodd!!
Odd se estaba riendo tanto que casi no lograba respirar.
-¡Grumos! ¡Claro que sí, sabor guindilla extrafuerte! ¡Jua, jua! Se me ha ocurrido convertir el chocolate de nuestro amigo Ulrich en algo realmente inolvidable.
Los muchachos intercambiaron miradas perplejas, y luego explotaron en una extruendosa carcajada coral.
Ulrich volvió de la cocina con los ojos llorosos.
-¡Puaj! Menuda estupidez de broma.
-Ánimo, señor Stern, no me ponga esa cara. Además, las guindillas son buenas para el corazón. Lo he hecho pensando en tu salud.
-¡Venganza, Odd! ¡Venganza!
Yumi detuvo a Ulrich agarrándolo por los hombros, sin para de reír.
-¡Venga, hombre, qué venganza ni qué nada! ¿Por qué no hacemos mejor algo todos juntos?
-Por mí, bien -se apuntó de inmediato Odd, encantado de escapar del merecido castigo por aquella broma-. ¿Qué propones que hagamos?
-Vamos a explorar el desván -propuso Yumi con una extraña luz brillando en sus ojos.
El último piso de La Ermita estaba aislado del resto de la casa, y contenía un gran estudio. Pero nada de ordenadores: sólo una mesa enorme inundada de papelotes y tres pizarras cubiertas de fórmulas a medio borrar. En una esquina había un pequeño aparador y una cafetera y un hornillo eléctricos, junto a los que todavía se encontraban una taza sucia con el borde mellado.
Por lo demás todo eran libros. Libros encima de más libros. Centenares de ellos, amontonados en estanterías ruinosas o apilados por el suelo, abiertos y cerrados, grandes y pequeños. Colecciones enteras de revistas aún empaquetadas en cajas de cartón.
El desván estaba iluminado por tres ventanas. La primera daba al caminito de entrada de La Ermita y a la calle. Desde la segunda, que encaraba a la dirección opuesta, se veían el parque de la academia Kadic. La tercera ventana, la más amplia de todas, ofrecía unas sugerentes vistas del antiguo barrio industrial, a lo lejos, con el puente y el islote de la fábrica abandonada.
La Ermita. La academia Kadic. La fábrica.
Tres lugares separados entre sí por un par de kilómetros de calles asfaltadas, pero conectados por una intrincada red de galerías subterráneas.
Y de secretos.
Jeremy se acercó a la primera estantería y acarició con la punta de los dedos los polvorientos lomos de las cubiertas.
-¡Mira, lo hemos conservado todo! -le dijo a Aelita con cierta satisfacción-. Desde las matemáticas básicas a la teoría avanzada de los grandes ordenadores de procesamiento en paralelo.
Agarró un volumen que tenía pinta de pesar por lo menos doscientos kilos y hojeó algunas páginas.
-¡Ah, esto sí que es un auténtico tesoro!
-¡Achís! -Odd empezó a estornudar a más no poder-. En realidad, yo había preferido algo más tradicional. ¡Achís! Algo como, no sé, un cofre lleno de doblones de oro...
-Eso es porque eres un ignorante -le replicó Ulrich riendo.
-Notas. Garabatos. Hasta una lista de la compra -Yumi había empezado a hurgar entre los apuntes y las hojas desperdigadas por el escritorio.
Kiwi hundió el hocico en una papelera volcada, y luego metió desgarbadamente todo su cuerpecillo dentro.
-Me parece que no lo entiendo, chicos. ¿Qué quiere decir que habéis conservado todo? -preguntó Aelita perpleja mientras acariciaba algunos de los viejos objetos que se encontraban en el desván-. ¿Todos... el qué?
-Ups, quizá no te lo hemos dicho todavía... -respondió Odd, ensimismado.
-¿Decirme qué?
-Sólo estabamos esperando el momento adecuado -intervino Jeremy.
-Después de todo...
-¿Se puede saber de qué narices estáis hablando? -insistió Aelita.
Jeremy se acercó.
-Es muy sencillo. Hace algún tiempo esta era tu casa.
-¿Mi casa?
-Exacto.
-¿Me estás diciendo que yo vivía aquí?
-Sí. Con tu padre, el creador de Lyoko.
-Mi padre... ¿creó Lyoko? -Aelita se sintió desfallecer.
-Sí. Tu padre se llamaba Franz Hopper. El profesor Hopper. Enseñaba en la academia Kadic.
-No... esperad un momento... -Aelita sacudió la cabeza, confusa, ahuyentando con la mano unos pensamientos que no conseguía atrapar-. ¿De verdad mi padre inventó Lyoko?
-Pues sí. Mientras tú estudiabas en el colegio -prosiguió Jeremy-. Parecía que todo andaba bien, hasta que... -se interrumpió de golpe, mirándola con seriedad-. ¿Te acuerdas de algo de la fecha del 6 de junio?
Aelita negó con la cabeza.
-¿Tendría que hacerlo?
-Es el día en que huiste con tu padre. El día en que entraste en uno de los escáneres de la vieja fábrica.
-¿Huímos...?
-No nos preguntes por qué. No lo sabemos.
-Y ¿cuándo se supone que pasó todo eso?
-Hace diez años.
-¿Hace diez años? -Aelita se llevó las manos a la cabeza, aturdida-. Pero... si yo era una alumna de la escuela... ¿cuántos años tenía?
-Más o menos... unos doce.
Aelita miró fijamente a su amigo, estupefacta.
-¡Imposible! ¡Si eso fuese verdad, ahora debería de tener más de veinte años!
Jeremy no conseguía imaginarse ni siquiera hasta qué punto todo eso podía resultarle doloroso y sobrecogedor a Aelita. Pero antes o después, de una forma u otra, ese momento iba a llegar, y Jeremy lo sabía muy bien. Ella tenía que recordar. Y con la memoria, inevitablemente, volvería también el dolor.
-Pero no los tienes -hizo un esfuerzo por sonreír, con dulzura-. Sé que puede parecer absurdo, pero no has envejecido. Mientras estabas dentro de Lyoko y el superordenador estaba pagado, el tiempo se detuvo para ti.
Aelita parecía trastornada, con el ceño fruncido y el rostro tenso, como si estuviese llevando a cabo un esfuerzo sobrehumano para tratar de darles un orden y un sentido a todos esos nuevos datos.
-Y ¿quién... apagó el superordenador, entonces? -fue lo único que logró preguntar.
-Eso tampoco lo sabemos -respondió Jeremy negando con la cabeza-. Tu padre, a lo mejor. O quien os estuviese persiguiendo. Tal vez alguien que pensaba que era demasiado peligroso mantenerlo encendido.
-Yo... vivía aquí con papá -repitió Aelita, como para convencerse de ello-. Y... ¿mi madre? También yo habré tenido una madre... ¿no?
-Lo siento... no sabemos nada de ella -esta vez fue Yumi quien respondió, esforzándose por no echarse a llorar.
Aelita la miró sin decir nada. Era todo tan absurdo y estaba tan lleno de zonas oscuras, de incógnitas sin respuesta... Y de todas formas, por más que se esforzaba, ya no conseguía ni pensar. Sentía como si la hubiesen vaciado, como si la hubiesen dejado sin fuerzas.
Con un gesto inconsciente, cogió de la boca de Kiwi un cuaderno que el perro había encontrado mientras hurgaba en la papelera. La cubierta, de cuero negro, estaba cerrada con una goma. Lo abrió mecánicamente y lo hojeó: todas sus páginas estaban en blanco. <<Vacío. Igual que mi cabeza...>>
Se metió el cuaderno en uno de los bolsillos traseros de los tejanos y se sentó en el suelo. Sólo quería cerrar los ojos y despertarse un mes más tarde, sin acordarse de nada de todo aquel asunto.
-Chicos -la voz de Odd rompió inesperadamente aquel silencio cargado de tensión-, nos hemos puesto todos demasiado nerviosos en este desván. Y nuestro día especial corre peligro de convertirse en un velatorio. ¿Qué tal si nos montamos algo divertido?
-¿Qué se te está pasando por la cabeza? -preguntó Yumi con desconfianza.
-¿Qué os parece si jugamos al... escondite?
La reacción de los demás fue, como mínimo, poco entusiasta.
Odd miró su alrededor, desconsolado, y suspiró.
-De acuerdo. Lo pillo. Me la ligo yo primero. ¡Pero no os busquéis escondites demasiado difíciles!
Luego salió por la puerta del estudio, dejándola abierta, se tapó lo ojos con las manos y empezó a contar en voz alta.
-Uno, dos, tres, cuatro...
Jeremy decidió que en el fondo Odd no había tenido una idea tan mala.
Agarró a Aelita por un brazo.
-Por aquí -le susurró al oído.
[Francia, Ciudad de la Torre de Hierro, 9 de enero]
-¡Achús! -estornudó Odd.
-¡Achís! -soltó Yumi como un eco.
Jeremy rió socarronamente.
-Después de todo, a lo mejor no ha sido una gran idea venir a hablar aquí fuera, con este frío.
-Podríamos seguir con la charla dentro de La Ermita -coincidió Ulrich-. Yo ya no siento las piernas. Creo que se me han congelado. Entonces, ¿qué me decís? ¿Volvemos al calorcito?
-¡A sus órdenes, gran jefe! -gritó Odd, y antes de que alguien pudiese darse cuenta ya le había estampado una bola de nieve a Jeremy en la cabeza.
El chico se desplomó en el suelo cuan largo era.
Yumi se encerró en el baño para darse una ducha caliente y lavarse el frío que se le había pegado al cuerpo. Ulrich y Odd, por su parte, se apalancaron en el salón, sepultados bajo una capa de mantas de unos diez centímetros de altura, a ver una película de terror. Kiwi estaba enroscado entre las piernas de Ulrich, que trataba inútilmente de hacer que se bajase.
-¡Jua, jua! -se carcajeaba Odd-. ¡Me parto!
-¿Se puede saber que es exactamente lo que te hace tanta gracia? -lo contradijo Ulrich, molesto-. ¡Ese monstruo le acaba de arrancar la cabeza!
-¡Pues eso mismo! ¡Muy fuerte! Espera, mira, ¿eh? Ahora se la carga. Ay, no me lo creo... ¡ja,ja,ja!
Aelita observaba aquella escena desde la puerta de la cocina.
-Odd es increíble, de verdad -comentó, divertida.
-¿En el sentido de que resulta increíble que exista alguien tan fuera de sus cabales? -le preguntó Jeremy con una sonrisa en los labios.
Bajó un cazo de un estante y lo puso sobre el fogón eléctrico, poniendo atención para no quemarse. Luego emepzó a echar chocolate en polvo y la leche.
-¡Un buen chocolate caliente es justo lo que nos hace falta! -le dijo Aelita mientras se sentaba a su lado.
Jeremy le echó un vistazo disimulado, con el rabillo del ojo, a la expresión satisfecha de su amiga.
-¿Qué tal te encuentras?
-Bah. No sabría decírtelo. Antes, mientras contabais vuestras historias, tenía la impresión de estar recordando algo. A ráfagas, como si fuesen fogonazos. Pero tenía la extraña sensación de que no había pasado de verdad, como si sólo lo hubiese soñado...
Aelita apoyó dulcemente la cabeza sobre el hombro de Jeremy, y sus cortos cabellos pelirrojos acariciaron el cuello del muchacho.
-¿Puedo preguntarte algo? -dijo en un leve susurro.
-Claro.
-¿Por qué no apagasteis el superordenador de una vez por todas cuando me sacasteis de él?
El polvo marrón se fue disolviendo lentamente en la leche.
-De hecho, lo intentamos.
-Pero algo salió mal.
-Pues sí. X.A.N.A. ha demostrado que está dispuesto a todo con tal de sobrevivir. Para impedirnos que lo apagásemos se sirvió de ti...
-¿De... mí?
Jeremy la miró a los ojos. Estudió aquel rostro menudo al que seguía añadiéndole mentalmente unas orejas de elfa.
-Tú eres la cura, Aelita. Eres la única que puede controlar las torres y... desactivar sus ataques.
--Ya, las torres... Pero, ¿por qué son tan importantes? ¿Cómo funcionan?
-Ah, eso lo descubrimos tiempo después -Jeremy removió el chocolate con la mirada perdida en el vacío-. Las torres son la conexión entre el mundo de Lyoko y... éste -al terminar la frase, Jeremy apoyó la mano sobre el microondas.
Aelita alzó una ceja.
-¿Hay una torre en el horno?
-Oye, que esto es algo serio. En Lyoko hay una torre prácticamente por cada aparato electrónico que existe en el mundo real. Y si atacas una torre de <<allí>>...
-... en realidad también estás modificando algo <<de aquí>>. Entendido.
-Exacto. Por lo menos en teoría, a través de las torres, X.A.N.A. era capaz de afectar a nuestros aparatos eléctrico. A cualquier cosa que tuviese electricidad, incluido... -Jeremy se tocó la cabeza- nuestro cerebro, que funciona gracias a microdescargas eléctricas. Con las debidas excepciones, obviamente. Odd, por ejemplo, no corre peligro.
La muchacha soltó una risilla, pero no se sentía en absoluto tranquila.
Yumi salió de la ducha con el pelo envuelto en una toalla. Odd y Ulrich aún seguían debajo de las mantas, concentrados en la <<hilarante>> escena final de la película.
-¿Y los demás? -preguntó.
-Eftán de chácharha en la cofina -farfulló Odd con la boca llena-. ¿Uda galledida?
-¡Pero si acabamos de comer hace una hora!
Odd se encogió de hombros y siguió mordisqueando media galleta. La otra mitad se la había tirado a Kiwi.
-¡Aquí estamos! -los interrumpió Jeremy, salieno de la cocina con Aelita. Llegaron hasta el sofá sosteniendo una bandeja con el chocolate, humeante y delicioso.
Olfateando aquel olorcillo, Kiwi aulló bajito.
-¡Venga, pues! -se espabiló Odd, agarrando los tazones de chocolate de la bandeja y repartiéndoselos a todos-. Es el momento de hacer un buen brindis chocolateado. Por nosotros... ¡y por nuestro último día de vacaciones!
-¡Chinchín!
-¡Mmmm! ¡Delicioso! -comentó Ulrich, masticando con satisfacción-. Incluso has dejado los grumos, como a mi me gusta...
Jeremy lo miró por encima de las gafas.
-¿De qué grumos hablas? En realidad yo lo he removido a conciencia.
-Pero... -dijo Ulrich. Tenía los mofletes inchados y masticaba con ahínco.
Luego se paró de golpe. Abrió de par en par los ojos, que se le inyectaron de sangre mientras la cara se le ponía colorada. Unos segundos después, Ulrich
-¡Agua! -gritó al tiempo que se ponía en pie de un brinco-. ¡Qué alguien me dé agua! ¡¡Ooooodd!!
Odd se estaba riendo tanto que casi no lograba respirar.
-¡Grumos! ¡Claro que sí, sabor guindilla extrafuerte! ¡Jua, jua! Se me ha ocurrido convertir el chocolate de nuestro amigo Ulrich en algo realmente inolvidable.
Los muchachos intercambiaron miradas perplejas, y luego explotaron en una extruendosa carcajada coral.
Ulrich volvió de la cocina con los ojos llorosos.
-¡Puaj! Menuda estupidez de broma.
-Ánimo, señor Stern, no me ponga esa cara. Además, las guindillas son buenas para el corazón. Lo he hecho pensando en tu salud.
-¡Venganza, Odd! ¡Venganza!
Yumi detuvo a Ulrich agarrándolo por los hombros, sin para de reír.
-¡Venga, hombre, qué venganza ni qué nada! ¿Por qué no hacemos mejor algo todos juntos?
-Por mí, bien -se apuntó de inmediato Odd, encantado de escapar del merecido castigo por aquella broma-. ¿Qué propones que hagamos?
-Vamos a explorar el desván -propuso Yumi con una extraña luz brillando en sus ojos.
El último piso de La Ermita estaba aislado del resto de la casa, y contenía un gran estudio. Pero nada de ordenadores: sólo una mesa enorme inundada de papelotes y tres pizarras cubiertas de fórmulas a medio borrar. En una esquina había un pequeño aparador y una cafetera y un hornillo eléctricos, junto a los que todavía se encontraban una taza sucia con el borde mellado.
Por lo demás todo eran libros. Libros encima de más libros. Centenares de ellos, amontonados en estanterías ruinosas o apilados por el suelo, abiertos y cerrados, grandes y pequeños. Colecciones enteras de revistas aún empaquetadas en cajas de cartón.
El desván estaba iluminado por tres ventanas. La primera daba al caminito de entrada de La Ermita y a la calle. Desde la segunda, que encaraba a la dirección opuesta, se veían el parque de la academia Kadic. La tercera ventana, la más amplia de todas, ofrecía unas sugerentes vistas del antiguo barrio industrial, a lo lejos, con el puente y el islote de la fábrica abandonada.
La Ermita. La academia Kadic. La fábrica.
Tres lugares separados entre sí por un par de kilómetros de calles asfaltadas, pero conectados por una intrincada red de galerías subterráneas.
Y de secretos.
Jeremy se acercó a la primera estantería y acarició con la punta de los dedos los polvorientos lomos de las cubiertas.
-¡Mira, lo hemos conservado todo! -le dijo a Aelita con cierta satisfacción-. Desde las matemáticas básicas a la teoría avanzada de los grandes ordenadores de procesamiento en paralelo.
Agarró un volumen que tenía pinta de pesar por lo menos doscientos kilos y hojeó algunas páginas.
-¡Ah, esto sí que es un auténtico tesoro!
-¡Achís! -Odd empezó a estornudar a más no poder-. En realidad, yo había preferido algo más tradicional. ¡Achís! Algo como, no sé, un cofre lleno de doblones de oro...
-Eso es porque eres un ignorante -le replicó Ulrich riendo.
-Notas. Garabatos. Hasta una lista de la compra -Yumi había empezado a hurgar entre los apuntes y las hojas desperdigadas por el escritorio.
Kiwi hundió el hocico en una papelera volcada, y luego metió desgarbadamente todo su cuerpecillo dentro.
-Me parece que no lo entiendo, chicos. ¿Qué quiere decir que habéis conservado todo? -preguntó Aelita perpleja mientras acariciaba algunos de los viejos objetos que se encontraban en el desván-. ¿Todos... el qué?
-Ups, quizá no te lo hemos dicho todavía... -respondió Odd, ensimismado.
-¿Decirme qué?
-Sólo estabamos esperando el momento adecuado -intervino Jeremy.
-Después de todo...
-¿Se puede saber de qué narices estáis hablando? -insistió Aelita.
Jeremy se acercó.
-Es muy sencillo. Hace algún tiempo esta era tu casa.
-¿Mi casa?
-Exacto.
-¿Me estás diciendo que yo vivía aquí?
-Sí. Con tu padre, el creador de Lyoko.
-Mi padre... ¿creó Lyoko? -Aelita se sintió desfallecer.
-Sí. Tu padre se llamaba Franz Hopper. El profesor Hopper. Enseñaba en la academia Kadic.
-No... esperad un momento... -Aelita sacudió la cabeza, confusa, ahuyentando con la mano unos pensamientos que no conseguía atrapar-. ¿De verdad mi padre inventó Lyoko?
-Pues sí. Mientras tú estudiabas en el colegio -prosiguió Jeremy-. Parecía que todo andaba bien, hasta que... -se interrumpió de golpe, mirándola con seriedad-. ¿Te acuerdas de algo de la fecha del 6 de junio?
Aelita negó con la cabeza.
-¿Tendría que hacerlo?
-Es el día en que huiste con tu padre. El día en que entraste en uno de los escáneres de la vieja fábrica.
-¿Huímos...?
-No nos preguntes por qué. No lo sabemos.
-Y ¿cuándo se supone que pasó todo eso?
-Hace diez años.
-¿Hace diez años? -Aelita se llevó las manos a la cabeza, aturdida-. Pero... si yo era una alumna de la escuela... ¿cuántos años tenía?
-Más o menos... unos doce.
Aelita miró fijamente a su amigo, estupefacta.
-¡Imposible! ¡Si eso fuese verdad, ahora debería de tener más de veinte años!
Jeremy no conseguía imaginarse ni siquiera hasta qué punto todo eso podía resultarle doloroso y sobrecogedor a Aelita. Pero antes o después, de una forma u otra, ese momento iba a llegar, y Jeremy lo sabía muy bien. Ella tenía que recordar. Y con la memoria, inevitablemente, volvería también el dolor.
-Pero no los tienes -hizo un esfuerzo por sonreír, con dulzura-. Sé que puede parecer absurdo, pero no has envejecido. Mientras estabas dentro de Lyoko y el superordenador estaba pagado, el tiempo se detuvo para ti.
