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domingo, 24 de abril de 2011

8º capítulo.

                                     Chocolate, libros y pasadizos secretos
                                             [Francia, Ciudad de la Torre de Hierro, 9 de enero]

-¡Achús! -estornudó Odd.
-¡Achís! -soltó Yumi como un eco.
Jeremy rió socarronamente.
-Después de todo, a lo mejor no ha sido una gran idea venir a hablar aquí fuera, con este frío.
-Podríamos seguir con la charla dentro de La Ermita -coincidió Ulrich-. Yo ya no siento las piernas. Creo que se me han congelado. Entonces, ¿qué me decís? ¿Volvemos al calorcito?
-¡A sus órdenes, gran jefe! -gritó Odd, y antes de que alguien pudiese darse cuenta ya le había estampado una bola de nieve a Jeremy en la cabeza.
El chico se desplomó en el suelo cuan largo era.
Yumi se encerró en el baño para darse una ducha caliente y lavarse el frío que se le había pegado al cuerpo. Ulrich y Odd, por su parte, se apalancaron en el salón, sepultados bajo una capa de mantas de unos diez centímetros de altura, a ver una película de terror. Kiwi estaba enroscado entre las piernas de Ulrich, que trataba inútilmente de hacer que se bajase.
-¡Jua, jua! -se carcajeaba Odd-. ¡Me parto!
-¿Se puede saber que es exactamente lo que te hace tanta gracia? -lo contradijo Ulrich, molesto-. ¡Ese monstruo le acaba de arrancar la cabeza!
-¡Pues eso mismo! ¡Muy fuerte! Espera, mira, ¿eh? Ahora se la carga. Ay, no me lo creo... ¡ja,ja,ja!
Aelita observaba aquella escena desde la puerta de la cocina.
-Odd es increíble, de verdad -comentó, divertida.
-¿En el sentido de que resulta increíble que exista alguien tan fuera de sus cabales? -le preguntó Jeremy con una sonrisa en los labios.
Bajó un cazo de un estante y lo puso sobre el fogón eléctrico, poniendo atención para no quemarse. Luego emepzó a echar chocolate en polvo y la leche.
-¡Un buen chocolate caliente es justo lo que nos hace falta! -le dijo Aelita mientras se sentaba a su lado.
Jeremy le echó un vistazo disimulado, con el rabillo del ojo, a la expresión satisfecha de su amiga.
-¿Qué tal te encuentras?
-Bah. No sabría decírtelo. Antes, mientras contabais vuestras historias, tenía la impresión de estar recordando algo. A ráfagas, como si fuesen fogonazos. Pero tenía la extraña sensación de que no había pasado de verdad, como si sólo lo hubiese soñado...
Aelita apoyó dulcemente la cabeza sobre el hombro de Jeremy, y sus cortos cabellos pelirrojos acariciaron el cuello del muchacho.
-¿Puedo preguntarte algo? -dijo en un leve susurro.
-Claro.
-¿Por qué no apagasteis el superordenador de una vez por todas cuando me sacasteis de él?
El polvo marrón se fue disolviendo lentamente en la leche.
-De hecho, lo intentamos.
-Pero algo salió mal.
-Pues sí. X.A.N.A. ha demostrado que está dispuesto a todo con tal de sobrevivir. Para impedirnos que lo apagásemos se sirvió de ti...
-¿De... mí?
Jeremy la miró a los ojos. Estudió aquel rostro menudo al que seguía añadiéndole mentalmente unas orejas de elfa.
-Tú eres la cura, Aelita. Eres la única que puede controlar las torres y... desactivar sus ataques.
--Ya, las torres... Pero, ¿por qué son tan importantes? ¿Cómo funcionan?
-Ah, eso lo descubrimos tiempo después -Jeremy removió el chocolate con la mirada perdida en el vacío-. Las torres son la conexión entre el mundo de Lyoko y... éste -al terminar la frase, Jeremy apoyó la mano sobre el microondas.
Aelita alzó una ceja.
-¿Hay una torre en el horno?
-Oye, que esto es algo serio. En Lyoko hay una torre prácticamente por cada aparato electrónico que existe en el mundo real. Y si atacas una torre de <<allí>>...
-... en realidad también estás modificando algo <<de aquí>>. Entendido.
-Exacto. Por lo menos en teoría, a través de las torres, X.A.N.A. era capaz de afectar a nuestros aparatos eléctrico. A cualquier cosa que tuviese electricidad, incluido... -Jeremy se tocó la cabeza- nuestro cerebro, que funciona gracias a microdescargas eléctricas. Con las debidas excepciones, obviamente. Odd, por ejemplo, no corre peligro.
La muchacha soltó una risilla, pero no se sentía en absoluto tranquila.

