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domingo, 24 de abril de 2011

7º capítulo.

                                  John F. Bullenberg
                                                    [Golfo de México. 9 de enero]
La moto, una Hayabusa turbo que alcanzaba más de trescientos por hora, derrapó delante del hangar y se detuvo bruscamente, dejando un largo raspón negro en el asfalto.
El temerario motociclista era un joven de veintitrés años que llevaba unos vaqueros rotos, una cazadora de cuero negro, un casco con la pantalla ahumada y una pequeña mochila.
Bajó la pata de cabra con un pie y se quitó el casco.
-¡Hola, Fernando! -le gritó a un mecánico vestido con un mono azul que estaba saliendo del hangar, mientras le tiraba las llaves de la moto.
-¡Jonh! ¿Ya te vuelves a ir? -el mecánico, que hablaba en un español un poco arrastrado, las cogió al vuelo.
-Pues sí. Por desgracia, se me han acabado las vacaciones. ¿Puedes encargarte tú de aparcar la moto? Ya voy con retraso.
-Sin problema.
El jet privado era un Gulfstream G550 de casi setenta millones de dolares. En el fuselaje, de un color azul claro, destacaba el logotipo multicolor de Music Oh, el gran portal musical.
John F. Bullenberg se dirigió con paso firme hacia la escalerilla, mientras desde la puerta abierta asomaba la cabeza una azafata.
-¡Bienvenido a bordo, señor Bullenberg!
-Llámame John, que si no me equivoco, tenemos la misma edad.
La joven olía a flores.
-A decir verdad tengo un año más que usted, señor... John -respondió mientras se ruborizaba.
John le sonrió. Al entrar se dirigió a la cabina de pilotaje: Tony y Matt lo estaban esperando con una taza de café en la mano. En las hombreras de sus camisas llevaban un pin con el logotipo de Music-Oh, que también estaba bien visible en el uniforme de la azafata.
-Buenas, muchachos.
-Estamos listos para salir -dijo Tony-. ¿Te apetece tomar los mandos durante el despegue? Este vejete que está a mi lado necesita a alguien que le dé el relevo.
-¡Oye! -bromeó Matt-. Tú si que eres el vejete que tendría que descansar.
John se había sacado hacía poco la licencia de vuelo, y Tony y Matt sabían que le encantaba pilotar el reactor. Pero en esta ocasión el muchacho sacudió la cabeza negativamente.
A lo mejor a la hora de aterrizar. Tengo que volver a ponerme a trabajar...
La cabina de pasajeros era un elegante saloncito con muebles de caoba y asientos de cuero de color claro. John se arrellanó en el que quedaba más cerca y sacó de su mochila un portátil.
-¿Quieres algo de beber? -le preguntó la azafata. John no la había visto nunca. Debía de ser nueva.
-No, gracias.
Hasta los veintiuno, John F. Bullenberg había sido un muchacho como tantos otros: un estudiante sin blanca de la Universidad de California, siempre atrasado con el alquiler y los exámenes. Luego, un buen día, se le había ocurrido la idea de un programa informático capaz de poner en contacto a los melómanos de todo el mundo.
Había programado la primera versión de Music-Oh a altas horas de la noche, después de terminar su turno en un restaurante de comida rápida donde trabajaba. Desde aquel momento las cosas habían empezado a ir de la forma adecuada: motos rápidas, su jet privado, chalés por todo el mundo...
Ahora estaba a punto de despegar de Costa Rica, a donde había invitado a un puñado de amigos para pasar juntos las navidades, en dirección a  California.
John F. Bullenberg vivía en un mundo de ensueño.

-En cinco minutos despegamos -anunció Tony por megafonía-. Mientras tanto, tengo al teléfono a Margie, que quiere hablar contigo.
Margie era su asistente personal. John tenía la esperanza de que antes o después se convertiría también en su novia, pero hasta el momento no había tenido éxito. Incluso había rechazado su invitación para el almuerzo del día de Navidad.
El joven cogió el teléfono de su asiento.
-Muy buenas.
-¿Habéis despegado ya?
-Todavía no. ¿Hay algún problema?
Margie era una muchacha menuda y de ojos negros, muy hermosa, y con una sonrisa perenne en los labios.
Pero en esta ocasión su voz sonó seria y preocupada.
-Oye, John, parece que Music-Oh  ha sido infectado por un virus.
No era ninguna novedad: durante el año que acababa de terminar había habido por lo menos un centenar de de ataques, y John tenía a su servicia a la flor y nata de los programadadores que se ocupaba de este tipo de problemas. Pero esta vez Margie había decidido contárselo personalmente.
Fue justo eso lo que le preocupó.
-¿Es grave?
-De momento ha infectado poquísimos ordenadores. Nueve o diez en total. Pero el problema no es ése. La cuestión es que... yo nunca había visto nada por el estilo.
¿Diez ordenadores? Music-Oh tenía una comunidad de casi quinientos millones de usuarios registrados: ¿por qué lo molestaba Margie por una tontería así?
-¿Has hecho algunas proyecciones estadísticas? ¿Qué nivel de infectividad tiene?
-Pongámoslo así: podría convertirse en el mayor desastre informático desde los tiempos del efecto dos mil.
John no lograba dar crédito a sus oídos. Pensó que Margie le estaba tomando el pelo. Pero a Margie no le gustaban las bromas. Y mucho menos ese tipo de bromas.
-Vale. Mándame un e-mail, que me lo leo ya mismo. ¿Has hablado ya con Francis?
-Todavía no: él también está de vacaciones. Esperaba que pudieras llamarlo tú.
-Claro que sí. Espero tu mensaje. Te he echado de menos -añadió apresuradamente John. Después cortó la comunicación.
psita.