Aelita parecía trastornada, con el ceño fruncido y el rostro tenso, como si estuviese llevando a cabo un esfuerzo sobrehumano para tratar de darles un orden y un sentido a todos esos nuevos datos.
-Y ¿quién... apagó el superordenador, entonces? -fue lo único que logró preguntar.
-Eso tampoco lo sabemos -respondió Jeremy negando con la cabeza-. Tu padre, a lo mejor. O quien os estuviese persiguiendo. Tal vez alguien que pensaba que era demasiado peligroso mantenerlo encendido.
-Yo... vivía aquí con papá -repitió Aelita, como para convencerse de ello-. Y... ¿mi madre? También yo habré tenido una madre... ¿no?
-Lo siento... no sabemos nada de ella -esta vez fue Yumi quien respondió, esforzándose por no echarse a llorar.
Aelita la miró sin decir nada. Era todo tan absurdo y estaba tan lleno de zonas oscuras, de incógnitas sin respuesta... Y de todas formas, por más que se esforzaba, ya no conseguía ni pensar. Sentía como si la hubiesen vaciado, como si la hubiesen dejado sin fuerzas.
Con un gesto inconsciente, cogió de la boca de Kiwi un cuaderno que el perro había encontrado mientras hurgaba en la papelera. La cubierta, de cuero negro, estaba cerrada con una goma. Lo abrió mecánicamente y lo hojeó: todas sus páginas estaban en blanco. <<Vacío. Igual que mi cabeza...>>
Se metió el cuaderno en uno de los bolsillos traseros de los tejanos y se sentó en el suelo. Sólo quería cerrar los ojos y despertarse un mes más tarde, sin acordarse de nada de todo aquel asunto.
-Chicos -la voz de Odd rompió inesperadamente aquel silencio cargado de tensión-, nos hemos puesto todos demasiado nerviosos en este desván. Y nuestro día especial corre peligro de convertirse en un velatorio. ¿Qué tal si nos montamos algo divertido?
-¿Qué se te está pasando por la cabeza? -preguntó Yumi con desconfianza.
-¿Qué os parece si jugamos al... escondite?
La reacción de los demás fue, como mínimo, poco entusiasta.
Odd miró su alrededor, desconsolado, y suspiró.
-De acuerdo. Lo pillo. Me la ligo yo primero. ¡Pero no os busquéis escondites demasiado difíciles!
Luego salió por la puerta del estudio, dejándola abierta, se tapó lo ojos con las manos y empezó a contar en voz alta.
-Uno, dos, tres, cuatro...
Jeremy decidió que en el fondo Odd no había tenido una idea tan mala.
Agarró a Aelita por un brazo.
-Por aquí -le susurró al oído.
7º capítulo.
John F. Bullenberg
[Golfo de México. 9 de enero]
La moto, una Hayabusa turbo que alcanzaba más de trescientos por hora, derrapó delante del hangar y se detuvo bruscamente, dejando un largo raspón negro en el asfalto.
El temerario motociclista era un joven de veintitrés años que llevaba unos vaqueros rotos, una cazadora de cuero negro, un casco con la pantalla ahumada y una pequeña mochila.
Bajó la pata de cabra con un pie y se quitó el casco.
-¡Hola, Fernando! -le gritó a un mecánico vestido con un mono azul que estaba saliendo del hangar, mientras le tiraba las llaves de la moto.
-¡Jonh! ¿Ya te vuelves a ir? -el mecánico, que hablaba en un español un poco arrastrado, las cogió al vuelo.
-Pues sí. Por desgracia, se me han acabado las vacaciones. ¿Puedes encargarte tú de aparcar la moto? Ya voy con retraso.
-Sin problema.
El jet privado era un Gulfstream G550 de casi setenta millones de dolares. En el fuselaje, de un color azul claro, destacaba el logotipo multicolor de Music Oh, el gran portal musical.
John F. Bullenberg se dirigió con paso firme hacia la escalerilla, mientras desde la puerta abierta asomaba la cabeza una azafata.
-¡Bienvenido a bordo, señor Bullenberg!
-Llámame John, que si no me equivoco, tenemos la misma edad.
La joven olía a flores.
-A decir verdad tengo un año más que usted, señor... John -respondió mientras se ruborizaba.
John le sonrió. Al entrar se dirigió a la cabina de pilotaje: Tony y Matt lo estaban esperando con una taza de café en la mano. En las hombreras de sus camisas llevaban un pin con el logotipo de Music-Oh, que también estaba bien visible en el uniforme de la azafata.
-Buenas, muchachos.
-Estamos listos para salir -dijo Tony-. ¿Te apetece tomar los mandos durante el despegue? Este vejete que está a mi lado necesita a alguien que le dé el relevo.
-¡Oye! -bromeó Matt-. Tú si que eres el vejete que tendría que descansar.
John se había sacado hacía poco la licencia de vuelo, y Tony y Matt sabían que le encantaba pilotar el reactor. Pero en esta ocasión el muchacho sacudió la cabeza negativamente.
A lo mejor a la hora de aterrizar. Tengo que volver a ponerme a trabajar...
La cabina de pasajeros era un elegante saloncito con muebles de caoba y asientos de cuero de color claro. John se arrellanó en el que quedaba más cerca y sacó de su mochila un portátil.
-¿Quieres algo de beber? -le preguntó la azafata. John no la había visto nunca. Debía de ser nueva.
-No, gracias.
Hasta los veintiuno, John F. Bullenberg había sido un muchacho como tantos otros: un estudiante sin blanca de la Universidad de California, siempre atrasado con el alquiler y los exámenes. Luego, un buen día, se le había ocurrido la idea de un programa informático capaz de poner en contacto a los melómanos de todo el mundo.
Había programado la primera versión de Music-Oh a altas horas de la noche, después de terminar su turno en un restaurante de comida rápida donde trabajaba. Desde aquel momento las cosas habían empezado a ir de la forma adecuada: motos rápidas, su jet privado, chalés por todo el mundo...
Ahora estaba a punto de despegar de Costa Rica, a donde había invitado a un puñado de amigos para pasar juntos las navidades, en dirección a California.
John F. Bullenberg vivía en un mundo de ensueño.
-En cinco minutos despegamos -anunció Tony por megafonía-. Mientras tanto, tengo al teléfono a Margie, que quiere hablar contigo.
Margie era su asistente personal. John tenía la esperanza de que antes o después se convertiría también en su novia, pero hasta el momento no había tenido éxito. Incluso había rechazado su invitación para el almuerzo del día de Navidad.
El joven cogió el teléfono de su asiento.
-Muy buenas.
-¿Habéis despegado ya?
-Todavía no. ¿Hay algún problema?
Margie era una muchacha menuda y de ojos negros, muy hermosa, y con una sonrisa perenne en los labios.
Pero en esta ocasión su voz sonó seria y preocupada.
-Oye, John, parece que Music-Oh ha sido infectado por un virus.
No era ninguna novedad: durante el año que acababa de terminar había habido por lo menos un centenar de de ataques, y John tenía a su servicia a la flor y nata de los programadadores que se ocupaba de este tipo de problemas. Pero esta vez Margie había decidido contárselo personalmente.
Fue justo eso lo que le preocupó.
-¿Es grave?
-De momento ha infectado poquísimos ordenadores. Nueve o diez en total. Pero el problema no es ése. La cuestión es que... yo nunca había visto nada por el estilo.
¿Diez ordenadores? Music-Oh tenía una comunidad de casi quinientos millones de usuarios registrados: ¿por qué lo molestaba Margie por una tontería así?
-¿Has hecho algunas proyecciones estadísticas? ¿Qué nivel de infectividad tiene?
-Pongámoslo así: podría convertirse en el mayor desastre informático desde los tiempos del efecto dos mil.
John no lograba dar crédito a sus oídos. Pensó que Margie le estaba tomando el pelo. Pero a Margie no le gustaban las bromas. Y mucho menos ese tipo de bromas.
-Vale. Mándame un e-mail, que me lo leo ya mismo. ¿Has hablado ya con Francis?
-Todavía no: él también está de vacaciones. Esperaba que pudieras llamarlo tú.
-Claro que sí. Espero tu mensaje. Te he echado de menos -añadió apresuradamente John. Después cortó la comunicación.
psita.
El primer e-mail de Margie le llegó cuando ya estaban en el aire. El mensaje sólo tenía dos frases.
Aquí tienes. Date prisa, decía.
John hizo clic en él, y en la pantalla de su portátil apareció una imagen. Dos círculos concéntricos, tres rayitas en la parte de abajo y una arriba, una especie de diana de tiro al blanco.
<<O también... un ojo>>, pensó.
-Te he preparado un té frío -le dijo la azafata. John no respondió. Abrió el programa de depuración desde el que podía chequear el código de programación de Music-Oh. Analizó el código fuente de la página, trabajó en él, lo modificó.
-A ver si ahora funciona -murmuró entre dientes.
Apretó el botón compilar. Unos segundos de espera. Después se quedó con la boca abierta al ver como el código que con tanto esfuerzo había programado empezaba a moverse y fluctuar y las letras saltaban arriba y abajo en un vórtice de símbolos. Estaban formando un dibujo. Aquel dibujo.
Dos círculos concéntricos. Cuatro rayitas.
Otra vez ese extraño ojo.
John soltó una maldición, descargando el puño contra el cuero blanco de su asiento. Intentó salir del programa de depuración, pero se había bloqueado.
-¿Va todo bien? -le preguntó la azafata con amabilidad.
-Me parece que no -suspiró John-. Para nada.
Se sacó el móvil de un bolsillo y le hizo un par de fotos a la pantalla. Se las envió a su amigo Francis por MMS. Averigua qué es esta movida.
Después apagó el ordenador.
Y volvió a imprecar.
El MMS de John fue transmitido desde su teléfono hasta una torre de repetición, y de ahí a otra, y luego a otra más.
Durante el viaje un pequeño fragmento digital integrado en el mensaje cambió repentinamente de dirección. Era sólo una breve cadena de código sin nombre ni memoria, pero en cierto sentido estaba viva. El programa logró introducirse en el ordenador de la compañía telefónica, y desde allí convocó otros fragmentos sin nombre. Lo estaban esperando.
Era como un imán que atraía hacia sí una multitud de pequeñas virutas de metal, de forma que iba volviéndose cada vez más fuerte.
Sus células digitales retomaban sus puestos, volvían a empezar a funcionar. Trataban de acceder a aquel tesoro de recuerdos que estaba todavía encerrado bajo llave en una caja fuerte.
<<No estoy muerto>>, pensó aquel ser mientras seguía buscando sus fragmentos.
Un ordenador de la compañía telefónica se bloqueó mientras la entidad digital se desplazaba por las líneas eléctricas.
No estoy muerto.
Ah, sí. Ahora me acuerdo.
Estoy volviendo.
Unos segundos más tarde, en una apartada casa del estado de Maine, el móvil de un programador llamado Francis empezó a sonar.
El hombre cogió el teléfono y leyó el mensaje.
Averigua que es esta movida.
También había dos archivos adjuntos: las habituales páginas iniciales de Music-Oh, que ya había visto millones de veces.
Pensando que se trataba de una broma, respondió: Esta <<movida>> es la web más bonita del mundo.
Su teléfono volvió a sonar.
-¿Francis? ¿A qué viene esta broma?
-¿Qué quieres decir?
-Te he mandado dos fotos de este virus tan raro. Esa especie de... cosa con dos círculos y...
-John, ¿se puede saber de que narices estás hablando? En las fotos que me has mandado no se ve ningún virus. ¡De hecho, no se ve nada de nada, aparte de la página inicial de toda la vida de Music-Oh!
John tuvo que hacer que se las reenviase de vuelta para poder creerselo. El sitio web volvía a funcionar.
El virus había desaparecido sin dejar huellas.
Se había desvanecido.
[Golfo de México. 9 de enero]
La moto, una Hayabusa turbo que alcanzaba más de trescientos por hora, derrapó delante del hangar y se detuvo bruscamente, dejando un largo raspón negro en el asfalto.
El temerario motociclista era un joven de veintitrés años que llevaba unos vaqueros rotos, una cazadora de cuero negro, un casco con la pantalla ahumada y una pequeña mochila.
Bajó la pata de cabra con un pie y se quitó el casco.
-¡Hola, Fernando! -le gritó a un mecánico vestido con un mono azul que estaba saliendo del hangar, mientras le tiraba las llaves de la moto.
-¡Jonh! ¿Ya te vuelves a ir? -el mecánico, que hablaba en un español un poco arrastrado, las cogió al vuelo.
-Pues sí. Por desgracia, se me han acabado las vacaciones. ¿Puedes encargarte tú de aparcar la moto? Ya voy con retraso.
-Sin problema.
El jet privado era un Gulfstream G550 de casi setenta millones de dolares. En el fuselaje, de un color azul claro, destacaba el logotipo multicolor de Music Oh, el gran portal musical.
John F. Bullenberg se dirigió con paso firme hacia la escalerilla, mientras desde la puerta abierta asomaba la cabeza una azafata.
-¡Bienvenido a bordo, señor Bullenberg!
-Llámame John, que si no me equivoco, tenemos la misma edad.
La joven olía a flores.
-A decir verdad tengo un año más que usted, señor... John -respondió mientras se ruborizaba.
John le sonrió. Al entrar se dirigió a la cabina de pilotaje: Tony y Matt lo estaban esperando con una taza de café en la mano. En las hombreras de sus camisas llevaban un pin con el logotipo de Music-Oh, que también estaba bien visible en el uniforme de la azafata.
-Buenas, muchachos.
-Estamos listos para salir -dijo Tony-. ¿Te apetece tomar los mandos durante el despegue? Este vejete que está a mi lado necesita a alguien que le dé el relevo.
-¡Oye! -bromeó Matt-. Tú si que eres el vejete que tendría que descansar.
John se había sacado hacía poco la licencia de vuelo, y Tony y Matt sabían que le encantaba pilotar el reactor. Pero en esta ocasión el muchacho sacudió la cabeza negativamente.
A lo mejor a la hora de aterrizar. Tengo que volver a ponerme a trabajar...
La cabina de pasajeros era un elegante saloncito con muebles de caoba y asientos de cuero de color claro. John se arrellanó en el que quedaba más cerca y sacó de su mochila un portátil.
-¿Quieres algo de beber? -le preguntó la azafata. John no la había visto nunca. Debía de ser nueva.
-No, gracias.
Hasta los veintiuno, John F. Bullenberg había sido un muchacho como tantos otros: un estudiante sin blanca de la Universidad de California, siempre atrasado con el alquiler y los exámenes. Luego, un buen día, se le había ocurrido la idea de un programa informático capaz de poner en contacto a los melómanos de todo el mundo.
Había programado la primera versión de Music-Oh a altas horas de la noche, después de terminar su turno en un restaurante de comida rápida donde trabajaba. Desde aquel momento las cosas habían empezado a ir de la forma adecuada: motos rápidas, su jet privado, chalés por todo el mundo...
Ahora estaba a punto de despegar de Costa Rica, a donde había invitado a un puñado de amigos para pasar juntos las navidades, en dirección a California.
John F. Bullenberg vivía en un mundo de ensueño.
-En cinco minutos despegamos -anunció Tony por megafonía-. Mientras tanto, tengo al teléfono a Margie, que quiere hablar contigo.
Margie era su asistente personal. John tenía la esperanza de que antes o después se convertiría también en su novia, pero hasta el momento no había tenido éxito. Incluso había rechazado su invitación para el almuerzo del día de Navidad.
El joven cogió el teléfono de su asiento.
-Muy buenas.
-¿Habéis despegado ya?
-Todavía no. ¿Hay algún problema?
Margie era una muchacha menuda y de ojos negros, muy hermosa, y con una sonrisa perenne en los labios.
Pero en esta ocasión su voz sonó seria y preocupada.
-Oye, John, parece que Music-Oh ha sido infectado por un virus.
No era ninguna novedad: durante el año que acababa de terminar había habido por lo menos un centenar de de ataques, y John tenía a su servicia a la flor y nata de los programadadores que se ocupaba de este tipo de problemas. Pero esta vez Margie había decidido contárselo personalmente.
Fue justo eso lo que le preocupó.
-¿Es grave?
-De momento ha infectado poquísimos ordenadores. Nueve o diez en total. Pero el problema no es ése. La cuestión es que... yo nunca había visto nada por el estilo.
¿Diez ordenadores? Music-Oh tenía una comunidad de casi quinientos millones de usuarios registrados: ¿por qué lo molestaba Margie por una tontería así?
-¿Has hecho algunas proyecciones estadísticas? ¿Qué nivel de infectividad tiene?
-Pongámoslo así: podría convertirse en el mayor desastre informático desde los tiempos del efecto dos mil.
John no lograba dar crédito a sus oídos. Pensó que Margie le estaba tomando el pelo. Pero a Margie no le gustaban las bromas. Y mucho menos ese tipo de bromas.
-Vale. Mándame un e-mail, que me lo leo ya mismo. ¿Has hablado ya con Francis?
-Todavía no: él también está de vacaciones. Esperaba que pudieras llamarlo tú.
-Claro que sí. Espero tu mensaje. Te he echado de menos -añadió apresuradamente John. Después cortó la comunicación.
psita.
El primer e-mail de Margie le llegó cuando ya estaban en el aire. El mensaje sólo tenía dos frases.
Aquí tienes. Date prisa, decía.
John hizo clic en él, y en la pantalla de su portátil apareció una imagen. Dos círculos concéntricos, tres rayitas en la parte de abajo y una arriba, una especie de diana de tiro al blanco.
<<O también... un ojo>>, pensó.
-Te he preparado un té frío -le dijo la azafata. John no respondió. Abrió el programa de depuración desde el que podía chequear el código de programación de Music-Oh. Analizó el código fuente de la página, trabajó en él, lo modificó.
-A ver si ahora funciona -murmuró entre dientes.
Apretó el botón compilar. Unos segundos de espera. Después se quedó con la boca abierta al ver como el código que con tanto esfuerzo había programado empezaba a moverse y fluctuar y las letras saltaban arriba y abajo en un vórtice de símbolos. Estaban formando un dibujo. Aquel dibujo.
Dos círculos concéntricos. Cuatro rayitas.
Otra vez ese extraño ojo.
John soltó una maldición, descargando el puño contra el cuero blanco de su asiento. Intentó salir del programa de depuración, pero se había bloqueado.
-¿Va todo bien? -le preguntó la azafata con amabilidad.
-Me parece que no -suspiró John-. Para nada.
Se sacó el móvil de un bolsillo y le hizo un par de fotos a la pantalla. Se las envió a su amigo Francis por MMS. Averigua qué es esta movida.
Después apagó el ordenador.
Y volvió a imprecar.
El MMS de John fue transmitido desde su teléfono hasta una torre de repetición, y de ahí a otra, y luego a otra más.
Durante el viaje un pequeño fragmento digital integrado en el mensaje cambió repentinamente de dirección. Era sólo una breve cadena de código sin nombre ni memoria, pero en cierto sentido estaba viva. El programa logró introducirse en el ordenador de la compañía telefónica, y desde allí convocó otros fragmentos sin nombre. Lo estaban esperando.
Era como un imán que atraía hacia sí una multitud de pequeñas virutas de metal, de forma que iba volviéndose cada vez más fuerte.
Sus células digitales retomaban sus puestos, volvían a empezar a funcionar. Trataban de acceder a aquel tesoro de recuerdos que estaba todavía encerrado bajo llave en una caja fuerte.
<<No estoy muerto>>, pensó aquel ser mientras seguía buscando sus fragmentos.
Un ordenador de la compañía telefónica se bloqueó mientras la entidad digital se desplazaba por las líneas eléctricas.
No estoy muerto.
Ah, sí. Ahora me acuerdo.
Estoy volviendo.
Unos segundos más tarde, en una apartada casa del estado de Maine, el móvil de un programador llamado Francis empezó a sonar.
El hombre cogió el teléfono y leyó el mensaje.
Averigua que es esta movida.
También había dos archivos adjuntos: las habituales páginas iniciales de Music-Oh, que ya había visto millones de veces.
Pensando que se trataba de una broma, respondió: Esta <<movida>> es la web más bonita del mundo.
Su teléfono volvió a sonar.
-¿Francis? ¿A qué viene esta broma?
-¿Qué quieres decir?
-Te he mandado dos fotos de este virus tan raro. Esa especie de... cosa con dos círculos y...
-John, ¿se puede saber de que narices estás hablando? En las fotos que me has mandado no se ve ningún virus. ¡De hecho, no se ve nada de nada, aparte de la página inicial de toda la vida de Music-Oh!
