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jueves, 28 de abril de 2011

10º capítulo

                             Los secretos de La Ermita
                         [Francia, Ciudad de la Torre de Hierro, 9 de enero]
Jeremy llevó a Aelita hacia el escritorio y le señaló una trampilla que había en el suelo:  una simple tabla de una madera algo más clara que el resto del parqué. La movieron entre los dos, levantando una nube de polvo que les hizo estornudar. Debajo, una estrecha escalera de caracol bajaba enroscándose, encajada entre gruesos muros de cemento.
-¡Increíble! -exclamó Aelita-. Parece un pasadizo secreto.
Jeremy sonrió.
.Es un pasadizo secreto. Lleva directamente al semisótano. Y aún no has visto nada: ¡piensa que de ahí abajo sale una galería que va hasta la fábrica abandonada! Creemos que tu padre lo utilizaba para llegar a su laboratorio a salvo de miradas indiscretas. De hecho, es probable que escapaseis precisamente por ahí hace diez años.
-Lo dices como si fuese una cosa de lo más normal... -Aelita lo tomó por un brazo, haciendo que se girase-. Por favor, Jeremy -susurró mientras lo miraba fijamente a los ojos-, necesito que me cuentes todo lo que tengo que saber. ¡Ahora!
-Como quieras. Pero sólo si no haces que nos pillen enseguida -trató de bromear él. Luego, al ver la expresión severa de Aelita, volvió a ponerse serio de inmediato-. En realidad no hay mucho que contar. Digamos que hemos descubierto que tu padre era un tipo algo... reservado. Sembró la casa de vías de escape y pasadizos ocultos.
-Pero ¿a qué venían todos estos... secretos?
-Creemos que dependía del carácter <<particular>> de las investigaciones de tu padre. Y puede que también tengan algo que ver los <<individuos>> para los que llevaba a cabo esas investigaciones...
-¿Qué quieres decir? ¿Para quién... trabajaba mi padre? -sintió como un escalofrío le recorría la espalda.
Jeremy negó con la cabeza.
-No estamos seguros. De momento sólo tenemos un nombre, Green Phoenix. El Fénix Verde.
-¿O sea?
-Damos palos de ciego.
A continuación se hizo un silencio que pareció eterno, y durante el cual Aelita se quedó inmóvil, mirando fijamente la espiral de los escalones que se hundían en las sombras.
-Y ¿tú conoces todos esos pasadizos? -preguntó de repente, como despertándose de un largo sueño.
-Por desgracia, no. Los planos de construcción de La Ermita fueron destruidos. Pero con cada exploración descubrimos uno nuevo. ¡Por eso jugar al escondite aquí es tan divertido!
El muchacho le sonrió, guiñándole un ojo.
Aelita le devolvió la sonrisa, y apoyó un pie en el primer escalón. Luego pareció pensárselo mejor, y se giró de nuevo hacia Jeremy.
-Ningún secreto entre nosotros. Jamás. ¿De acuerdo?
Jeremy la miró a los ojos con seriedad y asintió con la cabeza.
-Tienes mi palabra. Pero ahora tenemos que bajar antes de que Odd nos descubra.