El primer e-mail de Margie le llegó cuando ya estaban en el aire. El mensaje sólo tenía dos frases.
Aquí tienes. Date prisa, decía.
John hizo clic en él, y en la pantalla de su portátil apareció una imagen. Dos círculos concéntricos, tres rayitas en la parte de abajo y una arriba, una especie de diana de tiro al blanco.
<<O también... un ojo>>, pensó.
-Te he preparado un té frío -le dijo la azafata. John no respondió. Abrió el programa de depuración desde el que podía chequear el código de programación de Music-Oh. Analizó el código fuente de la página, trabajó en él, lo modificó.
-A ver si ahora funciona -murmuró entre dientes.
Apretó el botón compilar. Unos segundos de espera. Después se quedó con la boca abierta al ver como el código que con tanto esfuerzo había programado empezaba a moverse y fluctuar y las letras saltaban arriba y abajo en un vórtice de símbolos. Estaban formando un dibujo. Aquel dibujo.
Dos círculos concéntricos. Cuatro rayitas.
Otra vez ese extraño ojo.
John soltó una maldición, descargando el puño contra el cuero blanco de su asiento. Intentó salir del programa de depuración, pero se había bloqueado.
-¿Va todo bien? -le preguntó la azafata con amabilidad.
-Me parece que no -suspiró John-. Para nada.
Se sacó el móvil de un bolsillo y le hizo un par de fotos a la pantalla. Se las envió a su amigo Francis por MMS. Averigua qué es esta movida.
Después apagó el ordenador.
Y volvió a imprecar.
El MMS de John fue transmitido desde su teléfono hasta una torre de repetición, y de ahí a otra, y luego a otra más.
Durante el viaje un pequeño fragmento digital integrado en el mensaje cambió repentinamente de dirección. Era sólo una breve cadena de código sin nombre ni memoria, pero en cierto sentido estaba viva. El programa logró introducirse en el ordenador de la compañía telefónica, y desde allí convocó otros fragmentos sin nombre. Lo estaban esperando.
Era como un imán que atraía hacia sí una multitud de pequeñas virutas de metal, de forma que iba volviéndose cada vez más fuerte.
Sus células digitales retomaban sus puestos, volvían a empezar a funcionar. Trataban de acceder a aquel tesoro de recuerdos que estaba todavía encerrado bajo llave en una caja fuerte.
<<No estoy muerto>>, pensó aquel ser mientras seguía buscando sus fragmentos.
Un ordenador de la compañía telefónica se bloqueó mientras la entidad digital se desplazaba por las líneas eléctricas.
No estoy muerto.
Ah, sí. Ahora me acuerdo.
Estoy volviendo.


Unos segundos más tarde, en una apartada casa del estado de Maine, el móvil de un programador llamado Francis empezó a sonar.
El hombre cogió el teléfono y leyó el mensaje.
Averigua que es esta movida.
También había dos archivos adjuntos: las habituales páginas iniciales de Music-Oh, que ya había visto millones de veces.
Pensando que se trataba de una broma, respondió: Esta <<movida>> es la web más bonita del mundo.
  Su teléfono volvió a sonar.
-¿Francis? ¿A qué viene esta broma?
-¿Qué quieres decir?
-Te he mandado dos fotos de este virus tan raro. Esa especie de... cosa con dos círculos y...
-John, ¿se puede saber de que narices estás hablando? En las fotos que me has mandado no se ve ningún virus. ¡De hecho, no se ve nada de nada, aparte de la página inicial de toda la vida de Music-Oh!
John tuvo que hacer que se las reenviase de vuelta para poder creerselo. El sitio web volvía a funcionar.
El virus había desaparecido sin dejar huellas.
Se había desvanecido.

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