John tuvo que hacer que se las reenviase de vuelta para poder creerselo. El sitio web volvía a funcionar.
El virus había desaparecido sin dejar huellas.
Se había desvanecido.
martes, 19 de abril de 2011
6º capítulo
No soy humana
Tiempo. Necesitaban tiempo.
Tiempo para entender qué era X.A.N.A.
Y quién o qué era Aelita.
Los muchachos volvieron a sus vidas cotidianas, a las actividades normales de la escuela: las clases, los deberes, las estúpidas quedadas entre chavales que ahora trataban de evitar a toda costa... Pero en cuanto podían se encontraban para hablar en el se creto más absoluto de Aelita, X.A.N.A. y todo lo que tuviese que ver con Lyoko, aquel extraño mundo virtual que poco a poco estaban empezando a conocer, pero que aún así seguía constelado de zonas sombrías.
La forma en la que Jeremy había tratado de explicarse la cuestión era que X.A.N.A. era una especie de virus enloquecido y Aelita, su ativirus natural. Pero esa explicación no bastaba para entenderlo todo.
Más bien, a decir verdad, no bastaba para entender casi nada.
¿Qué eran aquellas torres? ¿Por qué había tantas diseminadas por cuatro sectores? ¿Y esos extraños fenómenos electrónicos que habían empezado a suceder desde que había encendido el superordenador? Bombillas que explotaban, impresoras y minicadenas que se encendían solas, televisores que emitían resplandores azules y luego no volvían a dar señales de vida... ¿Había alguna relación entre esos acontecimientos y Lyoko, o estaban simplemente volviéndose los tres un poco paranoicos?
Tiempo.
Necesitaban tiempo.
Y a lo mejor, con el tiempo...
Con unas enormes ojeras negras, Jeremy alzó la cabeza de la consola del superordenador, tratando de quitarse de encima esos pensamientos.
-Y ésta, ¿quién es? - le preguntó a Ulrich, con cierto tono de reproche, mientras señalaba a la muchacha que estaba a su lado, que miraba a su alrededor con los ojos abiertos de par en par por la estupefacción. En realidad, la conocía, por lo menos de vista.
Sabía que se llamaba Yumi Ishiyama. Y que era un año mayor que ellos.
Su amigo agachó la cabeza y se ruborizó ligeramente.
-Bueno, ella... Es decir... eeeeh... Me ha seguido. La he pillado fisgoneando por abajo...
-En la habitación de los escáneres -completó la muchacha.
Ulrich se sentía violentísimo. Yumi, como poco, aguerrida.
-Así que le has contado todo, ¿eh? -masculló Jeremy, contrariado.
-¡No le he contado nada de nada!
-Y entonces, ¿cómo es que ha venido a parar aquí?
-¡Hombres! -exclamó Yumi-. ¿Desde cuando se supone qué sabéis mantener un secreto? ¡Venga, hombre, que yo también quiero entrar en ese mundo de Lyoko!
-Dejémoslo estar.
-¿Es que os pensáis que tengo miedo?
-No es asunto para mujercitas... -bufó Jeremy, agotadísimo.
-¿Ah, no? ¡Ulrich me ha dicho que ahí dentro hay una chica! -dijo Yumi señalando las pantallas del ordenador.
Jeremy le dirigió a su amigo una mirada de enfado.
-Bueno... algo, lo que se dice algo... se lo he contado, Jeremy, pero...
-¡A estas alturas estará arta de tratar con tres chiquillos como vosotros! -prosiguió Yumi-. Me imagino que sentirá la necesidad de hablar en serio con otra chica.
Jeremy pareció sopesar el asunto.
-¡No le hagas ni caso, Jeremy! -intervino Ulrich-. ¡Menuda <<chica>>! Yumi sabe más artes marciales que cualquier tío. Y arrea como el que más: si yo soy un samurai, ella vale por dos.
Yumi lo fulminó con la mirada. Pero Jeremy ya no estaba escuchando. Estaba pensando si la aparición de Yumi, en vez de un desagradable contratiempo, podría considerarse como una oportunidad. Puede que Yumi tuviese razón. Tal vez la chica virtual hablaría más a sus anchas con otra chica como ella. Tal vez. Aunque a esas alturas Aelita y él ya se entendían muy bien.
Jeremy asintió con un gesto expeditivo.
-Estás bien. Si de verdad tienes tantas ganas, preparaos.
El escáner se cerró en un abrazo en torno a Yumi. Luego se hizo la luz, y el aire caliente que la rodeó le alzó el cabello hacia el cielo. Yumi se <<materializó>> en Lyoko con un quimono tradicional cerrado por un obi alto y estrecho que estaba anudado por la espalda con un lazo rígido. Llevaba el pelo recogido y sujeto por unos palillos.
Su cara estaba cubierta de maquillaje blanco, y tenía un par de abanicos tan afilados como cuchillas en las manos.
Yumi y Ulrich habían aparecido en el sector del desierto. Dunas poco pronunciadas interrumpidas de cuando en cuando por algunas rocas: un paisaje tan vacío y desolado que daba vértigo.
Pero Yumi ya sentía vértigo por su cuenta. Se sentía como mínimo desorientada.
-¿Qué tal estás? -le preguntó Ulrich con tono comprensivo.
-Bien... creo.
-Al principio no es nada fácil moverse aquí dentro. Pero el quimono te queda muy bien. ¡Estás brutal!
Yumi no le respondió. Dio un par de pasos, sintiendo como le zumbaba la cabeza. <<Es sólo porque no es real -pensó-. Por eso hace que me sienta tan desubicada. Es porque no reconozco ningún elemento del ambiente en el que suelo moverme>>.
-No te preocupes -le dijo Ulrich con una sonrisa-. Tus ojos y tu cuerpo todavía tienen que acostumbrarse a Lyoko. Sólo hace falta un poco de tiempo.
Yumi miró la torre blanca que se destacaba en la lotananza.
No conseguía entender que finalidad podía tener aquel edificio.
La base de la torre era oscura y tenía unas gruesas raíces que la anclaban al terreno, y luego se proyectaba hacia arriba un cilindro blanquísimo que se perdía en un cielo carente de dimensiones.
-Es bonita, ¿verdad? -le preguntó una voz junto a ella.
Yumi se giró. Era Aelita.
Quién sabe por qué, pero se la había imaginado distinta, más alta, más... adulta. Y sin embargo tenía frente a ella a una especie de niña asustada.
-Bonita y... misteriosa -respondió mientras volvía a dirigir su mirada hacia la torre.
Ulrich se alejó de las muchachas.
-Y nosotros no podemos entrar. Sólo ella puede -dijo señalando a Aelita.
Yumi asintió con la cabeza.
-Ulrich me ha contado que tú eres la... guardiana de todo esto.
-En cierto sentido sí.
-Y también me ha dicho que hay... monstruos que te persiguen.
-Y que os persiguen a vosotros, si estáis conmigo.
-¿Por qué?
-No lo sé. Como tampoco sé cual es la razón por la que todas esas torres...
Aelita no logró acabar la frase.
Todo el horizonte se vio sacudido por una fuerte vibración, como una especie de terremoto digital, que hizo que los muchachos se tambaleasen. Al instante siguiente la torre, que antes había sido blanquísima, despidió antes sus ojos un resplandor azul, y luego empezó a exudar una inquietante niebla de color rojo sangre. Un canto estridente y agudo se propagó por el aire, como el chirrido de mil tizas contra la superficie de una gigantesca pizarra.
-¡Fuera de ahí, rápido! -gritó Jeremy desde el aire que los rodeaba.
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó Yumi, asustada.
La muchacha elfa la tomó de la mano y la llevó al abrigo de una roca agrietada que había tras ellos.
-Quédate aquí quieta -le aconsejó-. Con suerte, él no debería verte.
-Pero, ¿qué está pasando? ¿Quién no debería verme?
-X.A.N.A., el ser que me está persiguiendo
La torre empezó a emitir siniestros resplandores intermitentes.
Aelita la observó con preocupación.
.Me ha encontrado -añadió con la voz cargada de preocupación-. Está llamando a los monstruos para...
Una vez más, no consiguió terminar la frase.
-De repente, de la arena que había junto a ellas salió el esquelético cuerpo de un monstruo aracnoide, que se levantó de golpe, aferrándola.
Yumi rodó por la arena.
¡Aelita, no! -gritó Jeremy, alarmado.
Pero, en lugar de golpear a la muchacha, la tarántula la levantó y la acercó a su largo hocico peludo. Un instante después, una horrible trompa empezó a apretarse contra su pecho.
-¡NO!
Aelita se quedó sin aliento. La trompa la estaba aplastando, como si quisiera atravesarla de parte a parte. El ojo de X.A.N.A. dibujado en el cuerpo de la araña estaba tan cerca como para poder tocarlo.
El monstruo la estaba olfateando.
Después se oyó como un silbido metálico hendía el aire.
El abanico de Yumi apareció de la nada y cortó en dos el hocico de la tarántula, saliendo por el ojo de X.A.N.A. con un chorro de luz.
El monstruo se desintegró, y Aelita cayó en la arena.
Una mano la ayudó a levantarse. Era la de Ulrich.
Perdona si hemos tardado un poco -le dijo él con una sonrisa.
Detrás de ellos, en la torre, vibraban unos reflejos inquietantes.
Tengo que... ir a curarla. .dijo la muchacha de forma mecánica.
La escoltaron hasta las raíces de la torre, y entonces Aelita atravesó la pared y subió hasta la plataforma superior.
Apoyó una mano en la pantalla translúcida. Fue reconocida.
AELITA.
CÓDIGO LYOKO.
Los símbolos de las paredes de la torre empezaron a caer, y una vez más X.A.N.A. fue reabsorbido. Borrado. Exiliado.
-¿Se desplaza... a través de las torres? -estaba preguntando Yumi mientras esperaba fuera.
El viento del desierto deperdigaba la arena en todas direcciones.
-Algo por el estilo -respondió Ulrich-. Y quiere a Aelita.
-¿De modo que volverá?
-Él siempre vuelve... -susurró la pequeña elfa, brotando de repente del muro blanco y cilíndrico de la torre. Se tambaleó delante de ellos y se desplomó en los brazos de Yumi, extenuada.
-¿Qué te ocurre? -le preguntó Yumi mientras la sostenía y le acariciaba el rostro-. Pareces muy cansada.
-Enseguida se me pasa...
Yumi miró a Ulrich, preocupada.
-¿No podemos llevárnosla de aquí?
-No sabemos como hacerlo.
-¿Jeremy?
Ulrich tiene razón. Cuando os encontráis en Lyoko disponéis de un cierto número de puntos de vida. Cada vez que os alcanzan los monstruos esos puntos disminuyen un poco. Cuando llegáis a cero, salís del juego. Pero para ella es distinto...
Al oír aquellas palabras, Aelita alzó la mirada. Tenía lágrimas en los ojos.
-Sí, ara mi es distinto. Yo soy distinta. Vosotros sólo estáis <<jugando>> a la realidad virtual, pero yo vivo dentro de Lyoko, ¡ésta es mi realidad!
.Aelita, no...
-¡Yo no soy humana! ¡Soy un programa de ordenador!
-¡Te equivocas! -Jeremy sacudió la cabeza con fuerza-. X.A.N.A. es un programa de ordenador, ¡pero tú no! Tú no eres así.
-Soy exactamente así.
-Estás temblando -dijo Yumi, estrechándola contra su pecho como una hermana mayor.
Aelita la miró.
-Estás temblando de miedo -continuó Yumi, sonriendo-. Y, por lo que yo sé, los programas de ordenador no sienten miedo.
Aprisionada en el universo digital de Lyoko, la muchacha de las orejas puntiagudas no sentía ni padecía sueño, hambre ni sed. Y no envejecía.
Jeremy, por el contrario, tenía un dolor de cabeza perenne que hacía días que no le dejaba en paz. Ahora se pasaba ya casi todo el tiempo delante del ordenador. Programaba, analizaba y trataba de entender. Pero sobre todo hablaba con Aelita.
-Ánimo, Aelita -susurró en la habitación sumida en la oscuridad-. Ahora ponte en pie y concéntrate.
-¿Qué hora es ahí?
Jeremy miró el relog de su ordenador: las tres y media de la madrugada.
-No es muy tarde -mintió.
Llevaba encerrado en su cuarto de la residencia... ya ni sabía cuanto tiempo. Había establecido una conexión remota con el ordenador de la fábrica. Algo no demasiado difícil para un niño prodigio de la informática como él.
Jeremy se había atrincherado en su cuarto desde el día en que Yumi había entrado a formar parte del grupo. Ya casi no salía ni para cenar. Odd y Ulrich le llevaban algo del comedor.
Le habían aconsejado que descansase, pero él no les había hecho caso.
-Vamos a intentarlo otra vez.
-No estoy segura de querer hacerlo, Jeremy.
-Tenemos que hacerlo. No conozco ninguna otra forma.
-Como quieras. Pero te estás equivocando.
-No me estoy equivocando.
Jeremy la observó en la pantalla mientras atravesaba los círculos concéntricos luminosos trazados en el suelo de la torre 3.
Luego cruzó los dedos y activó el programa.
Se trataba de un algoritmo capaz de cotejar los datos digitales de la Aelita de Lyoko con los que estaban almacenados en la memoria del centro de control de la vieja fábrica. Todas las personas que habían entrado en Lyoko habían sido descompuestos en datos virtuales y guardados luego en la memoria de su ordenador. Esos datos eran indispensables para que se pudiera efectuar el paso contrario.
Pero, por alguna razón, los datos de Aelita no coincidían.
Dentro de la torre 3, Aelita de elevó en aire, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos pegados a los costados. Luego empezó a volverse transparente, hasta que no quedó nada de ella más que una silueta, un esbozo tridimensional.
La muchacha ya no podía oírlo. Jeremy se concentró en la pantallas de su ordenador, donde una columna de números pasaba a gran velocidad junto al dibujo de ella.
Veinte por ciento. Treinta. Cuarenta. Una vez pasado el setenta, contuvo la respiración.
El ordenador llegó al noventa y comenzó a perder velocidad. El labio superior del muchacho estaba perlado de sudor. Noventa y tres. Noventa y cuatro.
El ordenador llegó al noventa y nueve por ciento, y entonces se bloqueó.
ERROR EN CORRESPONDENCIA.
-Pero, ¡¿por qué?! -se enfureció Jeremy, dando un puñetazo en la mesa. Pulsó algunas teclas, y dentro de la torre Aelita empezó a recobrar su forma habitual, hasta que volvió a posarse en el suelo.
-¿Qué tal ha ido esta vez? -preguntó en cuanto volvió en sí.
-Todavía no lo tenemos. Tu cuerpo puede rematerializarse, y eso quiere decir que entraste ahí dentro a través de los mismos escáneres de la fábrica... pero por algún motivo no puedes salir de allí. Tienes un problema en la cabeza, creo.
-¿En la cabeza? ¿Y eso qué quiere decir?
-Que los datos de entrada no coinziden con los de salida. Que algo en tu cabeza ha... cambiado.
-A lo mejor tiene que ver con mi pérdida de memoria. Puede que tenga menos <<datos>> que antes.
Jeremy estaba observando los números que aparecían en la pantalla.
-O tal vez al contrario: tienes algo más.
Aelita lo miró con curiosidad.
-¿Puedes enviarme los datos que estás leyendo en tu ordenador? Me gustaría echarles un vistazo por mi cuenta.
-Creo que sí.
Dentro de la torre blanca que le servía como refugio apareció una pantalla flotante, y en unos instantes se abarrotó de números. La muchacha los estudió con atención.
-Estos números son como... recuerdos. Un montonazo de recuerdos -murmuró al final.
Jeremy reflexionó durante un momento, y luego asintió con la cabeza. La memoria de Aelita siempre había sido frágil y vulnerable. Hasta ahora no había tenido en consideración la hipótesis de que esto pudiese depender de una superabundancia de información, y no al revés.
-Qué curioso -añadió la muchacha.
¿El qué?
-Tengo la cabeza llena de recuerdos... ¡que no recuerdo!
-Como si no te perteneciesen -murmuró Jeremy, casi perdido en sus propios pensamientos-. Como si alguien te los hubiese añadido... desde fuera.
Pero, ¿quién haría una cosa así? ¿Y por qué?
-No lo sé.
-A lo mejor son instrucciones que me permiten actuar dentro de Lyoko. Y que fuera de aquí, en el mundo real, no me hacen falta.
-Quizá.
<<O bien son el motivo por el que X.A.N.A. te está dando caza -pensó Jeremy, sin decírselo-. Y por lo que no te mata. A lo mejor quiere esos recuerdos. Los necesita>>.
-¿Jeremy?
.¿Qué pasa?
-¿No podrías intentar llevarme de vuelta borrando esos recuerdos adicionales?
-No creo que sea algo indoloro -suspiró Jeremy.
-Pero puedes intentarlo.
-Corremos el riesgo de dañar tu memoria de forma permanente...
-Pero el resto funcionará bien de todos modos, ¿no te parece?
-¿Y como puedo responderte a eso?
-Yo creo que sí.
-Es algo muy peligroso.
-Bórralos, Jeremy.
-¿Y si al final sigue sin dar resultado? ¿Si descubrimos que te hemos borrado la memoria para nada?
-Entonces querrá decir que te has equivocado.Y que yo nunca fui... como vosotros.
En día en que intentaron materializar a Aelita, Yumi se virtualizó en Lyoko junto a ella. Odd y Ulrich, por su parte, la esperaban en la sala de los escáneres. Habían pensado en todo: Odd le había contado al director Delmas que su prima se iba a cambiar a la academia. Ulrich había falsificado algunos formularios de inscripción y, finalmente, Jeremy había usado su programa de distorsión de voz para confirmar todo el asunto, haciéndose pasar por el padre de Aelita.
Jeremy estaba sentado frente al superordenador, en la sala de control, con el dedo suspendido sobre la tecla borrar, con los monitores repletos de recuerdos <<adicionales>> de la muchacha.
-¡Hazlo, Jeremy! - a pesar de que trataba de parecer segura de sí mismo, Aelita estaba muy tensa.
Yumi le cogió la mano.
-No te preocupes. Todo va a salir bien. Excepto por el inconveniente de que te tocará ir a clase con esos tres chiquillos...
-¿Y tú? -le preguntó Aelita.
-Bueno, yo estoy un curso por delante. pero de todas formas nos veremos a a hora de comer y en los recreos.
-Estaría muy bien.
-Va a ser estupendo, ya lo verás. Seguramente, mucho mejor que esto. En fin, por lo menos allí no hay monstruos contra los que luchar, ni programas malvados dándote caza... -Yumi se detuvo de golpe, mirándola con aire preocupado-. ¿Qué pasa?
Aelita se había llevado una mano a la frente.
-Nada. Un pinchazo muy fuerte en la cabeza.
-Ya está -intervino Jeremy-. Lo he borrado... todo, creo. Ahora, intentemos traerte aquí. ¿Lista?
Aelita respiró hondo. Después cerró los ojos.
-Sí.
-Vale. Métete dentro de la torre. Muy bien. Quédate quieta.
Ya estaba todo listo. Jeremy comprobó por última vez que todo estaba en orden.
-¡Materialización! -gritó finalmete, pulsando una tecla.
Una fracción de segundo más tarde, dentro de Lyoko Aelita se elevó en el aire, se disolvió lentamente y empezó a desaparecer. Cinco por ciento.
-Toquemos madera... y a ver si esta vez es buena, chicos -susrró Jeremy, incapaz de contener la tensión.
Mientras tanto, el ordenador seguía procesando, haciendo corresponder a cada trozito de Aelita digital un trozo de la Aelita de carne y hueso, tal y como había sido memorizado por los escáneres.
Treinta por ciento. Cuarenta. Sesenta. Ochenta. Cuando llegó al noventa por ciento comenzó a ir más despacio. Por seguridad, Jeremy inició el programa en el que había estado trabajando toda la noche.
-¡Porgrama enmascararecuerdos activado!
Noventa y ocho. Noventa y nueve. La pantalla parpadeó con luz roja. Noventa y nueve coma noventa y nueve.
-Venga, venga, venga... ¡CIEN!
Jeremy se dejó caer contra el respaldo del sillón. ¡Había funcionado!
Más abajo, en la sala de los escáneres, la puerta corredera de una de las columnas se abrió, y una muchacha salió tambaleándose.
Tenía el pelo rojo en lugar de rosa, y las orejas un poco de soplillo, pero no de elfa. Llevaba un vestido definitivamente pasado de moda.