Yumi salió de la ducha con el pelo envuelto en una toalla. Odd y Ulrich aún seguían debajo de las mantas, concentrados en la <<hilarante>> escena final de la película.
-¿Y los demás? -preguntó.
-Eftán de chácharha en la cofina -farfulló Odd con la boca llena-. ¿Uda galledida?
-¡Pero si acabamos de comer hace una hora!
Odd se encogió de hombros y siguió mordisqueando media galleta. La otra mitad se la había tirado a Kiwi.
-¡Aquí estamos! -los interrumpió Jeremy, salieno de la cocina con Aelita. Llegaron hasta el sofá sosteniendo una bandeja con el chocolate, humeante y delicioso.
Olfateando aquel olorcillo, Kiwi aulló bajito.
-¡Venga, pues! -se espabiló Odd, agarrando los tazones de chocolate de la bandeja y repartiéndoselos a todos-. Es el momento de hacer un buen brindis chocolateado. Por nosotros... ¡y por nuestro último día de vacaciones!
-¡Chinchín!
-¡Mmmm! ¡Delicioso! -comentó Ulrich, masticando con satisfacción-. Incluso has dejado los grumos, como a mi me gusta...
Jeremy lo miró por encima de las gafas.
-¿De qué grumos hablas? En realidad yo lo he removido a conciencia.
-Pero... -dijo Ulrich. Tenía los mofletes inchados y masticaba con ahínco.
Luego se paró de golpe. Abrió de par en par los ojos, que se le inyectaron de sangre mientras la cara se le ponía colorada. Unos segundos después, Ulrich
-¡Agua! -gritó al tiempo que se ponía en pie de un brinco-. ¡Qué alguien me dé agua! ¡¡Ooooodd!!
Odd se estaba riendo tanto que casi no lograba respirar.
-¡Grumos! ¡Claro que sí, sabor guindilla extrafuerte! ¡Jua, jua! Se me ha ocurrido convertir el chocolate de nuestro amigo Ulrich en algo realmente inolvidable.
Los muchachos intercambiaron miradas perplejas, y luego explotaron en una extruendosa carcajada coral.
   Ulrich volvió de la cocina con los ojos llorosos.
-¡Puaj! Menuda estupidez de broma.
-Ánimo, señor Stern, no me ponga esa cara. Además, las guindillas son buenas para el corazón. Lo he hecho pensando en tu salud.
-¡Venganza, Odd! ¡Venganza!
Yumi detuvo a Ulrich agarrándolo por los hombros, sin para de reír.
-¡Venga, hombre, qué venganza ni qué nada! ¿Por qué no hacemos mejor algo todos juntos?
-Por mí, bien -se apuntó de inmediato Odd, encantado de escapar del merecido castigo por aquella broma-. ¿Qué propones que hagamos?
-Vamos a explorar el desván -propuso Yumi con una extraña luz brillando en sus ojos.