-¿Aelita? .preguntó Odd con un tono vacilante.
La muchacha se apoyó contra una pared para sostenerse. Empezó a mirar a su alrededor, pero enseguida se tapó los ojos con la mano, confusa.
Volvió a abrirlos poco a poco, y miró con incredulidad la palma de su mano. Después alzó por fin la cabeza, y vio a Odd y Ulrich, que la miraban fijamente sin decir ni pio.
-Chicos... ¿sois vosotros? Sois... diferentes de como os había imaginado.
.¿Te refieres a que pensabas que aquí también tenía cola? -bromeó Odd-. Bueno, si esperas que me ponga a restregarme contra tus tobillos mientras ronroneo, ¡te equivocas de cabo a rabo!
Siguió un momento de silencio. Luego, los tres rompieron a reir a carcajada limpia, hasta que Ulrich, esforzándose por mantener una cara seria, habló con tono solemne.
-Aelia, ¡bienvenida al mundo real!
-¿Va todo bien? -preguntó Jeremy a través de los altavoces.
-De perlas. Ahora te la llevamos arriba.
-Genial. Mientras tanto materializo también a Yumi.
La voz de Jeremy sonaba seria y profesional, pero se captaba que ya no cabía en si de alegría. Cuando la puerta de la sala del ordenador se abrió, Jeremy se levantó de golpe del sillón, y se quedó mirándolos con las manos detrás de la espalda y una sonrisilla cohibida.
Odd y Ulrich flanqueaban a Aelita como dos guardaespaldas. Jeremy se quitó las gafas y las limpió con el bajo de la camiseta.
-¿A qué estás esperando para abrazarla, campeón? -lo exhortó Ulrich.
-Bueno, esto...
Pero Aelita ya estaba corriendo hacia él, y un instante después había saltado al cuello de su salvador.
Tiempo. Necesitaban tiempo.
Tiempo para entender qué era X.A.N.A.
Y quién o qué era Aelita.
Los muchachos volvieron a sus vidas cotidianas, a las actividades normales de la escuela: las clases, los deberes, las estúpidas quedadas entre chavales que ahora trataban de evitar a toda costa... Pero en cuanto podían se encontraban para hablar en el se creto más absoluto de Aelita, X.A.N.A. y todo lo que tuviese que ver con Lyoko, aquel extraño mundo virtual que poco a poco estaban empezando a conocer, pero que aún así seguía constelado de zonas sombrías.
La forma en la que Jeremy había tratado de explicarse la cuestión era que X.A.N.A. era una especie de virus enloquecido y Aelita, su ativirus natural. Pero esa explicación no bastaba para entenderlo todo.
Más bien, a decir verdad, no bastaba para entender casi nada.
¿Qué eran aquellas torres? ¿Por qué había tantas diseminadas por cuatro sectores? ¿Y esos extraños fenómenos electrónicos que habían empezado a suceder desde que había encendido el superordenador? Bombillas que explotaban, impresoras y minicadenas que se encendían solas, televisores que emitían resplandores azules y luego no volvían a dar señales de vida... ¿Había alguna relación entre esos acontecimientos y Lyoko, o estaban simplemente volviéndose los tres un poco paranoicos?
Tiempo.
Necesitaban tiempo.
Y a lo mejor, con el tiempo...
Con unas enormes ojeras negras, Jeremy alzó la cabeza de la consola del superordenador, tratando de quitarse de encima esos pensamientos.
-Y ésta, ¿quién es? - le preguntó a Ulrich, con cierto tono de reproche, mientras señalaba a la muchacha que estaba a su lado, que miraba a su alrededor con los ojos abiertos de par en par por la estupefacción. En realidad, la conocía, por lo menos de vista.
Sabía que se llamaba Yumi Ishiyama. Y que era un año mayor que ellos.
Su amigo agachó la cabeza y se ruborizó ligeramente.
-Bueno, ella... Es decir... eeeeh... Me ha seguido. La he pillado fisgoneando por abajo...
-En la habitación de los escáneres -completó la muchacha.
Ulrich se sentía violentísimo. Yumi, como poco, aguerrida.
-Así que le has contado todo, ¿eh? -masculló Jeremy, contrariado.
-¡No le he contado nada de nada!
-Y entonces, ¿cómo es que ha venido a parar aquí?
-¡Hombres! -exclamó Yumi-. ¿Desde cuando se supone qué sabéis mantener un secreto? ¡Venga, hombre, que yo también quiero entrar en ese mundo de Lyoko!
-Dejémoslo estar.
-¿Es que os pensáis que tengo miedo?
-No es asunto para mujercitas... -bufó Jeremy, agotadísimo.
-¿Ah, no? ¡Ulrich me ha dicho que ahí dentro hay una chica! -dijo Yumi señalando las pantallas del ordenador.
Jeremy le dirigió a su amigo una mirada de enfado.
-Bueno... algo, lo que se dice algo... se lo he contado, Jeremy, pero...
-¡A estas alturas estará arta de tratar con tres chiquillos como vosotros! -prosiguió Yumi-. Me imagino que sentirá la necesidad de hablar en serio con otra chica.
Jeremy pareció sopesar el asunto.
-¡No le hagas ni caso, Jeremy! -intervino Ulrich-. ¡Menuda <<chica>>! Yumi sabe más artes marciales que cualquier tío. Y arrea como el que más: si yo soy un samurai, ella vale por dos.
Yumi lo fulminó con la mirada. Pero Jeremy ya no estaba escuchando. Estaba pensando si la aparición de Yumi, en vez de un desagradable contratiempo, podría considerarse como una oportunidad. Puede que Yumi tuviese razón. Tal vez la chica virtual hablaría más a sus anchas con otra chica como ella. Tal vez. Aunque a esas alturas Aelita y él ya se entendían muy bien.
Jeremy asintió con un gesto expeditivo.
-Estás bien. Si de verdad tienes tantas ganas, preparaos.
El escáner se cerró en un abrazo en torno a Yumi. Luego se hizo la luz, y el aire caliente que la rodeó le alzó el cabello hacia el cielo. Yumi se <<materializó>> en Lyoko con un quimono tradicional cerrado por un obi alto y estrecho que estaba anudado por la espalda con un lazo rígido. Llevaba el pelo recogido y sujeto por unos palillos.
Su cara estaba cubierta de maquillaje blanco, y tenía un par de abanicos tan afilados como cuchillas en las manos.
Yumi y Ulrich habían aparecido en el sector del desierto. Dunas poco pronunciadas interrumpidas de cuando en cuando por algunas rocas: un paisaje tan vacío y desolado que daba vértigo.
Pero Yumi ya sentía vértigo por su cuenta. Se sentía como mínimo desorientada.
-¿Qué tal estás? -le preguntó Ulrich con tono comprensivo.
-Bien... creo.
-Al principio no es nada fácil moverse aquí dentro. Pero el quimono te queda muy bien. ¡Estás brutal!
Yumi no le respondió. Dio un par de pasos, sintiendo como le zumbaba la cabeza. <<Es sólo porque no es real -pensó-. Por eso hace que me sienta tan desubicada. Es porque no reconozco ningún elemento del ambiente en el que suelo moverme>>.
-No te preocupes -le dijo Ulrich con una sonrisa-. Tus ojos y tu cuerpo todavía tienen que acostumbrarse a Lyoko. Sólo hace falta un poco de tiempo.
Yumi miró la torre blanca que se destacaba en la lotananza.
No conseguía entender que finalidad podía tener aquel edificio.
La base de la torre era oscura y tenía unas gruesas raíces que la anclaban al terreno, y luego se proyectaba hacia arriba un cilindro blanquísimo que se perdía en un cielo carente de dimensiones.
-Es bonita, ¿verdad? -le preguntó una voz junto a ella.
Yumi se giró. Era Aelita.
Quién sabe por qué, pero se la había imaginado distinta, más alta, más... adulta. Y sin embargo tenía frente a ella a una especie de niña asustada.
-Bonita y... misteriosa -respondió mientras volvía a dirigir su mirada hacia la torre.
Ulrich se alejó de las muchachas.
-Y nosotros no podemos entrar. Sólo ella puede -dijo señalando a Aelita.
Yumi asintió con la cabeza.
-Ulrich me ha contado que tú eres la... guardiana de todo esto.
-En cierto sentido sí.
-Y también me ha dicho que hay... monstruos que te persiguen.
-Y que os persiguen a vosotros, si estáis conmigo.
-¿Por qué?
-No lo sé. Como tampoco sé cual es la razón por la que todas esas torres...
Aelita no logró acabar la frase.
Todo el horizonte se vio sacudido por una fuerte vibración, como una especie de terremoto digital, que hizo que los muchachos se tambaleasen. Al instante siguiente la torre, que antes había sido blanquísima, despidió antes sus ojos un resplandor azul, y luego empezó a exudar una inquietante niebla de color rojo sangre. Un canto estridente y agudo se propagó por el aire, como el chirrido de mil tizas contra la superficie de una gigantesca pizarra.
-¡Fuera de ahí, rápido! -gritó Jeremy desde el aire que los rodeaba.
-¿Qué es lo que pasa? -preguntó Yumi, asustada.
La muchacha elfa la tomó de la mano y la llevó al abrigo de una roca agrietada que había tras ellos.
-Quédate aquí quieta -le aconsejó-. Con suerte, él no debería verte.
-Pero, ¿qué está pasando? ¿Quién no debería verme?
-X.A.N.A., el ser que me está persiguiendo
La torre empezó a emitir siniestros resplandores intermitentes.
Aelita la observó con preocupación.
.Me ha encontrado -añadió con la voz cargada de preocupación-. Está llamando a los monstruos para...
Una vez más, no consiguió terminar la frase.
-De repente, de la arena que había junto a ellas salió el esquelético cuerpo de un monstruo aracnoide, que se levantó de golpe, aferrándola.
Yumi rodó por la arena.
¡Aelita, no! -gritó Jeremy, alarmado.
Pero, en lugar de golpear a la muchacha, la tarántula la levantó y la acercó a su largo hocico peludo. Un instante después, una horrible trompa empezó a apretarse contra su pecho.
-¡NO!
Aelita se quedó sin aliento. La trompa la estaba aplastando, como si quisiera atravesarla de parte a parte. El ojo de X.A.N.A. dibujado en el cuerpo de la araña estaba tan cerca como para poder tocarlo.
El monstruo la estaba olfateando.
Después se oyó como un silbido metálico hendía el aire.
El abanico de Yumi apareció de la nada y cortó en dos el hocico de la tarántula, saliendo por el ojo de X.A.N.A. con un chorro de luz.
El monstruo se desintegró, y Aelita cayó en la arena.
Una mano la ayudó a levantarse. Era la de Ulrich.
Perdona si hemos tardado un poco -le dijo él con una sonrisa.
Detrás de ellos, en la torre, vibraban unos reflejos inquietantes.
Tengo que... ir a curarla. .dijo la muchacha de forma mecánica.
La escoltaron hasta las raíces de la torre, y entonces Aelita atravesó la pared y subió hasta la plataforma superior.
Apoyó una mano en la pantalla translúcida. Fue reconocida.
AELITA.
CÓDIGO LYOKO.
Los símbolos de las paredes de la torre empezaron a caer, y una vez más X.A.N.A. fue reabsorbido. Borrado. Exiliado.
-¿Se desplaza... a través de las torres? -estaba preguntando Yumi mientras esperaba fuera.
El viento del desierto deperdigaba la arena en todas direcciones.
-Algo por el estilo -respondió Ulrich-. Y quiere a Aelita.
-¿De modo que volverá?
-Él siempre vuelve... -susurró la pequeña elfa, brotando de repente del muro blanco y cilíndrico de la torre. Se tambaleó delante de ellos y se desplomó en los brazos de Yumi, extenuada.
-¿Qué te ocurre? -le preguntó Yumi mientras la sostenía y le acariciaba el rostro-. Pareces muy cansada.
-Enseguida se me pasa...
Yumi miró a Ulrich, preocupada.
-¿No podemos llevárnosla de aquí?
-No sabemos como hacerlo.
-¿Jeremy?
Ulrich tiene razón. Cuando os encontráis en Lyoko disponéis de un cierto número de puntos de vida. Cada vez que os alcanzan los monstruos esos puntos disminuyen un poco. Cuando llegáis a cero, salís del juego. Pero para ella es distinto...
Al oír aquellas palabras, Aelita alzó la mirada. Tenía lágrimas en los ojos.
-Sí, ara mi es distinto. Yo soy distinta. Vosotros sólo estáis <<jugando>> a la realidad virtual, pero yo vivo dentro de Lyoko, ¡ésta es mi realidad!
.Aelita, no...
-¡Yo no soy humana! ¡Soy un programa de ordenador!
-¡Te equivocas! -Jeremy sacudió la cabeza con fuerza-. X.A.N.A. es un programa de ordenador, ¡pero tú no! Tú no eres así.
-Soy exactamente así.
-Estás temblando -dijo Yumi, estrechándola contra su pecho como una hermana mayor.
Aelita la miró.
-Estás temblando de miedo -continuó Yumi, sonriendo-. Y, por lo que yo sé, los programas de ordenador no sienten miedo.
Aprisionada en el universo digital de Lyoko, la muchacha de las orejas puntiagudas no sentía ni padecía sueño, hambre ni sed. Y no envejecía.
Jeremy, por el contrario, tenía un dolor de cabeza perenne que hacía días que no le dejaba en paz. Ahora se pasaba ya casi todo el tiempo delante del ordenador. Programaba, analizaba y trataba de entender. Pero sobre todo hablaba con Aelita.
-Ánimo, Aelita -susurró en la habitación sumida en la oscuridad-. Ahora ponte en pie y concéntrate.
-¿Qué hora es ahí?
Jeremy miró el relog de su ordenador: las tres y media de la madrugada.
-No es muy tarde -mintió.
Llevaba encerrado en su cuarto de la residencia... ya ni sabía cuanto tiempo. Había establecido una conexión remota con el ordenador de la fábrica. Algo no demasiado difícil para un niño prodigio de la informática como él.
Jeremy se había atrincherado en su cuarto desde el día en que Yumi había entrado a formar parte del grupo. Ya casi no salía ni para cenar. Odd y Ulrich le llevaban algo del comedor.
Le habían aconsejado que descansase, pero él no les había hecho caso.
-Vamos a intentarlo otra vez.
-No estoy segura de querer hacerlo, Jeremy.
-Tenemos que hacerlo. No conozco ninguna otra forma.
-Como quieras. Pero te estás equivocando.
-No me estoy equivocando.
Jeremy la observó en la pantalla mientras atravesaba los círculos concéntricos luminosos trazados en el suelo de la torre 3.
Luego cruzó los dedos y activó el programa.
Se trataba de un algoritmo capaz de cotejar los datos digitales de la Aelita de Lyoko con los que estaban almacenados en la memoria del centro de control de la vieja fábrica. Todas las personas que habían entrado en Lyoko habían sido descompuestos en datos virtuales y guardados luego en la memoria de su ordenador. Esos datos eran indispensables para que se pudiera efectuar el paso contrario.
Pero, por alguna razón, los datos de Aelita no coincidían.
Dentro de la torre 3, Aelita de elevó en aire, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos pegados a los costados. Luego empezó a volverse transparente, hasta que no quedó nada de ella más que una silueta, un esbozo tridimensional.
La muchacha ya no podía oírlo. Jeremy se concentró en la pantallas de su ordenador, donde una columna de números pasaba a gran velocidad junto al dibujo de ella.
Veinte por ciento. Treinta. Cuarenta. Una vez pasado el setenta, contuvo la respiración.
El ordenador llegó al noventa y comenzó a perder velocidad. El labio superior del muchacho estaba perlado de sudor. Noventa y tres. Noventa y cuatro.
El ordenador llegó al noventa y nueve por ciento, y entonces se bloqueó.
ERROR EN CORRESPONDENCIA.
-Pero, ¡¿por qué?! -se enfureció Jeremy, dando un puñetazo en la mesa. Pulsó algunas teclas, y dentro de la torre Aelita empezó a recobrar su forma habitual, hasta que volvió a posarse en el suelo.
-¿Qué tal ha ido esta vez? -preguntó en cuanto volvió en sí.
-Todavía no lo tenemos. Tu cuerpo puede rematerializarse, y eso quiere decir que entraste ahí dentro a través de los mismos escáneres de la fábrica... pero por algún motivo no puedes salir de allí. Tienes un problema en la cabeza, creo.
-¿En la cabeza? ¿Y eso qué quiere decir?
-Que los datos de entrada no coinziden con los de salida. Que algo en tu cabeza ha... cambiado.
-A lo mejor tiene que ver con mi pérdida de memoria. Puede que tenga menos <<datos>> que antes.
Jeremy estaba observando los números que aparecían en la pantalla.
-O tal vez al contrario: tienes algo más.
Aelita lo miró con curiosidad.
-¿Puedes enviarme los datos que estás leyendo en tu ordenador? Me gustaría echarles un vistazo por mi cuenta.
-Creo que sí.
Dentro de la torre blanca que le servía como refugio apareció una pantalla flotante, y en unos instantes se abarrotó de números. La muchacha los estudió con atención.
-Estos números son como... recuerdos. Un montonazo de recuerdos -murmuró al final.
Jeremy reflexionó durante un momento, y luego asintió con la cabeza. La memoria de Aelita siempre había sido frágil y vulnerable. Hasta ahora no había tenido en consideración la hipótesis de que esto pudiese depender de una superabundancia de información, y no al revés.
-Qué curioso -añadió la muchacha.
¿El qué?
-Tengo la cabeza llena de recuerdos... ¡que no recuerdo!
-Como si no te perteneciesen -murmuró Jeremy, casi perdido en sus propios pensamientos-. Como si alguien te los hubiese añadido... desde fuera.
Pero, ¿quién haría una cosa así? ¿Y por qué?
-No lo sé.
-A lo mejor son instrucciones que me permiten actuar dentro de Lyoko. Y que fuera de aquí, en el mundo real, no me hacen falta.
-Quizá.
<<O bien son el motivo por el que X.A.N.A. te está dando caza -pensó Jeremy, sin decírselo-. Y por lo que no te mata. A lo mejor quiere esos recuerdos. Los necesita>>.
-¿Jeremy?
.¿Qué pasa?
-¿No podrías intentar llevarme de vuelta borrando esos recuerdos adicionales?
-No creo que sea algo indoloro -suspiró Jeremy.
-Pero puedes intentarlo.
-Corremos el riesgo de dañar tu memoria de forma permanente...
-Pero el resto funcionará bien de todos modos, ¿no te parece?
-¿Y como puedo responderte a eso?
-Yo creo que sí.
-Es algo muy peligroso.
-Bórralos, Jeremy.
-¿Y si al final sigue sin dar resultado? ¿Si descubrimos que te hemos borrado la memoria para nada?
-Entonces querrá decir que te has equivocado.Y que yo nunca fui... como vosotros.
En día en que intentaron materializar a Aelita, Yumi se virtualizó en Lyoko junto a ella. Odd y Ulrich, por su parte, la esperaban en la sala de los escáneres. Habían pensado en todo: Odd le había contado al director Delmas que su prima se iba a cambiar a la academia. Ulrich había falsificado algunos formularios de inscripción y, finalmente, Jeremy había usado su programa de distorsión de voz para confirmar todo el asunto, haciéndose pasar por el padre de Aelita.
Jeremy estaba sentado frente al superordenador, en la sala de control, con el dedo suspendido sobre la tecla borrar, con los monitores repletos de recuerdos <<adicionales>> de la muchacha.
-¡Hazlo, Jeremy! - a pesar de que trataba de parecer segura de sí mismo, Aelita estaba muy tensa.
Yumi le cogió la mano.
-No te preocupes. Todo va a salir bien. Excepto por el inconveniente de que te tocará ir a clase con esos tres chiquillos...
-¿Y tú? -le preguntó Aelita.
-Bueno, yo estoy un curso por delante. pero de todas formas nos veremos a a hora de comer y en los recreos.
-Estaría muy bien.
-Va a ser estupendo, ya lo verás. Seguramente, mucho mejor que esto. En fin, por lo menos allí no hay monstruos contra los que luchar, ni programas malvados dándote caza... -Yumi se detuvo de golpe, mirándola con aire preocupado-. ¿Qué pasa?
Aelita se había llevado una mano a la frente.
-Nada. Un pinchazo muy fuerte en la cabeza.
-Ya está -intervino Jeremy-. Lo he borrado... todo, creo. Ahora, intentemos traerte aquí. ¿Lista?
Aelita respiró hondo. Después cerró los ojos.
-Sí.
-Vale. Métete dentro de la torre. Muy bien. Quédate quieta.
Ya estaba todo listo. Jeremy comprobó por última vez que todo estaba en orden.
-¡Materialización! -gritó finalmete, pulsando una tecla.
Una fracción de segundo más tarde, dentro de Lyoko Aelita se elevó en el aire, se disolvió lentamente y empezó a desaparecer. Cinco por ciento.
-Toquemos madera... y a ver si esta vez es buena, chicos -susrró Jeremy, incapaz de contener la tensión.
Mientras tanto, el ordenador seguía procesando, haciendo corresponder a cada trozito de Aelita digital un trozo de la Aelita de carne y hueso, tal y como había sido memorizado por los escáneres.
Treinta por ciento. Cuarenta. Sesenta. Ochenta. Cuando llegó al noventa por ciento comenzó a ir más despacio. Por seguridad, Jeremy inició el programa en el que había estado trabajando toda la noche.
-¡Porgrama enmascararecuerdos activado!
Noventa y ocho. Noventa y nueve. La pantalla parpadeó con luz roja. Noventa y nueve coma noventa y nueve.
-Venga, venga, venga... ¡CIEN!
Jeremy se dejó caer contra el respaldo del sillón. ¡Había funcionado!
Más abajo, en la sala de los escáneres, la puerta corredera de una de las columnas se abrió, y una muchacha salió tambaleándose.
Tenía el pelo rojo en lugar de rosa, y las orejas un poco de soplillo, pero no de elfa. Llevaba un vestido definitivamente pasado de moda.
-¿Aelita? .preguntó Odd con un tono vacilante.
La muchacha se apoyó contra una pared para sostenerse. Empezó a mirar a su alrededor, pero enseguida se tapó los ojos con la mano, confusa.
Volvió a abrirlos poco a poco, y miró con incredulidad la palma de su mano. Después alzó por fin la cabeza, y vio a Odd y Ulrich, que la miraban fijamente sin decir ni pio.
-Chicos... ¿sois vosotros? Sois... diferentes de como os había imaginado.
.¿Te refieres a que pensabas que aquí también tenía cola? -bromeó Odd-. Bueno, si esperas que me ponga a restregarme contra tus tobillos mientras ronroneo, ¡te equivocas de cabo a rabo!
Siguió un momento de silencio. Luego, los tres rompieron a reir a carcajada limpia, hasta que Ulrich, esforzándose por mantener una cara seria, habló con tono solemne.
-Aelia, ¡bienvenida al mundo real!
-¿Va todo bien? -preguntó Jeremy a través de los altavoces.
-De perlas. Ahora te la llevamos arriba.
-Genial. Mientras tanto materializo también a Yumi.
La voz de Jeremy sonaba seria y profesional, pero se captaba que ya no cabía en si de alegría. Cuando la puerta de la sala del ordenador se abrió, Jeremy se levantó de golpe del sillón, y se quedó mirándolos con las manos detrás de la espalda y una sonrisilla cohibida.
Odd y Ulrich flanqueaban a Aelita como dos guardaespaldas. Jeremy se quitó las gafas y las limpió con el bajo de la camiseta.
-¿A qué estás esperando para abrazarla, campeón? -lo exhortó Ulrich.
-Bueno, esto...
Pero Aelita ya estaba corriendo hacia él, y un instante después había saltado al cuello de su salvador.
domingo, 17 de abril de 2011
5º capítulo.
La pesadilla de Maya
Cuando Jeremy condujo a Ulrich adentro de la fábrica, le hizo bajar hasta la sala de las columnas, en el segundo nivel subterráneo.
-¿Y estas movidas qué se supone que son? -preguntó Ulrich.
-No tengo ni idea.
Se aproximaron a la primera puerta metálica, que se deslizó hacia un lado con un zumbido. Dentro había una cabina luminosa.
Ulrich metió dentro la cabeza para curiosear.
-¡No entres! -le advirtió Jeremy desde atrás.
-¿Por qué?
Jeremy suspiró.
-Me temo que podría ser peligroso. He hablado de ello con Maya.
-¿Esa amiga tuya que juega a la bella durmiente del ordenata? ¿Desde dónde se conecta ella?
-Ése es el tema. Que no lo sé. Y parece ser que ella tampoco lo sabe.
Ulrich se rascó la cabeza.
-Me has dicho que la viste en medio de un bosque, ¿correcto?
-Si. Es un sector de un mundo totalmente, virtual que parece diseñado con todo lujo de detalles.
-Y ella, en cambio, ¿cómo te ve?
-Me ve aquí, en la fábrica.
-Ella ve el mundo real, y tú ves el mundo virtual.
-Exacto.
-¿Y cómo conseguís oíros?
-Su voz sale de los altavoces. Y la mía, no lo sé, Ella dice que la oye resonar por todas partes, a su alrededor.
-¡Uau, cómo mola!
-Ya. Es como si desde aquí de controlase ese gran mundo virtual, dentro del cual también está ella.
-Así que tu amiga... ¿forma parte del mundo virtual?
-No estoy muy convencido de ello.
-¿Por qué?
Jeremy tardó un poco en responder.
-Es difícil de explicar... -dijo por fin-. La primera vez que hablé con ella pensé de inmediato que me encontraba ante una criatura virtual, una especie de avanzadísima inteligencia virtual. No era capaz de responder a preguntas elementales sobre nuestro mundo, como si no supiese nada de él. Ni siquiera sabía cuál era su propio nombre. Pero a pesar de eso había algo en su forma de comportarse, en su voz... algo indefinible y terriblemente... humano. Así que empecé a convencerme de que se trataba de una chica de verdad. En carne y hueso.
-¡Qué pena que esté enlatada en un ordenata lleno de cosas virtuales, Jeremy! ¡Venga ya, no puede ser... <<de verdad>>! ¿Cómo ha podido ocurrir algo así?
-La he sometido a la prueba de Turing.
Ulrich puso los ojos en blanco.
-La has sometido ¿a qué?
Jeremy suspiró con resignación ante tamaña ignorancia.
-Turing era un matemático- empezó a explicarle-. Uno de los inventores de la informática. Entre otras cosas inventó un test para establecer si un agente que parece humano lo es de verdad, o tan sólo una máquina.
-Mmm. Me parece que he visto una movida por el estilo en una peli antigua en la que salía Harrison Ford. Estaba el robot este, que no sabía que era un robot... -comentó Ulrich mientras se rascaba la cabeza.
Jeremy lo interrumpió inmediatamente.
-En fin, que la he sometido a esa prueba. Y la prueba ha dado un resultado positivo. Por consiguiente, lo que yo me pregunto es: si Maya es una persona real que se encuentra dentro de un superordenador... ¿cómo narices ha entrado ahí?
Mientras pronunciaba la última frase se apoyó en una de las puertas correderas y luminosas, que se abrió con un susurro.
-¡Espera un segundo! - exclamó Ulrich al ver esa escena-. Algo me dice que ya sabes la respuesta.
-Bueno, quizá estas columnas podrían tener algo que ver.
La puerta de la cabina volvió a cerrarse. Ahora las tres columnas habían adquirido un aspecto nuevo, inquietante. Jeremy le señaló a su amigo los cables y mecanismos que salían de lo alto de aquellas extrañas estructuras y se perdían en el techo.
-Se que suena absurdo, Ulrich... pero creo que son una especie de escáneres. Algo así como <<fotocopiadoras bidimensionales>>.
-Interesante -comentó con ironía Ulrich-. Pero, ¿te importaría tratar de explicarlo con palabras que los simples mortales podamos comprender?
-Prácticamente -respondió, paciente, Jeremy-, estas tres columnas sirven para teletransportarse al mundo virtual en el que vive Maya.
-Ciencia ficción -se rió Ulrich.
-Yo también lo he pensado.
-¿Me quieres decir que crees que ella entró aquí y se plantó... en el otro lado?
-Exacto -asintió Jeremy, totalmente serio.
-Y... ¿se puede saber cómo has entendido eso?
-En realidad no he entendido nada. Pero aquí abajo, ¿lo ves?, en la base de la columna, está escrito...
-Escáner. Cámara de virtualización. Peligro. Uau.
-No me parece que ahí ponga también <<uau>>.
-Lo sé, sólo estaba... ¡Bah, déjame en paz!
-Ulrich... El test de Turing no es infalible al cien por cien, y Maya podría ser un programa de inteligencia artificial tan avanzado como para simular en todo y por todo una personalidad humana. Pero si no es así, tenemos que encontrar una manera de sacarla de ahí...
-¿Le has preguntado si recuerda algo de estas... <<cámaras de virtualización>>?
-No se acuerda de nada de los escáners, si sabe desde hace cuanto tiempo se encuentra ahí dentro. Dice que ha estado durmiendo.
De repente Ulrich sintió frío. Explorar la fábrica junto a su nuevo amigo había sido divertido. Pero ahora una alarma dentro de su cabeza le advertía que se estaba metiendo en algo peligroso.
-¿Y bien? ¿Qué es lo que quieres hacer? -preguntó finalmente.
Jeremy se colocó bien las gafas sobre la nariz.
- Me parece evidente. Quiero ver si mi teoría es correcta, y si estos chismes funcionan de veras como yo creo. Yasí, hemos llegado al motivo de tu presencia aquí.
-Necesitas un conejillo de Indias.
-Elemental, querido Watson.
Ulrich sonrió al tiempo que cierta idea iba tomando forma lentamente en su cabeza.
-Y me lo dices sin inmutarte... ¡Pero yo no tengo la menor intención de meterme ahí dentro, querido doctor Frankestein! Aunque la idea del conejillo de Indias me gusta.. -Ulrich clavó sus ojos en los del otro muchacho con una extraña sonrisa-. ¿Conoces a un tal Odd Della Robbia?
-¿Tu compañero de cuarto? ¿El que siempre se hace el caballero con las chicas?
-El mismo que viste y calza. ¿Qué te parece?
-En fin. Me parece un tipo raro.
-Pues deberías ver a su perro.
Cerca de la entrada de la residencia de estudiantes de la academia Kadic había colgada una larga lista de reglas que los estudiantes estaban obligados a respetar.
Cosas del tipo: <<Está prohibido salir de la residencia después del horario de cena sin ir acompañados por un miembro del personal docente>>. O bien: <<Después de las diez de la noche se deberá mantener silencio para no molestar al resto de los estudiantes>>. Más o menos por la mitad del folio, escrito en rojo y con caracteres el doble de grandes que el resto, para que fuese más visible, podía leerse también: <<EN LA ACADEMIA KADIC ESTÁ PROHIBIDO TENER ANIMALES DE COMPAÑÍA, INCLUIDOS PECES ROJOS O PEQUEÑOS ANIMALES ENJAULADOS (HAMSTERES, CANARIOS, ETC). EN CASO DE QUE UN ESTUDIANTE TRANSGREDA DICHA REGLA, SE EXPONDRÁ A UNA SUSPENSIÓN DE ENTRE UNO Y TRES DÍA, O EN LOS CASOS MÁS GRAVES, A SER EXPULSADO>>.
Ulrich no tenía ningún animal.
Odd Della Robbia, sí. Se había instalado en su cuarto trayendo consigo a Kiwi, un horrible perrillo sin pelo, con las orejas puntiagudas y un morro que era todo boca y dientes. Para mantenerlo oculto Odd usaba las técnicas más absurdas: lo metía debajo de la cama, en el armario, en la mochila (para llevárselo fuera a que hiciese sus necesidades). Tras los dos primeros días de convivencia, Ulrich había decidido que Kiwi era el chucho más odioso y cascarrabias con el que se había topado en todo su vida: si de noche se sentía solo, gimoteaba; si había luna, ladraba bajito; y durante el día le encantaba esconderse en los cajones, mordisqueando y babeando la ropa.
Ulrich se había encontrado su quimono de taekwondo hecho jirones, y sus zapatillas de deporte favoritas, literalmente devoradas.
Cuando se las había enseñado a Odd, el muchacho se había limitado a encoger los hombros y decir: <<Siempre le han gustado las cosas apestosas>>.
Esa noche, al volver de la vieja fábrica, Ulrich entró en su cuarto como si no hubiese pasado nada. Esperaría hasta altas horas de la noche, y entonces... ¡le conseguiría a Jeremy la cobaya que necesitaba!
Se metió en la cama completamente vestido y se hizo el dormido hasta que oyó cómo en la cama de al lado la respiración de Odd se volvía profunda y regular. Kiwi se había enroscado encima de los zapatos de su joven amo, y aullaba muy bajito.
Ulrich miró su reloj: las doce y pico. Jeremy y él habían quedado en encontrarse donde la boca de alcantarilla
a eso de la una. La hora a la que incluso Jim Morales, el profesor de gimnasia que se había adjudicado el papel de guardián de los estudiantes, solía empezar a roncar a todo trapo. Esperó todavía unos segundos más, y luego... ¡vía libre!
Tratando de no hacer ruido, el muchacho apartó las sábanas.
-¡Ésta es la nuestra, bichejo! -susurró. Agarró a Kiwi y lo apretó contra su pecho para que no ladrase. Se escabulló fuera de la habitación. El haz de luz que dejó pasar la puerta al abrirse. El clac de la puerta al volverse a cerrar. Odd Della Robbia abrió los ojos con la desagradable sensación de que algo no iba como era debido.
Un momento... Ah, pues claro. Los habituales riudillos de Kiwi habían cesado. Od, preocupado, se incorporó hasta quedarse sentado. La cama de Ulrich estaba vacía. Y Kiwi no aparecía por ningún lado.
-Bonito, bonito... -lo llamó.
Nada.
Lo intentó con un silbido. Nada de nada.
En dos nanosegundos Odd se puso una chaqueta encima del pijama y salió disparado de la habitación. Oyó un ruido de pasos lejanos que provenía de las escaleras.
Y ese sonido... ¡eran los ladridos de Kiwi!
-¡Ey! Pero ¿qué...?
La puerta principal de la residencia estaba abierta, y Odd pasó por ella sin dejar de correr. Sintió la bofetada del aire fresco de la noche.
Vio cómo la silueta de Ulrich desparecía entre los árboles del parque. ¿Por qué había cogido Ulrich a su perro? Empezó a pasarle por la cabeza toda una serie de hipótesis de lo más inquietantes, pero las rechazó: su nuevo compañero de cuarto era taciturno, de acuerdo, pero en el fondo parecía un tipo legal. Seguro que no podía hacerle daño a Kiwi. ¡Aunque se había mosqueado bastante por lo de las zapatillas devoradas a traición!
Odd se detuvo en medio de los árboles para recuperar el aliento.
El torno a él la hierba ondeaba lentamente, acariciada por las sombras de la noche. Miró a su alrededor en busca de su compañero de habitación, que parecía haberse esfumado sin dejar rastro. Luego se dio cuenta de que en el suelo había una alcantarilla medio abierta. Se acercó a ella y la apartó del todo: un oscuro pozo descendía bien hondo. El muchacho metíó dentro la cabeza, pero volvió a sacarla inmediatamente, asqueado por el hedor que salía de aquel conducto.
Pero... había oído con toda nitidez el chapoteo de unos pasos en el fondo. Así que Ulrich había bajado ahí abajo. Y si Ulrich lo había hecho, él también podía conseguirlo.
Tapándose la nariz, claro.
-¡Qué mono! -exclamó Maya desde dentro del ordenador mientras Ulrich sostenía en alto a Kiwi delante de ella.
-Pero tú... ¿cómo consigues vernos exactamente? -le preguntó lleno de curiosidad el muchacho.
La chica sonrió.
-Delante de mí ha aparecido una ventana que flota en medio del aire. Y vosotros estáis ahí dentro.
-Uau... ¡Cómo mola! -exclamó Ulrich mientras la miraba en la pantalla de la sala de control-. Es como una especie de videoconferencia.
-Yo diría más bien -lo corrigió Jeremy con un tono profesional- que se trata de un sofisticado sistema de interfaz de usuario para un mundo de realidad virtual que empleaba webcams, micrófonos y quién sabe cuántas cosas más. De todas formas... Maya, dentro de poco podrás conocer a Kiwi en persona. En el ordenador he encontrado un programa de virtualización que debería resultarnos útil. Estoy seguro al noventa y ocho por ciento de que todo va a salir estupendamente. Primero te mandaremos al perro, luego intentaremos traerlo de vuelta y, una vez que hayamos comprobado que está sano y salvo... podremos tratar de entrar también nosotros... o hacer que salgas tú...
-No te comprometas demasiado -le susurró Ulrich-. Cada cosa a su tiempo. Empecemos por hacer desaparecer a este animalucho.
Los ojos de la muchacha se iluminaron con un extraño brillo.
-¿Estás seguro de que sabes lo que haces, Jeremy?
-Sí. O sea, no... pero... tú no tienes de qué preocuparte -trató de tranquilizarla Jeremy-. Sólo es una prueba inicial, y a lo mejor hará falta un poco de tiempo: este superordenador es condenadamente complicado.
-Y a lo peor, por desgracia, en el experimento perderemos para siempre a Kiwi... -dijo en plan sarcástico Ulrich, que estaba junto a él.
Jeremy le lanzó una mirada asesina.
-Tú vete abajo. Mete a Kiwi dentro de uno de los escáneres, cierra la puerta y vuelve aquí. Te espero para iniciar la cuenta atrás.
Mientras Ulrich bajaba por el conducto, el perrillo le lamió la cara, más contento que unas castañuelas.
-¡Puaj! No sabes lo mucho que siento tener que desembarazarme de ti, bichejo...
Cinco minutos después Ulrich ya estaba de vuelta.
-Ya está todo hecho.
-Vale -asintió Jeremy-. Maya, prepárate. Tienes que decirnos exactamente qué pasa en tu mundo. Iniciando cuenta atrás: cincuenta... cuarenta y nueve...
-¿Qué a sido eso? -preguntó de repente Ulrich.
-¿El qué?
-He oído un ruido. Como si alguien estuviese usando el ascensor.
-Ve a echar un vistazo.
Ulrich miró la cuenta atrás, que proseguía implacablemente.
-Luego voy -murmuró.
Cuando Odd entró en la habitación de los escáneres, ya se había convencido de que estaba dentro de una especie de sueño. O de una pesadilla.
En definitiva, en alguna parte que no era la realidad.
Lo de las cloacas y el puente de hierro tenía un pase, y también lo de la fábrica abandonada y el ascensor trastabillante. Pero la habitación en la que se encontraba ahora, con esa especie de duchas megatecnológicas y todas aquellas luces, era de verdad algo increíble.
-Que pasada... -murmuró, abriendo los ojos de par en par.
En respuesta se oyó un débil gañido. Tenue, como sofocado.
-¡Kiwi! -gritó entonces Odd-. ¿Se puede saber dónde te has metido? Ven aquí, bonito.
El perrillo empezó a ladrar frenéticamente, arañando la pared de una de aquellas columnas tan raras. Odd llegó hasta ella a la carrera y tocó su superficie, que se abrió deslizándose hacia un lado.
-Tres... dos...
Kiwi saltó afuera como una bale, le dio a Odd en pleno estómago y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio.
-Ey, chiquitín... -murmuró él, apoyándose contra la puerta de la cabina para no caerse. Craso error. Kiwi se precipitó entre sus piernas, poniéndole la zancadilla, la pared se movió de nuevo y en ese momento, agitando los brazos en busca de un asidero que no existía, Odd se desplomó dentro de la columna mientras la puerta se cerraba tras él con un chasquido.
-Uno... ¡cero! ¡Virtualización!
La luz del interior se convirtió de golpe en un resplandor deslumbrante.
Odd sintió cómo su cuerpo se elevaba, impulsado por fuertes chorros de aire que le levantaron el pelo sobre la cabeza. Cerró los ojos. La piel le picaba, los pelos de los brazos se le habían puesto de punta y...
...cayó al suelo como un gato, usando los pies y las manos como si fueran muelles para amortiguar el golpe.
Alucinante.
Y ahora, ¿adónde había ido a parar?
Las imágenes que sus ojos percibían tenían los colores y las formas irreales de los gráficos en tres de, de los videojuegos. Había árboles tan altos que sus copas se perdían en el cielo. Había luz, aunque no se veía ni rastro del sol. Y el terreno estaba cubierto de tramas de colores que iban desde el marrón oscuro hasta un amarillo arenoso. Parecía como si no hubiera horizonte, y el paisaje que tenía a su alrededor se perdía en la lejanía, aséptico y desierto.
Odd tragó saliva.
¡Caramba! Era como haber caído dentro de un videojuego.
Las sensaciones visuales eran tan extrañas y fuertes al mismo tiempo que Odd se cubrió instintivamente los ojos con las manos.