El último piso de La Ermita estaba aislado del resto de la casa, y contenía un gran estudio. Pero nada de ordenadores: sólo una mesa enorme inundada de papelotes y tres pizarras cubiertas de fórmulas a medio borrar. En una esquina había un pequeño aparador y una cafetera y un hornillo eléctricos, junto a los que todavía se encontraban una taza sucia con el borde mellado.
Por lo demás todo eran libros. Libros encima de más libros. Centenares de ellos, amontonados en estanterías ruinosas o apilados por el suelo, abiertos y cerrados, grandes y pequeños. Colecciones enteras de revistas aún empaquetadas en cajas de cartón.
El desván estaba iluminado por tres ventanas. La primera daba al caminito de entrada de La Ermita y a la calle. Desde la segunda, que encaraba a la dirección opuesta, se veían el parque de la academia Kadic. La tercera ventana, la más amplia de todas, ofrecía unas sugerentes vistas del antiguo barrio industrial, a lo lejos, con el puente y el islote de la fábrica abandonada.
La Ermita. La academia Kadic. La fábrica.
Tres lugares separados entre sí por un par de kilómetros de calles asfaltadas, pero conectados por una intrincada red de galerías subterráneas.
Y de secretos.
Jeremy se acercó a la primera estantería y acarició con la punta de los dedos los polvorientos lomos de las cubiertas.
-¡Mira, lo hemos conservado todo! -le dijo a Aelita con cierta satisfacción-. Desde las matemáticas básicas a la teoría avanzada de los grandes ordenadores de procesamiento en paralelo.
Agarró un volumen que tenía pinta de pesar por lo menos doscientos kilos y hojeó algunas páginas.
-¡Ah, esto sí que es un auténtico tesoro!
-¡Achís! -Odd empezó a estornudar a más no poder-. En realidad, yo había preferido algo más tradicional. ¡Achís! Algo como, no sé, un cofre lleno de doblones de oro...
-Eso es porque eres un ignorante -le replicó Ulrich riendo.
-Notas. Garabatos. Hasta una lista de la compra -Yumi había empezado a hurgar entre los apuntes y las hojas desperdigadas por el escritorio.
Kiwi hundió el hocico en una papelera volcada, y luego metió desgarbadamente todo su cuerpecillo dentro.
-Me parece que no lo entiendo, chicos. ¿Qué quiere decir que habéis conservado todo? -preguntó Aelita perpleja mientras acariciaba algunos de los viejos objetos que se encontraban en el desván-. ¿Todos... el qué?
-Ups, quizá no te lo hemos dicho todavía... -respondió Odd, ensimismado.
-¿Decirme qué?
-Sólo estabamos esperando el momento adecuado -intervino Jeremy.
-Después de todo...
-¿Se puede saber de qué narices estáis hablando? -insistió Aelita.
Jeremy se acercó.
-Es muy sencillo. Hace algún tiempo esta era tu casa.
-¿Mi casa?
-Exacto.
-¿Me estás diciendo que yo vivía aquí?
-Sí. Con tu padre, el creador de Lyoko.
-Mi padre... ¿creó Lyoko? -Aelita se sintió desfallecer.
-Sí. Tu padre se llamaba Franz Hopper. El profesor Hopper. Enseñaba en la academia Kadic.
-No... esperad un momento... -Aelita sacudió la cabeza, confusa, ahuyentando con la mano unos pensamientos que no conseguía atrapar-. ¿De verdad mi padre inventó Lyoko?
-Pues sí. Mientras tú estudiabas en el colegio -prosiguió Jeremy-. Parecía que todo andaba bien, hasta que... -se interrumpió de golpe, mirándola con seriedad-. ¿Te acuerdas de algo de la fecha del 6 de junio?
Aelita negó con la cabeza.
-¿Tendría que hacerlo?
-Es el día en que huiste con tu padre. El día en que entraste en uno de los escáneres de la vieja fábrica.
-¿Huímos...?
-No nos preguntes por qué. No lo sabemos.
-Y ¿cuándo se supone que pasó todo eso?
-Hace diez años.
-¿Hace diez años? -Aelita se llevó las manos a la cabeza, aturdida-. Pero... si yo era una alumna de la escuela... ¿cuántos años tenía?
-Más o menos... unos doce.
Aelita miró fijamente a su amigo, estupefacta.
-¡Imposible! ¡Si eso fuese verdad, ahora debería de tener más de veinte años!
Jeremy no conseguía imaginarse ni siquiera hasta qué punto todo eso podía resultarle doloroso y sobrecogedor a Aelita. Pero antes o después, de una forma u otra, ese momento iba a llegar, y Jeremy lo sabía muy bien. Ella tenía que recordar. Y con la memoria, inevitablemente, volvería también el dolor.
-Pero no los tienes -hizo un esfuerzo por sonreír, con dulzura-. Sé que puede parecer absurdo, pero no has envejecido. Mientras estabas dentro de Lyoko y el superordenador estaba pagado, el tiempo se detuvo para ti.
Aelita parecía trastornada, con el ceño fruncido y el rostro tenso, como si estuviese llevando a cabo un esfuerzo sobrehumano para tratar de darles un orden y un sentido a todos esos nuevos datos.
-Y ¿quién... apagó el superordenador, entonces? -fue lo único que logró preguntar.
-Eso tampoco lo sabemos -respondió Jeremy negando con la cabeza-. Tu padre, a lo mejor. O quien os estuviese persiguiendo. Tal vez alguien que pensaba que era demasiado peligroso mantenerlo encendido.
-Yo... vivía aquí con papá -repitió Aelita, como para convencerse de ello-. Y... ¿mi madre? También yo habré tenido una madre... ¿no?
-Lo siento... no sabemos nada de ella -esta vez fue Yumi quien respondió, esforzándose por no echarse a llorar.
Aelita la miró sin decir nada. Era todo tan absurdo y estaba tan lleno de zonas oscuras, de incógnitas sin respuesta... Y de todas formas, por más que se esforzaba, ya no conseguía ni pensar. Sentía como si la hubiesen vaciado, como si la hubiesen dejado sin fuerzas.
Con un gesto inconsciente, cogió de la boca de Kiwi un cuaderno que el perro había encontrado mientras hurgaba en la papelera. La cubierta, de cuero negro, estaba cerrada con una goma. Lo abrió mecánicamente y lo hojeó: todas sus páginas estaban en blanco. <<Vacío. Igual que mi cabeza...>>
Se metió el cuaderno en uno de los bolsillos traseros de los tejanos y se sentó en el suelo. Sólo quería cerrar los ojos y despertarse un mes más tarde, sin acordarse de nada de todo aquel asunto.
-Chicos -la voz de Odd rompió inesperadamente aquel silencio cargado de tensión-, nos hemos puesto todos demasiado nerviosos en este desván. Y nuestro día especial corre peligro de convertirse en un velatorio. ¿Qué tal si nos montamos algo divertido?
-¿Qué se te está pasando por la cabeza? -preguntó Yumi con desconfianza.
-¿Qué os parece si jugamos al... escondite?
La reacción de los demás fue, como mínimo, poco entusiasta.
Odd miró  su alrededor, desconsolado, y suspiró.
-De acuerdo. Lo pillo. Me la ligo yo primero. ¡Pero no os busquéis escondites demasiado difíciles!
Luego salió por la puerta del estudio, dejándola abierta, se tapó lo ojos con las manos y empezó a contar en voz alta.
-Uno, dos, tres, cuatro...
Jeremy decidió que en  el fondo Odd no había tenido una idea tan mala.
Agarró a Aelita por un brazo.
-Por aquí -le susurró al oído.

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