Unos instantes después las alejó, asustado. ¡Ésas no eran sus manos!
Se examinó a sí mismo con más atención. Ya no estaba vestido con el pijama y la chaqueta, sino que llevaba una especie de mono morado. Sus manos estaban envueltas en unos guantes cuyos dedos terminaban en garras. Tampoco su cuerpo era ya <<real>>, y al final de la columna le había salido una cola que ondeaba de un lado a otro. Y lo más increíble era que él podía sentirla: percibía como el viento acariciaba su suave pelaje.
Se palpó la cara, perplejo. Seguía siendo la suya, pero su pelo estaba de punta como el de un punki, y por encima de la frente habían aparecido dos protuberancias blandas semejantes a orejas peludas.
-¡Ey, pero si me he convertido en una especie de... supergato!
-¿Odd? -lo sobresaltó una voz.
El muchacho se giró, tratando de entender quién había hablado, pero no vio a nadie. Parecía como si la voz procediese directamente de dentro de sus orejas, como si alguien les hubiese metido unos auriculares.
-¡Oh, demonios, no! -exclamó la voz, contrariada-. ¿Se puede saber que haces ahí dentro, Odd?
Con cierta sorpresa, Odd reconoció la voz de Jeremy Belpua, el megaempollón de la clase.
-¿Jeremy? ¿Eres tú?
-¡Sí, soy yo!
-¿Dónde... cómo puedes oírme?
-¡Ni idea! Pero te recibo alto y claro, y a través de mis monitores puedo incluso verte.
-¿Odd? -se entrometió una segunda voz, algo más familiar.
-¡Ulrich! ¿Se puede saber en que leches de movidón me has metido?
-A mí me gustaría saber qué narices haces ahí tú en vez de tu chucho pulgoso -retumbó, incrédula, la voz de Ulrich.
-Ey, chavales, ¿me he perdido algo? ¿Quiere alguien explicarme qué clase de sitio es éste? Porque me da un poquito en la nariz que no se trata de un sitio... <<normal>>.
Silencio.
-En efecto, así es, Odd. Te encuentras en un mundo virtual controlado por un superordenador... ejem... cuántico -confirmó después la voz de Jeremy.
-¿Un qué? Ya lo pillo: es una broma, ¿verdad? ¿Puedo saber dónde está el truco?
-La cabina en la que has entrado, (y en la que en realidad debería haber estado Kiwi), es un escáner de virtualización biotri...
-¡Para, para, para! -porrumpió Od, que estaba empezando a perder la paciencia-. Perdona si te interrumpo, colega, pero ¿sabrías explicarme por qué tengo aquí... esto?
-¡Uau! -intervino Ulrich, entusiasmado-. ¡Pero si eso es una cola!
-Ejem... verás... -balbuceó Jeremy-. Probablemente la imagen se materializa en el mundo digital no corresponde a la real, sino que está mezclada con una proyección tuya y... ¡Aj, demonios, y yo qué sé! -terminó por refunfuñar-. Puede que sencillamente quieras ser un gato, y el ordenador ha hecho que aparezcas con esa pinta.
-Un gato... -repitió Odd, pensativo, mientras miraba a su alrededor-. Y ahora, ¿dónde estoy?
-Estás en Lyoko.
-¿Lyoko?
-En Lyoko Desierto... para ser más precisos.
-¿Y no hay nadie más aparte de mí en este sitio de mala muerte?
-Hay una chica. Maya.
-¿Guapa?
-No es tu tipo. Tiene orejas de elfa.
-Y a parte de esa chica elfa y yo, ¿no habrá también por casualidad unos monstruítos raros que parecen setas blindadas y se mueven en manada...?
-Eeeh... no, me parece que no.
-Entonces debe ser que ellos también andan por aquí por casualidad, ¡porque los tengo justo delante de mis narices!
En la fábrica, Jeremy aporreó furiosamente las teclas, cambiando el encuadre con el que había estado siguiendo los movimientos de Od.
-¡Ahí están! -exclamó Ulrich, más fascinado que asustado.
Se movían por el bosque en un grupo compacto, dando saltitos sobre unas horribles patitas de insecto. Parecían enormes escarabajos granujientos.
En el mismo instante en que se dieron cuenta de la presencia de Od, empezaron a disparar largos rayos láser contra él.
Por un instante el muchacho se quedó paralizado por el terror.
Luego le vino el impulso de huir, y saltó hacia atrás. ¡Y menudo salto! Salió disparado por el aire como una flecha e hizo una cabriola en pleno vuelo. Aterrizó sobre la rama de un árbol, y desde ella saltó hacia delante. Odd no se había sentido nunca así de ágil, y en aquella extraña atmósfera se movía sin esfuerzo alguno.
-¿Habéis visto qué movida? ¡Soy un auténtico rayo! -se maravilló-. ¡Ey!, ¿aún estáis ahí fuera?
¡-Sí! -le respondió la voz de Jeremy.
-¿Cómo has conseguido dar ese salto? -le preguntó Ulrich con incredulidad y una pizca de envidia.
-Es fácil. ¡Mira! -Odd dio otro brinco. Pero mientras estaba en el aire algo lo golpeó en un hombro-. ¡Ay! ¿Qué ha sido eso?
-¡Un láser?
Puede que fuese un videojuego, pero el dolor era muy real. Y quemaba. Quemaba de verdad.
-¡Odd! -lo avisó Jeremy-, ¡te han dado!
-¡Vaya, gracias por la advertencia! ¡Duele de narices!
-En el monitor acaba de aparecer un texto. El ordenador me está diciendo que has perdido treinta... treinta no sé qué.
-Algo así como treinta puntos de vida -añadió Ulrich.
-Pero entonces, ¡estoy de verdad dentro de un videojuego, colegas! Y ¿cuántos de esos puntos de vida tengo?
-Te quedan otros setenta, y luego.
-¿Luego?
-Game over.
-¿O sea? ¿Qué me va a pasar?
-No tengo ni idea.
Instintivamente, Odd empezó a correr más rápido.
-¡Ah, pues qué guay! ¡Estupendo de la muerte! Bueno, y entonces, ¿qué hago ahora? -gritó mientras saltaba de árbol en árbol.
La voz de Jeremy no se hizo esperar.
-Delante de ti debería de ver una especie de torre blanca.
-¡La veo!
-Bien. Ésa es la torre 3. Está justo en la frontera con el sector del desierto.
-¿Y entonces?
-Pues que es el lugar donde se encuentra Maya. Reúnete con ella y estarás a salvo.
Odd se giró, alarmado: detrás de él los escarabajos se estaban acercando. El bosque daba paso poco a poco a una extensión de arbustos movidos por un viento virtual.
-¡No te metas por ahí! -lo avisó de repente una voz desconocida por delante de él-. ¡La torre ya no es segura!
¡Blam! Un disparo láser. Odd lo esquivó y se detuvo un instante para mirar a su alrededor. A pocos pasos de él vio a una muchacha no muy alta con las orejas puntiagudas y el pelo cortada a la garçon y de un divertido color rosa. Estaba agazapada entre los matorrales.
-¿Maya?
-Sí. Ven conmigo, ¡vamos!
Odd desvió su carrera y la siguió sin hacer preguntas.
El enésimo disparo láser pasó silbando a poca distancia, depedezando una roca en mil fragmentos.
-¡Jeremy! ¡Éstos van en serio! ¿No te habrá venido a la cabeza mientras tanto una idea genial para sacarnos de aquí? -berreó Od.
-¡No! ¡Lo que estoy viendo en mi pantalla es totalmente incomprensible! Pero hay otra torre, no muy lejos de vosotros.
-¿Por dónde?
-¡Seguid así, recto! -respondió Jeremy-. Yo os aviso de cuándo hay que girar. Ahora el ordenador, me está enseñando un mapa del sector en el que os encontráis.
-¡Aaaaarrj! ¡Me han dado! -se lamentó Odd, rodando por el suelo en medio de una nube de polvo-. ¡Qué daño!
Maya lo ayudó a levantarse.
-¿Hacia dónde vamos, Jeremy? -preguntó con angustia.
-¡Recto! La torre ha empezado a ¡parpadear! Es un parpadeo azul
-¡De acuerdo, vamos! -siseó Odd mientras agitaba su cola gatuna.
Luego oyó resonar la voz de Ulrich.
-Jeremy, yo no me puedo quedar aquí mirando. Bajo a los escáneres.
Ulrich llegó a la sala de las columnas con el corazón latiendo a mil por hora. Miedo y remordimientos. Odd se encontraba en esa situación tan chunga por su culpa, y él tenía que hacer algo lo antes posible. Y además, Ulrich practicaba las artes marciales desde que tenía cinco años, así que enfrentarse a esa especie de escarabajos asquerosos no lo asustaban lo más mínimo.
-¡Quítate de en medio, bichejo! -siseó mientras esquivaba a Kiwi, que estaba corriendo por toda la habitación sin dejar de ladrar.
El escáner en el que había entrado Odd no se abría, así que Ulrich se metió en el interior del segundo escáner. Esperó. Apretó algunos botones que había allí dentro.
-¿Me oyes, Jeremy? -preguntó.
-Alto y claro -confirmó su amigo a través de un altavoz.
-Yo estoy listo.
-Entonces, agárrate fuerte... ¡virtualización!
Una luz fortísima rodeó a Ulrich, que se sintió aspirado hacia arriba, como si estuviese dentro de un tornado... En cuestión de segundos aterrizó en el otro lado.
Dentro de Lyoko.
Estar allí era muy distinto a contemplar el espectáculo en la pantalla de la sala de control. A sus ojos les costaba trabajo adaptarse a ese mundo digital tan plano y abstracto. Las hojas de los árboles bailaban al son de un viento invisible, pero lo hacían todas juntas, de una forma casi mecánica. La hierba se aplastaba bajo sus pies con una fracción de segundo de retraso.
No era de verdad. No lo era en absoluto.
Ulrich se quedó inmóvil durante unos instantes, desorientado. Lo percibía todo de un modo distinto, aunque no habría sabido explicar exactamente en qué sentido. Era un poco como estar debajo del agua, o envuelto en una fina película que retrasaba los movimientos.
Él también había cambiado de ropa: llevaba un quimono de samurái y calzaba unas sandalias de esparto con unos calcetines altos y blancos que separaban el dedo gordo del resto. Tenái una catana, la clásica espada japonesa, colgada de la cintura.
-¡Fantástico! -exclamó, tanteando su filo.
-¿Ulrich?
-¡Tu teoría es acertada, Jeremy! Quien es transportado aquí asume un aspecto que refleja su verdadera naturaleza.
Y la de Ulrich, al parecer, era la de un samurái.
Trató de orientarse entre la densa vegetación de quellos árboles altísimos.
-¿Dónde están los demás?
Pero no le hizo falta esperar a oír la respuesta: un grito agudo desgarró el aire a su izquierda.
-¡Maya! -lo siguió como un eco la voz de Jeremy, fuerte y clara en los oídos de todos-. ¡Le han dado a Maya! Sólo que... ¡el ordenador no registra ninguna pérdida de puntos de vida! No sé qué significa eso, ¡pero tened cuidado!
<<Significa que ella no es de verdad>>, pensó Ulrich. Aunque no lo dijo.
Llegó hasta ellos con un par de saltos. La chica elfa corría a toda velocidad, mientras que Odd iba saltando de rama en rama y trataba de atraer el fuego enemigo.
Ulrich, por su parte, hizo todo lo contrario: desenvainó la espada y se lanzó contra el primer escarabajo. Esquivó un rayo láser y golpeó al robot insectoide, haciendo que su catana vibrase contra su coraza. Fue como golpear un yunke.
Ulrich rodó por el suelo, volvió a pornerse en pie y comprobó que no había roto la espada. Luego la hizo oscilar delante de sus ojos, encarándose con su enemigo.
-Vamos, acércate...
El monstruo no tenía ni boca ni ojos. Era todo coraza y tentáculos oscuros.
Ulrich rechazó la estocada de uno de los tentáculos. Su catana despidió una cascada de chispas.
Saltar y moverse en aquel mundo virtual le producía una extraña sensación. ¡Era todo tan... irreal! No se sentía para nada cómodo, pero no tenía tiempo para pensar.
Se dio cuenta de que en el centro exacto de la coraza los escarabajos tenían un curioso doble círculo negro.
Como una especie de diana.
O un ojo.
Sin pararse a reflexionar, Ulrich pegó un salto, aterrizó dando una voltereta sobre el mosntruo e hincó la catana en el mismísimo centro de aquel símbolo desconocido. El escarabajo explotó en una lluvia de fragmentos luminosos.
-¡Sí, señor! ¡Uno menos! -Gritó Ulrich, exultante.
-¡Ey, eso no es justo! -protestó Odd desde una rama, justo encima de él-. ¿Por qué tú tienes una espada y yo solamente una estupida cola?
Mientras gesticulaba echó sin darse cuenta un barzo hacia atrás, y de su muñeca salió una flecha que se clavó en un tronco, a pocos metros de distancia.
-¡Qué pasada! ¡Pero si eso son flechas láser! -gritó Odd-. ¡Mis manos disparan flechas láser!
Después saltó al suelo, al lado de su amigo. Los escarabajos formaron un estrecho círculo alrededor de los dos muchachos, que se encontraron espalda con espalda, dos contra ocho.
-¿Ves esa especie de mancha que tienen en la coraza? -preguntó Ulrich.
-La veo.
-Si les arreas ahí, se desintegran.
-¿Y si en cambio nos desintegramos nosotros?
Los dos comañeros de cuarto se miraron. La situación era hasta tal punto disparatada que no conseguían sentir miedo de verdad.
-Mira, Odd, te quiero pedir perdón por haber raptado a Kiwi...
-¿Y por haberme metido en un mundo virtual donde yo parezco un gato, tú el camarero de un restaurante japonés y hay unos escarabajos enormes que tratan de matarnos antes que consigamos escondernos en una torre intermitente?
-Bueno, sí, también por eso.
-No te hace ninguna falta -replicó Odd con una sonrisa sincera-. ¡Me lo estoy pasando pipa!
Después saltó, abalanzándose contra el monstruo más cercano. Le apuntó con el brazo.
-¡Flecha láser! -gritó.
Maya corría a más no poder, con los ojos clavados en la torre blanca que la esperaba algo más adelante, medio oculta por los árboles.
El edificio parecía una vela gigantesca, lisa y uniforme, pero despedía un halo de luz azulada y amenazadora.
Cuanto más se acercaba, más le daba la impresión de que la energía negativa se propagaba por el aire.
No era la primera vez que notaba aquella extraña presencia.
Un fragmento de su memoria volvió a la superficie. Era una especie de reclamo para los monstruos. Una canción de alarma.
Maya lo sabía. Y también sabía que en ese reclamo había algo terrible. Mientras corría, de forma inesperada empezó a recordar. A recordar por qué. Y quién.
-¡Jeremy! -gritó-. ¡Me ha venido a la cabeza algo importante!
-Cuéntame.
-¡Es él el que ha llamado a los monstruos!
-¿Él? ¿Quién?
-¡X.A.N.A.!
-¿X.A.N.A?
-Es el nombre del amo de este mundo. ¡Es sana quién controla Lyoko! Él me odia. ¡Nos odia a todos!
-¿Nos odia? ¿Y por qué?
-No me acuerdo, ¡sólo sé que está loco! Y los monstruos son sus esbirros. ¿Oyes ese sonido?
-¿Qué sonido?
-¡Es el reclamo! Sale de la torre. La torre parpadea porque... ¡porque estás infectada! ¡Es X.A.N.A.. quien la ha infectado!
-Igual que un virus -pensó Jeremy, y sintió un escalofrío.
-¿Y por qué nos está atacando?
-¡Menuda pregunta! ¿Por qué un misil destruye todo aquello con lo que se topa? -otro fragmento de su memoria volvióa su sitio-. No quiere que yo entre en la torre.
-¿Por qué? -volvió a preguntar Jeremy.
-Porque yo -respondió Maya casi como si estuviese en trance-. Yo puedo hacer que se vaya. Puedo curar la infección.
Jeremy no dijo nada, impactado por aquella revelación.
-Debería haber un símbolo -prosiguió Maya tras un instante de silencio-. Un ojo. ¡Sí! ¡El ojo de X.A.N.A.! -¡Tienes que decirles a los chicos que los golpeen ahí! Es su firma en los mosntruos, pero también su punto débil
Jeremy sonrió.
-No te preocupes: ya lo han encontrado ellos solitos.
En cuanto llegó a la base de la torre parpadeante, Maya oyó un zumbido y se quedó agarrotada. Justo delante de ella se recortaba la silueta un enorme congrejo, de por lo menos dos metros de altura, con unas patas repugantes y una cabeza hinchada y oscura.
La muchacha se echó a tierra mientras un rayo que había brotado de una de sus pinzas trazaba una cicatriz negra en un tronco que había detrás de ella.
Luego volvió a ponerse en pie, y volvió a echar a correr con el corazón saliéndosele por la boca. Estaba mortalmente asustada.
-¡Me está persiguiendo, Jeremy! -gritó, desesperada.
Él chequeó una de sus monitores. Tres, cuatro, cinco puntitos aparecieron de pronto en el mapa.
-Hay más de ésos, y los tienes en los talones. ¡Ni se te ocurra pararte!
<<No puede pararme. Yo soy la cura. Soy la única cura. Yo sé como detenerlo. Y él tiene miedo. De mí>>.
Otro terrible zumbido. La tierra se levantó bajo los pies de Maya, y ella salió rodando hacia un lado. Luego volvió a ponerse en movimiento, aunque demasiado lentamente.
Ya tenía encima al cangrejo gigante. Luego notó otros movimientos, y dos figuras aterrizaron detrás de ella. Odd y Ulrich.
-¡Corre! -le gritó Ulrich.
-¿Por qué no te las ves conmigo, centollo supervitaminado? -berreó Od.
El cangrejo se lo tomó al pie de la letra.
¡Blam!
Odd recibió el disparo de lleno, y se esfumó en el aire, como si nunca hubiese existido. Al ver esta escena, Ulrich cayó de rodillas, conmocionado.
-Jeremy... ¿está muerto?
Silencio sepulcral.
Luego, la voz de Jeremy volvió a retumbar alto y claro.
-¡Me parece que no! Acaba de salir de la columna de la sala de los ecáneres. No tiene pinta de estar en su mejor momento, pero... ¡estar, está vivo!
-Así que nada de Game Over.
El cangrejo alzó las pinzas y las clavó en la tierra, abriendo una enorme grieta.
-Por lo que parece, al menos no en nuestro caso. Pero... ¡Maya no tiene puntos de vida!
Ulrich miró a la chiquilla de orejas puntiagudas, que había retomado su carrera hacia la torre parpadeante.
-De forma que no deban alcanzarla...
-Ella es distinta, Ulrich.
-¿Qué es lo que tiene que hacer en la torre?
-No lo sé.
<<Seguro que ella es la cura>>, pensó. Pero siguió observando.
La muchacha de orejas puntiagudas trató de no pensar en el ejército de monstruos que le pisaban los talones. Trató de no escuchar el chirrido de la catana de Ulrich arañando sus caparazones. Mientras sentía el cansancio en las piernas y las lágrimas que luchaban por salir de sus ojos, siguió corriendo, un paso tras otro, cuesta arriba, hacia la torre parpadeante, que estaba cada vez más cerca.
Lágrimas.
Un programa informático no llora de puro miedo.
Un programo informático no huye para salvar su vida.
No sigue sus instintos.
Ahora la torre estaba a unos pocos pasos, delante de ella. Muy cerca.
Casi podía tocarla. Saltó dentro de ella.
Atravesó sus paredes blancas como si no existiesen. Estaba dentro. Dentro de la torre.
Sólo había silencio. La batalla que arreciaba fuera había sido borrada. Como si nunca hubiese pasado.
Las paredes de la torre eran superficies sin luz por las que fluían extraños símbolos blancos. En medio del suelo estaba de nuevo aquel símbolo: los dos círculos concéntricos con sus cuatro rayitas.
El ojo de X.A.N.A.
Que brillaba con una siniestra luminiscencia azulada.
-¿Jeremy? -lo llamó la muchacha.
-Tranquila. Ulrich y los monstruos se han quedado afuera. Parece ser que no pueden entrar ahí dentro.
-Sí, pero yo, ¿cómo lo he conseguido?
-Has pasado a través de la pared -Jeremy tosió-. Desde un punto de vista informático, yo diría que le cortafuegos de la torre te ha recocido y...
-¡Corta el rollo, sabiondo! -lo interrumpió Odd, que mientras tanto había vuelto a subir hasta la sala de control.
La muchacha de orejas puntiagudas miró a su alrededor, sin saber muy bien qué tenía que hacer.Se acercó al ojo que vibraba en el suelo.
En cuanto lo tocó, una fuerza invisible la levantó por los aires con delicadeza.
Se sintió impulsada hacia arriba, hacia un techo invisible, hasta que se detuvo delante de un sencillo rectángulo, casi transparente, que flotaba en el aire a pocos centímetros de ella.
Era una pantalla.
Maya apoyó en ella una palma de la mano.
En la pantalla apareció una palabra.
AELITA.
La muchacha cerró los ojos y movió las manos con rapidez, como guiada por una oscura fuerza, como si se tratara de un gesto que había repetido millones de veces.
Volvió a abrir los ojos y leyó lo que había escrito.
CÓDIGO LYOKO
Una especie de torbellino, algo así como una energía que desaparecía, que era borrada.
-Torre desactivada -anunció al final una voz mecánica que retumbó a su alrededor.
Luego la torre cobró nueva vida, y los símbolos de las paredes se convirtieron en una cascada de números y letras.
-¡Hecho! -dijo en tono alegre la muchacha.
-Los monstruos... ¡han desaparecido! -La voz de Jeremy temblaba de emoción.
Dentro de la torre, la muchacha sonrió.
-¡Lo sé! ¡Esto es lo que hay que hacer!
-Pero... ¿qué significa Código Lyoko?
-¡Es la cura, Jeremy! Ahora también recuerdo otras cosas...
-¿Cuáles?
-X.A.N.A. no es el señor de este mundo... ¡Yo lo soy!
-¿Tú...?
-¿Te das cuenta? Y mi nombre no es <<Maya>>. Yo me llamo... Aelita.
Cuando Jeremy condujo a Ulrich adentro de la fábrica, le hizo bajar hasta la sala de las columnas, en el segundo nivel subterráneo.
-¿Y estas movidas qué se supone que son? -preguntó Ulrich.
-No tengo ni idea.
Se aproximaron a la primera puerta metálica, que se deslizó hacia un lado con un zumbido. Dentro había una cabina luminosa.
Ulrich metió dentro la cabeza para curiosear.
-¡No entres! -le advirtió Jeremy desde atrás.
-¿Por qué?
Jeremy suspiró.
-Me temo que podría ser peligroso. He hablado de ello con Maya.
-¿Esa amiga tuya que juega a la bella durmiente del ordenata? ¿Desde dónde se conecta ella?
-Ése es el tema. Que no lo sé. Y parece ser que ella tampoco lo sabe.
Ulrich se rascó la cabeza.
-Me has dicho que la viste en medio de un bosque, ¿correcto?
-Si. Es un sector de un mundo totalmente, virtual que parece diseñado con todo lujo de detalles.
-Y ella, en cambio, ¿cómo te ve?
-Me ve aquí, en la fábrica.
-Ella ve el mundo real, y tú ves el mundo virtual.
-Exacto.
-¿Y cómo conseguís oíros?
-Su voz sale de los altavoces. Y la mía, no lo sé, Ella dice que la oye resonar por todas partes, a su alrededor.
-¡Uau, cómo mola!
-Ya. Es como si desde aquí de controlase ese gran mundo virtual, dentro del cual también está ella.
-Así que tu amiga... ¿forma parte del mundo virtual?
-No estoy muy convencido de ello.
-¿Por qué?
Jeremy tardó un poco en responder.
-Es difícil de explicar... -dijo por fin-. La primera vez que hablé con ella pensé de inmediato que me encontraba ante una criatura virtual, una especie de avanzadísima inteligencia virtual. No era capaz de responder a preguntas elementales sobre nuestro mundo, como si no supiese nada de él. Ni siquiera sabía cuál era su propio nombre. Pero a pesar de eso había algo en su forma de comportarse, en su voz... algo indefinible y terriblemente... humano. Así que empecé a convencerme de que se trataba de una chica de verdad. En carne y hueso.
-¡Qué pena que esté enlatada en un ordenata lleno de cosas virtuales, Jeremy! ¡Venga ya, no puede ser... <<de verdad>>! ¿Cómo ha podido ocurrir algo así?
-La he sometido a la prueba de Turing.
Ulrich puso los ojos en blanco.
-La has sometido ¿a qué?
Jeremy suspiró con resignación ante tamaña ignorancia.
-Turing era un matemático- empezó a explicarle-. Uno de los inventores de la informática. Entre otras cosas inventó un test para establecer si un agente que parece humano lo es de verdad, o tan sólo una máquina.
-Mmm. Me parece que he visto una movida por el estilo en una peli antigua en la que salía Harrison Ford. Estaba el robot este, que no sabía que era un robot... -comentó Ulrich mientras se rascaba la cabeza.
Jeremy lo interrumpió inmediatamente.
-En fin, que la he sometido a esa prueba. Y la prueba ha dado un resultado positivo. Por consiguiente, lo que yo me pregunto es: si Maya es una persona real que se encuentra dentro de un superordenador... ¿cómo narices ha entrado ahí?
Mientras pronunciaba la última frase se apoyó en una de las puertas correderas y luminosas, que se abrió con un susurro.
-¡Espera un segundo! - exclamó Ulrich al ver esa escena-. Algo me dice que ya sabes la respuesta.
-Bueno, quizá estas columnas podrían tener algo que ver.
La puerta de la cabina volvió a cerrarse. Ahora las tres columnas habían adquirido un aspecto nuevo, inquietante. Jeremy le señaló a su amigo los cables y mecanismos que salían de lo alto de aquellas extrañas estructuras y se perdían en el techo.
-Se que suena absurdo, Ulrich... pero creo que son una especie de escáneres. Algo así como <<fotocopiadoras bidimensionales>>.
-Interesante -comentó con ironía Ulrich-. Pero, ¿te importaría tratar de explicarlo con palabras que los simples mortales podamos comprender?
-Prácticamente -respondió, paciente, Jeremy-, estas tres columnas sirven para teletransportarse al mundo virtual en el que vive Maya.
-Ciencia ficción -se rió Ulrich.
-Yo también lo he pensado.
-¿Me quieres decir que crees que ella entró aquí y se plantó... en el otro lado?
-Exacto -asintió Jeremy, totalmente serio.
-Y... ¿se puede saber cómo has entendido eso?
-En realidad no he entendido nada. Pero aquí abajo, ¿lo ves?, en la base de la columna, está escrito...
-Escáner. Cámara de virtualización. Peligro. Uau.
-No me parece que ahí ponga también <<uau>>.
-Lo sé, sólo estaba... ¡Bah, déjame en paz!
-Ulrich... El test de Turing no es infalible al cien por cien, y Maya podría ser un programa de inteligencia artificial tan avanzado como para simular en todo y por todo una personalidad humana. Pero si no es así, tenemos que encontrar una manera de sacarla de ahí...
-¿Le has preguntado si recuerda algo de estas... <<cámaras de virtualización>>?
-No se acuerda de nada de los escáners, si sabe desde hace cuanto tiempo se encuentra ahí dentro. Dice que ha estado durmiendo.
De repente Ulrich sintió frío. Explorar la fábrica junto a su nuevo amigo había sido divertido. Pero ahora una alarma dentro de su cabeza le advertía que se estaba metiendo en algo peligroso.
-¿Y bien? ¿Qué es lo que quieres hacer? -preguntó finalmente.
Jeremy se colocó bien las gafas sobre la nariz.
- Me parece evidente. Quiero ver si mi teoría es correcta, y si estos chismes funcionan de veras como yo creo. Yasí, hemos llegado al motivo de tu presencia aquí.
-Necesitas un conejillo de Indias.
-Elemental, querido Watson.
Ulrich sonrió al tiempo que cierta idea iba tomando forma lentamente en su cabeza.
-Y me lo dices sin inmutarte... ¡Pero yo no tengo la menor intención de meterme ahí dentro, querido doctor Frankestein! Aunque la idea del conejillo de Indias me gusta.. -Ulrich clavó sus ojos en los del otro muchacho con una extraña sonrisa-. ¿Conoces a un tal Odd Della Robbia?
-¿Tu compañero de cuarto? ¿El que siempre se hace el caballero con las chicas?
-El mismo que viste y calza. ¿Qué te parece?
-En fin. Me parece un tipo raro.
-Pues deberías ver a su perro.
Cerca de la entrada de la residencia de estudiantes de la academia Kadic había colgada una larga lista de reglas que los estudiantes estaban obligados a respetar.
Cosas del tipo: <<Está prohibido salir de la residencia después del horario de cena sin ir acompañados por un miembro del personal docente>>. O bien: <<Después de las diez de la noche se deberá mantener silencio para no molestar al resto de los estudiantes>>. Más o menos por la mitad del folio, escrito en rojo y con caracteres el doble de grandes que el resto, para que fuese más visible, podía leerse también: <<EN LA ACADEMIA KADIC ESTÁ PROHIBIDO TENER ANIMALES DE COMPAÑÍA, INCLUIDOS PECES ROJOS O PEQUEÑOS ANIMALES ENJAULADOS (HAMSTERES, CANARIOS, ETC). EN CASO DE QUE UN ESTUDIANTE TRANSGREDA DICHA REGLA, SE EXPONDRÁ A UNA SUSPENSIÓN DE ENTRE UNO Y TRES DÍA, O EN LOS CASOS MÁS GRAVES, A SER EXPULSADO>>.
Ulrich no tenía ningún animal.
Odd Della Robbia, sí. Se había instalado en su cuarto trayendo consigo a Kiwi, un horrible perrillo sin pelo, con las orejas puntiagudas y un morro que era todo boca y dientes. Para mantenerlo oculto Odd usaba las técnicas más absurdas: lo metía debajo de la cama, en el armario, en la mochila (para llevárselo fuera a que hiciese sus necesidades). Tras los dos primeros días de convivencia, Ulrich había decidido que Kiwi era el chucho más odioso y cascarrabias con el que se había topado en todo su vida: si de noche se sentía solo, gimoteaba; si había luna, ladraba bajito; y durante el día le encantaba esconderse en los cajones, mordisqueando y babeando la ropa.
Ulrich se había encontrado su quimono de taekwondo hecho jirones, y sus zapatillas de deporte favoritas, literalmente devoradas.
Cuando se las había enseñado a Odd, el muchacho se había limitado a encoger los hombros y decir: <<Siempre le han gustado las cosas apestosas>>.
Esa noche, al volver de la vieja fábrica, Ulrich entró en su cuarto como si no hubiese pasado nada. Esperaría hasta altas horas de la noche, y entonces... ¡le conseguiría a Jeremy la cobaya que necesitaba!
Se metió en la cama completamente vestido y se hizo el dormido hasta que oyó cómo en la cama de al lado la respiración de Odd se volvía profunda y regular. Kiwi se había enroscado encima de los zapatos de su joven amo, y aullaba muy bajito.
Ulrich miró su reloj: las doce y pico. Jeremy y él habían quedado en encontrarse donde la boca de alcantarilla
a eso de la una. La hora a la que incluso Jim Morales, el profesor de gimnasia que se había adjudicado el papel de guardián de los estudiantes, solía empezar a roncar a todo trapo. Esperó todavía unos segundos más, y luego... ¡vía libre!
Tratando de no hacer ruido, el muchacho apartó las sábanas.
-¡Ésta es la nuestra, bichejo! -susurró. Agarró a Kiwi y lo apretó contra su pecho para que no ladrase. Se escabulló fuera de la habitación. El haz de luz que dejó pasar la puerta al abrirse. El clac de la puerta al volverse a cerrar. Odd Della Robbia abrió los ojos con la desagradable sensación de que algo no iba como era debido.
Un momento... Ah, pues claro. Los habituales riudillos de Kiwi habían cesado. Od, preocupado, se incorporó hasta quedarse sentado. La cama de Ulrich estaba vacía. Y Kiwi no aparecía por ningún lado.
-Bonito, bonito... -lo llamó.
Nada.
Lo intentó con un silbido. Nada de nada.
En dos nanosegundos Odd se puso una chaqueta encima del pijama y salió disparado de la habitación. Oyó un ruido de pasos lejanos que provenía de las escaleras.
Y ese sonido... ¡eran los ladridos de Kiwi!
-¡Ey! Pero ¿qué...?
La puerta principal de la residencia estaba abierta, y Odd pasó por ella sin dejar de correr. Sintió la bofetada del aire fresco de la noche.
Vio cómo la silueta de Ulrich desparecía entre los árboles del parque. ¿Por qué había cogido Ulrich a su perro? Empezó a pasarle por la cabeza toda una serie de hipótesis de lo más inquietantes, pero las rechazó: su nuevo compañero de cuarto era taciturno, de acuerdo, pero en el fondo parecía un tipo legal. Seguro que no podía hacerle daño a Kiwi. ¡Aunque se había mosqueado bastante por lo de las zapatillas devoradas a traición!
Odd se detuvo en medio de los árboles para recuperar el aliento.
El torno a él la hierba ondeaba lentamente, acariciada por las sombras de la noche. Miró a su alrededor en busca de su compañero de habitación, que parecía haberse esfumado sin dejar rastro. Luego se dio cuenta de que en el suelo había una alcantarilla medio abierta. Se acercó a ella y la apartó del todo: un oscuro pozo descendía bien hondo. El muchacho metíó dentro la cabeza, pero volvió a sacarla inmediatamente, asqueado por el hedor que salía de aquel conducto.
Pero... había oído con toda nitidez el chapoteo de unos pasos en el fondo. Así que Ulrich había bajado ahí abajo. Y si Ulrich lo había hecho, él también podía conseguirlo.
Tapándose la nariz, claro.
-¡Qué mono! -exclamó Maya desde dentro del ordenador mientras Ulrich sostenía en alto a Kiwi delante de ella.
-Pero tú... ¿cómo consigues vernos exactamente? -le preguntó lleno de curiosidad el muchacho.
La chica sonrió.
-Delante de mí ha aparecido una ventana que flota en medio del aire. Y vosotros estáis ahí dentro.
-Uau... ¡Cómo mola! -exclamó Ulrich mientras la miraba en la pantalla de la sala de control-. Es como una especie de videoconferencia.
-Yo diría más bien -lo corrigió Jeremy con un tono profesional- que se trata de un sofisticado sistema de interfaz de usuario para un mundo de realidad virtual que empleaba webcams, micrófonos y quién sabe cuántas cosas más. De todas formas... Maya, dentro de poco podrás conocer a Kiwi en persona. En el ordenador he encontrado un programa de virtualización que debería resultarnos útil. Estoy seguro al noventa y ocho por ciento de que todo va a salir estupendamente. Primero te mandaremos al perro, luego intentaremos traerlo de vuelta y, una vez que hayamos comprobado que está sano y salvo... podremos tratar de entrar también nosotros... o hacer que salgas tú...
-No te comprometas demasiado -le susurró Ulrich-. Cada cosa a su tiempo. Empecemos por hacer desaparecer a este animalucho.
Los ojos de la muchacha se iluminaron con un extraño brillo.
-¿Estás seguro de que sabes lo que haces, Jeremy?
-Sí. O sea, no... pero... tú no tienes de qué preocuparte -trató de tranquilizarla Jeremy-. Sólo es una prueba inicial, y a lo mejor hará falta un poco de tiempo: este superordenador es condenadamente complicado.
-Y a lo peor, por desgracia, en el experimento perderemos para siempre a Kiwi... -dijo en plan sarcástico Ulrich, que estaba junto a él.
Jeremy le lanzó una mirada asesina.
-Tú vete abajo. Mete a Kiwi dentro de uno de los escáneres, cierra la puerta y vuelve aquí. Te espero para iniciar la cuenta atrás.
Mientras Ulrich bajaba por el conducto, el perrillo le lamió la cara, más contento que unas castañuelas.
-¡Puaj! No sabes lo mucho que siento tener que desembarazarme de ti, bichejo...
Cinco minutos después Ulrich ya estaba de vuelta.
-Ya está todo hecho.
-Vale -asintió Jeremy-. Maya, prepárate. Tienes que decirnos exactamente qué pasa en tu mundo. Iniciando cuenta atrás: cincuenta... cuarenta y nueve...
-¿Qué a sido eso? -preguntó de repente Ulrich.
-¿El qué?
-He oído un ruido. Como si alguien estuviese usando el ascensor.
-Ve a echar un vistazo.
Ulrich miró la cuenta atrás, que proseguía implacablemente.
-Luego voy -murmuró.
Cuando Odd entró en la habitación de los escáneres, ya se había convencido de que estaba dentro de una especie de sueño. O de una pesadilla.
En definitiva, en alguna parte que no era la realidad.
Lo de las cloacas y el puente de hierro tenía un pase, y también lo de la fábrica abandonada y el ascensor trastabillante. Pero la habitación en la que se encontraba ahora, con esa especie de duchas megatecnológicas y todas aquellas luces, era de verdad algo increíble.
-Que pasada... -murmuró, abriendo los ojos de par en par.
En respuesta se oyó un débil gañido. Tenue, como sofocado.
-¡Kiwi! -gritó entonces Odd-. ¿Se puede saber dónde te has metido? Ven aquí, bonito.
El perrillo empezó a ladrar frenéticamente, arañando la pared de una de aquellas columnas tan raras. Odd llegó hasta ella a la carrera y tocó su superficie, que se abrió deslizándose hacia un lado.
-Tres... dos...
Kiwi saltó afuera como una bale, le dio a Odd en pleno estómago y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio.
-Ey, chiquitín... -murmuró él, apoyándose contra la puerta de la cabina para no caerse. Craso error. Kiwi se precipitó entre sus piernas, poniéndole la zancadilla, la pared se movió de nuevo y en ese momento, agitando los brazos en busca de un asidero que no existía, Odd se desplomó dentro de la columna mientras la puerta se cerraba tras él con un chasquido.
-Uno... ¡cero! ¡Virtualización!
La luz del interior se convirtió de golpe en un resplandor deslumbrante.
Odd sintió cómo su cuerpo se elevaba, impulsado por fuertes chorros de aire que le levantaron el pelo sobre la cabeza. Cerró los ojos. La piel le picaba, los pelos de los brazos se le habían puesto de punta y...
...cayó al suelo como un gato, usando los pies y las manos como si fueran muelles para amortiguar el golpe.
Alucinante.
Y ahora, ¿adónde había ido a parar?
Las imágenes que sus ojos percibían tenían los colores y las formas irreales de los gráficos en tres de, de los videojuegos. Había árboles tan altos que sus copas se perdían en el cielo. Había luz, aunque no se veía ni rastro del sol. Y el terreno estaba cubierto de tramas de colores que iban desde el marrón oscuro hasta un amarillo arenoso. Parecía como si no hubiera horizonte, y el paisaje que tenía a su alrededor se perdía en la lejanía, aséptico y desierto.
Odd tragó saliva.
¡Caramba! Era como haber caído dentro de un videojuego.
Las sensaciones visuales eran tan extrañas y fuertes al mismo tiempo que Odd se cubrió instintivamente los ojos con las manos.
Unos instantes después las alejó, asustado. ¡Ésas no eran sus manos!
Se examinó a sí mismo con más atención. Ya no estaba vestido con el pijama y la chaqueta, sino que llevaba una especie de mono morado. Sus manos estaban envueltas en unos guantes cuyos dedos terminaban en garras. Tampoco su cuerpo era ya <<real>>, y al final de la columna le había salido una cola que ondeaba de un lado a otro. Y lo más increíble era que él podía sentirla: percibía como el viento acariciaba su suave pelaje.
Se palpó la cara, perplejo. Seguía siendo la suya, pero su pelo estaba de punta como el de un punki, y por encima de la frente habían aparecido dos protuberancias blandas semejantes a orejas peludas.
-¡Ey, pero si me he convertido en una especie de... supergato!
-¿Odd? -lo sobresaltó una voz.
El muchacho se giró, tratando de entender quién había hablado, pero no vio a nadie. Parecía como si la voz procediese directamente de dentro de sus orejas, como si alguien les hubiese metido unos auriculares.
-¡Oh, demonios, no! -exclamó la voz, contrariada-. ¿Se puede saber que haces ahí dentro, Odd?
Con cierta sorpresa, Odd reconoció la voz de Jeremy Belpua, el megaempollón de la clase.
-¿Jeremy? ¿Eres tú?
-¡Sí, soy yo!
-¿Dónde... cómo puedes oírme?
-¡Ni idea! Pero te recibo alto y claro, y a través de mis monitores puedo incluso verte.
-¿Odd? -se entrometió una segunda voz, algo más familiar.
-¡Ulrich! ¿Se puede saber en que leches de movidón me has metido?
-A mí me gustaría saber qué narices haces ahí tú en vez de tu chucho pulgoso -retumbó, incrédula, la voz de Ulrich.
-Ey, chavales, ¿me he perdido algo? ¿Quiere alguien explicarme qué clase de sitio es éste? Porque me da un poquito en la nariz que no se trata de un sitio... <<normal>>.
Silencio.
-En efecto, así es, Odd. Te encuentras en un mundo virtual controlado por un superordenador... ejem... cuántico -confirmó después la voz de Jeremy.
-¿Un qué? Ya lo pillo: es una broma, ¿verdad? ¿Puedo saber dónde está el truco?
-La cabina en la que has entrado, (y en la que en realidad debería haber estado Kiwi), es un escáner de virtualización biotri...
-¡Para, para, para! -porrumpió Od, que estaba empezando a perder la paciencia-. Perdona si te interrumpo, colega, pero ¿sabrías explicarme por qué tengo aquí... esto?
-¡Uau! -intervino Ulrich, entusiasmado-. ¡Pero si eso es una cola!
-Ejem... verás... -balbuceó Jeremy-. Probablemente la imagen se materializa en el mundo digital no corresponde a la real, sino que está mezclada con una proyección tuya y... ¡Aj, demonios, y yo qué sé! -terminó por refunfuñar-. Puede que sencillamente quieras ser un gato, y el ordenador ha hecho que aparezcas con esa pinta.
-Un gato... -repitió Odd, pensativo, mientras miraba a su alrededor-. Y ahora, ¿dónde estoy?
-Estás en Lyoko.
-¿Lyoko?
-En Lyoko Desierto... para ser más precisos.
-¿Y no hay nadie más aparte de mí en este sitio de mala muerte?
-Hay una chica. Maya.
-¿Guapa?
-No es tu tipo. Tiene orejas de elfa.
-Y a parte de esa chica elfa y yo, ¿no habrá también por casualidad unos monstruítos raros que parecen setas blindadas y se mueven en manada...?
-Eeeh... no, me parece que no.
-Entonces debe ser que ellos también andan por aquí por casualidad, ¡porque los tengo justo delante de mis narices!
En la fábrica, Jeremy aporreó furiosamente las teclas, cambiando el encuadre con el que había estado siguiendo los movimientos de Od.
-¡Ahí están! -exclamó Ulrich, más fascinado que asustado.
Se movían por el bosque en un grupo compacto, dando saltitos sobre unas horribles patitas de insecto. Parecían enormes escarabajos granujientos.
En el mismo instante en que se dieron cuenta de la presencia de Od, empezaron a disparar largos rayos láser contra él.
Por un instante el muchacho se quedó paralizado por el terror.
Luego le vino el impulso de huir, y saltó hacia atrás. ¡Y menudo salto! Salió disparado por el aire como una flecha e hizo una cabriola en pleno vuelo. Aterrizó sobre la rama de un árbol, y desde ella saltó hacia delante. Odd no se había sentido nunca así de ágil, y en aquella extraña atmósfera se movía sin esfuerzo alguno.
-¿Habéis visto qué movida? ¡Soy un auténtico rayo! -se maravilló-. ¡Ey!, ¿aún estáis ahí fuera?
¡-Sí! -le respondió la voz de Jeremy.
-¿Cómo has conseguido dar ese salto? -le preguntó Ulrich con incredulidad y una pizca de envidia.
-Es fácil. ¡Mira! -Odd dio otro brinco. Pero mientras estaba en el aire algo lo golpeó en un hombro-. ¡Ay! ¿Qué ha sido eso?
-¡Un láser?
Puede que fuese un videojuego, pero el dolor era muy real. Y quemaba. Quemaba de verdad.
-¡Odd! -lo avisó Jeremy-, ¡te han dado!
-¡Vaya, gracias por la advertencia! ¡Duele de narices!
-En el monitor acaba de aparecer un texto. El ordenador me está diciendo que has perdido treinta... treinta no sé qué.
-Algo así como treinta puntos de vida -añadió Ulrich.
-Pero entonces, ¡estoy de verdad dentro de un videojuego, colegas! Y ¿cuántos de esos puntos de vida tengo?
-Te quedan otros setenta, y luego.
-¿Luego?
-Game over.
-¿O sea? ¿Qué me va a pasar?
-No tengo ni idea.
Instintivamente, Odd empezó a correr más rápido.
-¡Ah, pues qué guay! ¡Estupendo de la muerte! Bueno, y entonces, ¿qué hago ahora? -gritó mientras saltaba de árbol en árbol.
La voz de Jeremy no se hizo esperar.
-Delante de ti debería de ver una especie de torre blanca.
-¡La veo!
-Bien. Ésa es la torre 3. Está justo en la frontera con el sector del desierto.
-¿Y entonces?
-Pues que es el lugar donde se encuentra Maya. Reúnete con ella y estarás a salvo.
Odd se giró, alarmado: detrás de él los escarabajos se estaban acercando. El bosque daba paso poco a poco a una extensión de arbustos movidos por un viento virtual.
-¡No te metas por ahí! -lo avisó de repente una voz desconocida por delante de él-. ¡La torre ya no es segura!
¡Blam! Un disparo láser. Odd lo esquivó y se detuvo un instante para mirar a su alrededor. A pocos pasos de él vio a una muchacha no muy alta con las orejas puntiagudas y el pelo cortada a la garçon y de un divertido color rosa. Estaba agazapada entre los matorrales.
-¿Maya?
-Sí. Ven conmigo, ¡vamos!
Odd desvió su carrera y la siguió sin hacer preguntas.
El enésimo disparo láser pasó silbando a poca distancia, depedezando una roca en mil fragmentos.
-¡Jeremy! ¡Éstos van en serio! ¿No te habrá venido a la cabeza mientras tanto una idea genial para sacarnos de aquí? -berreó Od.
-¡No! ¡Lo que estoy viendo en mi pantalla es totalmente incomprensible! Pero hay otra torre, no muy lejos de vosotros.
-¿Por dónde?
-¡Seguid así, recto! -respondió Jeremy-. Yo os aviso de cuándo hay que girar. Ahora el ordenador, me está enseñando un mapa del sector en el que os encontráis.
-¡Aaaaarrj! ¡Me han dado! -se lamentó Odd, rodando por el suelo en medio de una nube de polvo-. ¡Qué daño!
Maya lo ayudó a levantarse.
-¿Hacia dónde vamos, Jeremy? -preguntó con angustia.
-¡Recto! La torre ha empezado a ¡parpadear! Es un parpadeo azul
-¡De acuerdo, vamos! -siseó Odd mientras agitaba su cola gatuna.
Luego oyó resonar la voz de Ulrich.
-Jeremy, yo no me puedo quedar aquí mirando. Bajo a los escáneres.
Ulrich llegó a la sala de las columnas con el corazón latiendo a mil por hora. Miedo y remordimientos. Odd se encontraba en esa situación tan chunga por su culpa, y él tenía que hacer algo lo antes posible. Y además, Ulrich practicaba las artes marciales desde que tenía cinco años, así que enfrentarse a esa especie de escarabajos asquerosos no lo asustaban lo más mínimo.
-¡Quítate de en medio, bichejo! -siseó mientras esquivaba a Kiwi, que estaba corriendo por toda la habitación sin dejar de ladrar.
El escáner en el que había entrado Odd no se abría, así que Ulrich se metió en el interior del segundo escáner. Esperó. Apretó algunos botones que había allí dentro.
-¿Me oyes, Jeremy? -preguntó.
-Alto y claro -confirmó su amigo a través de un altavoz.
-Yo estoy listo.
-Entonces, agárrate fuerte... ¡virtualización!
Una luz fortísima rodeó a Ulrich, que se sintió aspirado hacia arriba, como si estuviese dentro de un tornado... En cuestión de segundos aterrizó en el otro lado.
Dentro de Lyoko.
Estar allí era muy distinto a contemplar el espectáculo en la pantalla de la sala de control. A sus ojos les costaba trabajo adaptarse a ese mundo digital tan plano y abstracto. Las hojas de los árboles bailaban al son de un viento invisible, pero lo hacían todas juntas, de una forma casi mecánica. La hierba se aplastaba bajo sus pies con una fracción de segundo de retraso.
No era de verdad. No lo era en absoluto.
Ulrich se quedó inmóvil durante unos instantes, desorientado. Lo percibía todo de un modo distinto, aunque no habría sabido explicar exactamente en qué sentido. Era un poco como estar debajo del agua, o envuelto en una fina película que retrasaba los movimientos.
Él también había cambiado de ropa: llevaba un quimono de samurái y calzaba unas sandalias de esparto con unos calcetines altos y blancos que separaban el dedo gordo del resto. Tenái una catana, la clásica espada japonesa, colgada de la cintura.
-¡Fantástico! -exclamó, tanteando su filo.
-¿Ulrich?
-¡Tu teoría es acertada, Jeremy! Quien es transportado aquí asume un aspecto que refleja su verdadera naturaleza.
Y la de Ulrich, al parecer, era la de un samurái.
Trató de orientarse entre la densa vegetación de quellos árboles altísimos.
-¿Dónde están los demás?
Pero no le hizo falta esperar a oír la respuesta: un grito agudo desgarró el aire a su izquierda.
-¡Maya! -lo siguió como un eco la voz de Jeremy, fuerte y clara en los oídos de todos-. ¡Le han dado a Maya! Sólo que... ¡el ordenador no registra ninguna pérdida de puntos de vida! No sé qué significa eso, ¡pero tened cuidado!
<<Significa que ella no es de verdad>>, pensó Ulrich. Aunque no lo dijo.
Llegó hasta ellos con un par de saltos. La chica elfa corría a toda velocidad, mientras que Odd iba saltando de rama en rama y trataba de atraer el fuego enemigo.
Ulrich, por su parte, hizo todo lo contrario: desenvainó la espada y se lanzó contra el primer escarabajo. Esquivó un rayo láser y golpeó al robot insectoide, haciendo que su catana vibrase contra su coraza. Fue como golpear un yunke.
Ulrich rodó por el suelo, volvió a pornerse en pie y comprobó que no había roto la espada. Luego la hizo oscilar delante de sus ojos, encarándose con su enemigo.
-Vamos, acércate...
El monstruo no tenía ni boca ni ojos. Era todo coraza y tentáculos oscuros.
Ulrich rechazó la estocada de uno de los tentáculos. Su catana despidió una cascada de chispas.
Saltar y moverse en aquel mundo virtual le producía una extraña sensación. ¡Era todo tan... irreal! No se sentía para nada cómodo, pero no tenía tiempo para pensar.
Se dio cuenta de que en el centro exacto de la coraza los escarabajos tenían un curioso doble círculo negro.
Como una especie de diana.
O un ojo.
Sin pararse a reflexionar, Ulrich pegó un salto, aterrizó dando una voltereta sobre el mosntruo e hincó la catana en el mismísimo centro de aquel símbolo desconocido. El escarabajo explotó en una lluvia de fragmentos luminosos.
-¡Sí, señor! ¡Uno menos! -Gritó Ulrich, exultante.
-¡Ey, eso no es justo! -protestó Odd desde una rama, justo encima de él-. ¿Por qué tú tienes una espada y yo solamente una estupida cola?
Mientras gesticulaba echó sin darse cuenta un barzo hacia atrás, y de su muñeca salió una flecha que se clavó en un tronco, a pocos metros de distancia.
-¡Qué pasada! ¡Pero si eso son flechas láser! -gritó Odd-. ¡Mis manos disparan flechas láser!
Después saltó al suelo, al lado de su amigo. Los escarabajos formaron un estrecho círculo alrededor de los dos muchachos, que se encontraron espalda con espalda, dos contra ocho.
-¿Ves esa especie de mancha que tienen en la coraza? -preguntó Ulrich.
-La veo.
-Si les arreas ahí, se desintegran.
-¿Y si en cambio nos desintegramos nosotros?
Los dos comañeros de cuarto se miraron. La situación era hasta tal punto disparatada que no conseguían sentir miedo de verdad.
-Mira, Odd, te quiero pedir perdón por haber raptado a Kiwi...
-¿Y por haberme metido en un mundo virtual donde yo parezco un gato, tú el camarero de un restaurante japonés y hay unos escarabajos enormes que tratan de matarnos antes que consigamos escondernos en una torre intermitente?
-Bueno, sí, también por eso.
-No te hace ninguna falta -replicó Odd con una sonrisa sincera-. ¡Me lo estoy pasando pipa!
Después saltó, abalanzándose contra el monstruo más cercano. Le apuntó con el brazo.
-¡Flecha láser! -gritó.
Maya corría a más no poder, con los ojos clavados en la torre blanca que la esperaba algo más adelante, medio oculta por los árboles.
El edificio parecía una vela gigantesca, lisa y uniforme, pero despedía un halo de luz azulada y amenazadora.
Cuanto más se acercaba, más le daba la impresión de que la energía negativa se propagaba por el aire.
No era la primera vez que notaba aquella extraña presencia.
Un fragmento de su memoria volvió a la superficie. Era una especie de reclamo para los monstruos. Una canción de alarma.
Maya lo sabía. Y también sabía que en ese reclamo había algo terrible. Mientras corría, de forma inesperada empezó a recordar. A recordar por qué. Y quién.
-¡Jeremy! -gritó-. ¡Me ha venido a la cabeza algo importante!
-Cuéntame.
-¡Es él el que ha llamado a los monstruos!
-¿Él? ¿Quién?
-¡X.A.N.A.!
-¿X.A.N.A?
-Es el nombre del amo de este mundo. ¡Es sana quién controla Lyoko! Él me odia. ¡Nos odia a todos!
-¿Nos odia? ¿Y por qué?
-No me acuerdo, ¡sólo sé que está loco! Y los monstruos son sus esbirros. ¿Oyes ese sonido?
-¿Qué sonido?
-¡Es el reclamo! Sale de la torre. La torre parpadea porque... ¡porque estás infectada! ¡Es X.A.N.A.. quien la ha infectado!
-Igual que un virus -pensó Jeremy, y sintió un escalofrío.
-¿Y por qué nos está atacando?
-¡Menuda pregunta! ¿Por qué un misil destruye todo aquello con lo que se topa? -otro fragmento de su memoria volvióa su sitio-. No quiere que yo entre en la torre.
-¿Por qué? -volvió a preguntar Jeremy.
-Porque yo -respondió Maya casi como si estuviese en trance-. Yo puedo hacer que se vaya. Puedo curar la infección.
Jeremy no dijo nada, impactado por aquella revelación.
-Debería haber un símbolo -prosiguió Maya tras un instante de silencio-. Un ojo. ¡Sí! ¡El ojo de X.A.N.A.! -¡Tienes que decirles a los chicos que los golpeen ahí! Es su firma en los mosntruos, pero también su punto débil
Jeremy sonrió.
-No te preocupes: ya lo han encontrado ellos solitos.
En cuanto llegó a la base de la torre parpadeante, Maya oyó un zumbido y se quedó agarrotada. Justo delante de ella se recortaba la silueta un enorme congrejo, de por lo menos dos metros de altura, con unas patas repugantes y una cabeza hinchada y oscura.
La muchacha se echó a tierra mientras un rayo que había brotado de una de sus pinzas trazaba una cicatriz negra en un tronco que había detrás de ella.
Luego volvió a ponerse en pie, y volvió a echar a correr con el corazón saliéndosele por la boca. Estaba mortalmente asustada.
-¡Me está persiguiendo, Jeremy! -gritó, desesperada.
Él chequeó una de sus monitores. Tres, cuatro, cinco puntitos aparecieron de pronto en el mapa.
-Hay más de ésos, y los tienes en los talones. ¡Ni se te ocurra pararte!
<<No puede pararme. Yo soy la cura. Soy la única cura. Yo sé como detenerlo. Y él tiene miedo. De mí>>.
Otro terrible zumbido. La tierra se levantó bajo los pies de Maya, y ella salió rodando hacia un lado. Luego volvió a ponerse en movimiento, aunque demasiado lentamente.
Ya tenía encima al cangrejo gigante. Luego notó otros movimientos, y dos figuras aterrizaron detrás de ella. Odd y Ulrich.
-¡Corre! -le gritó Ulrich.
-¿Por qué no te las ves conmigo, centollo supervitaminado? -berreó Od.
El cangrejo se lo tomó al pie de la letra.
¡Blam!
Odd recibió el disparo de lleno, y se esfumó en el aire, como si nunca hubiese existido. Al ver esta escena, Ulrich cayó de rodillas, conmocionado.
-Jeremy... ¿está muerto?
Silencio sepulcral.
Luego, la voz de Jeremy volvió a retumbar alto y claro.
-¡Me parece que no! Acaba de salir de la columna de la sala de los ecáneres. No tiene pinta de estar en su mejor momento, pero... ¡estar, está vivo!
-Así que nada de Game Over.
El cangrejo alzó las pinzas y las clavó en la tierra, abriendo una enorme grieta.
-Por lo que parece, al menos no en nuestro caso. Pero... ¡Maya no tiene puntos de vida!
Ulrich miró a la chiquilla de orejas puntiagudas, que había retomado su carrera hacia la torre parpadeante.
-De forma que no deban alcanzarla...
-Ella es distinta, Ulrich.
-¿Qué es lo que tiene que hacer en la torre?
-No lo sé.
<<Seguro que ella es la cura>>, pensó. Pero siguió observando.
La muchacha de orejas puntiagudas trató de no pensar en el ejército de monstruos que le pisaban los talones. Trató de no escuchar el chirrido de la catana de Ulrich arañando sus caparazones. Mientras sentía el cansancio en las piernas y las lágrimas que luchaban por salir de sus ojos, siguió corriendo, un paso tras otro, cuesta arriba, hacia la torre parpadeante, que estaba cada vez más cerca.
Lágrimas.
Un programa informático no llora de puro miedo.
Un programo informático no huye para salvar su vida.
No sigue sus instintos.
Ahora la torre estaba a unos pocos pasos, delante de ella. Muy cerca.
Casi podía tocarla. Saltó dentro de ella.
Atravesó sus paredes blancas como si no existiesen. Estaba dentro. Dentro de la torre.
Sólo había silencio. La batalla que arreciaba fuera había sido borrada. Como si nunca hubiese pasado.
Las paredes de la torre eran superficies sin luz por las que fluían extraños símbolos blancos. En medio del suelo estaba de nuevo aquel símbolo: los dos círculos concéntricos con sus cuatro rayitas.
El ojo de X.A.N.A.
Que brillaba con una siniestra luminiscencia azulada.
-¿Jeremy? -lo llamó la muchacha.
-Tranquila. Ulrich y los monstruos se han quedado afuera. Parece ser que no pueden entrar ahí dentro.
-Sí, pero yo, ¿cómo lo he conseguido?
-Has pasado a través de la pared -Jeremy tosió-. Desde un punto de vista informático, yo diría que le cortafuegos de la torre te ha recocido y...
-¡Corta el rollo, sabiondo! -lo interrumpió Odd, que mientras tanto había vuelto a subir hasta la sala de control.
La muchacha de orejas puntiagudas miró a su alrededor, sin saber muy bien qué tenía que hacer.Se acercó al ojo que vibraba en el suelo.
En cuanto lo tocó, una fuerza invisible la levantó por los aires con delicadeza.
Se sintió impulsada hacia arriba, hacia un techo invisible, hasta que se detuvo delante de un sencillo rectángulo, casi transparente, que flotaba en el aire a pocos centímetros de ella.
Era una pantalla.
Maya apoyó en ella una palma de la mano.
En la pantalla apareció una palabra.
AELITA.
La muchacha cerró los ojos y movió las manos con rapidez, como guiada por una oscura fuerza, como si se tratara de un gesto que había repetido millones de veces.
Volvió a abrir los ojos y leyó lo que había escrito.
CÓDIGO LYOKO
Una especie de torbellino, algo así como una energía que desaparecía, que era borrada.
-Torre desactivada -anunció al final una voz mecánica que retumbó a su alrededor.
Luego la torre cobró nueva vida, y los símbolos de las paredes se convirtieron en una cascada de números y letras.
-¡Hecho! -dijo en tono alegre la muchacha.
-Los monstruos... ¡han desaparecido! -La voz de Jeremy temblaba de emoción.
Dentro de la torre, la muchacha sonrió.
-¡Lo sé! ¡Esto es lo que hay que hacer!
-Pero... ¿qué significa Código Lyoko?
-¡Es la cura, Jeremy! Ahora también recuerdo otras cosas...
-¿Cuáles?
-X.A.N.A. no es el señor de este mundo... ¡Yo lo soy!
-¿Tú...?
-¿Te das cuenta? Y mi nombre no es <<Maya>>. Yo me llamo... Aelita.
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