Más que un sótano, la parte inferior de La Ermita recordaba un almacén.
jeremy y Aelita salieron del pasadizo secreto y cerraron la puerta tras de sí. Estaba recubierta por una capa de cemento que la volvía totalmente invisible.
Justo enfrente de ellos había una cámara frigorífica de tipo industrial, una auténtica habitación, con una enorme puerta metálica reforzada. A la derecha, otra habitación hacía las veces de despensa, llena de estanterías de metal todavía repletas de comida enlatada.
Empezaron a dar vueltas por los pasillos oscuros, iluminados sólo por ventanucos opacos a la altura del techo. Encontraron trasteros abarrotados con escobas y botellas de detergentes, y desembocaron en una enorme sala vacía ocupada únicamente por un par de tendederos y una vieja lavadora.
Jeremy sabía que para Aelita tenía que ser duro, y se creía culpable por no conseguir empatizar del todo con el dolor de su amiga. Pero no podía evitar sentirse más feliz de lo que había se había sentido en mucho tiempo. Estaba de vacaciones con sus amigos. Y el escondite le había proporcionado la excusa perfecta para pasar un poco de tiempo a solas con Aelita. A lo mejor estaba mal, pero no podía controlarlo.
Y, en el fondo, incluso Aelita parecía haberse tomado ese paseo por los subterráneos de la Ermita como una ocasión para distraerse.
-¿Y por ese lado? -preguntó, llena de curiosidad, una vez que hubieron llegado a la entrada de un pasillo oscuro.
-Por ahí se baja a otros pasadizos que todavía no hemos explorado del todo. Es una caminata de veinte minutos largos. Y luego... quién sabe.
Aelita tenía la sensación de que ya había estado allí, aunque no lograba recordar cuándo. Se despabiló y miró en dirección opuesta.
-¿Y esto? -preguntó.
Era una pequeña habitación cuadrada de pocos metros de lado que parecía un almacén de unas obras. Sacos de cal y cemento tirados en una esquina y cubiertos de polvo, y cajas enormes llenas de baldosas rotas. Un cubo manchado de argamasa y una vieja llana.
-Espera un momento -dijo Aelita-. Has dicho que todavía no has encontrado los planos de construcción de la casa, ¿correcto?
-Correcto.
-Pero alguien habrá tenido que construírla, ¿no? Quiero decir, los albañiles. A lo mejor ellos podrían contarnos algo.
-Mmmm... -Jeremy la contempló con una mirada de admiración-. Tienes toda la razón. Nunca había pensado en eso -se acuclilló para examinar los sacos más cerca-. En este saco hay algo escrito que no se lee bien. Está totalmente desgastado. Ayúdame a apartar estos: puede que los de detrás estén en mejores condiciones.
Pesaban una barbaridad, pero entre ambos lograron arrastrar la primera hilera de sacos unos cuantos centímetros.
Aelita se metió en el hueco que había quedado y se inclinó para leer.
-¡Bingo! B&F-Broulet et Frères, Rue de Tivoli 117.
-En la otra punta de la ciudad -puntualizó Jeremy.
-Eso quiere decir que mi padre recurrió a una empresa de esa zona. A lo mejor todavía están en el negocio. Podríamos ir ya mismo.
-¡Oye, oye, frena un poco! -exclamó Jeremy-. Esperemos por lo menos hasta terminar el juego, ¿no?
Aelita sonrió.
-¡Piénsalo! ¿No es mucho más divertida una investigación así que jugar al escondite?

Yumi y Ulrich caminaban por el jardín cubierto de nieve, y sus zapatos se hundían bastantes centímetros en el manto blanco.
Después de unos pocos pasos, Ulrich ya tenía los calcetines empapados, y había empezado a estornudar.
-Esto de venir afuera no ha sido una buena idea. Podíamos habernos quedado dentro, bien calentitos. Y además, estamos dejando un montón de huellas: ¡Odd nos va a encontrar en un pispás!
-¡Jo! -estalló Yumi-. ¿Por qué no dejas de quejarte y tratas de disfrutar de este aire fresco, para variar? ¿No te parece romántico?
Ulrich se quedó pasmado.
-¿Ro... mántico? -balbuceó, confuso.
Se sentía como si Yumi hubiese acertado de lleno con una de sus dolorísismas llaves de Kung-Fu.
-¡Venga, salgamos de aquí! -lo exhortó su amiga, tomándolo de la mano y conduciéndolo hacia el helado sendero de entrada, que llegaba hasta la verja. La mano de Yumi estaba ardiendo, y Ulrich, a pesar del frío, tenía el cuello todo sudado. Delante de él, el cabello negro de la muchacha parecía brillar, reflejando la luz de aquella tarde invernal.
Yumi se detuvo de golpe.
-Toma ya, menuda coincidencia. Dichosos los ojos... -musitó.
Instintivamente, Ulrcih se giró en la dirección hacía la que su amiga estaba mirando, y se quedó de piedra.
Un segundo después abrazó a la muchacha y la derribó, tirándose con ella sobre la espesa capa de nieve.
Justo en ese momento estaba pasando por delante de la verja uno de sus compañeros de curso, William Dunbar, con un gorro de lana gris que guarecía su pelo, negro y un poco demasiado largo, y un abrigo elegante con las solapas levantadas por encima del cuello. De sus orejas salían los cables de los cascos de un lector de MP3, y el muchacho iba silbando un estribillo para sus adentros.
-¿Me puedes explicar qué se te ha pasado por la cabeza? -chilló Yumi, medio ahogada por la nieve-. ¿Pretendías matarme?
-¡Cállate por el amor de Dios! -susurró Ulrich, apoyándoles un dedo contra los labios. Se giró, alarmado, para asegurarse de que William no había advertido nada. Pero el muchacho había seguido con su tranquilo paseo, en dirección a quién sabe dónde.
Aquel dedo sellándole los labios hizo que Yumi se enfureciese. La muchacha arrojó a Ulrich hacia un lado con una llave de yudo, y se puso en pie. La pálida piel de su cara se había vuelto roja como una llamarada, y su mirada ardía de pura rabia.
-¡Señor Ulrich Stern! -siseó-. No querías que William se diese cuenta de que estábamos aquí, ¿no es así? ¡No querías que me saludase!
-Déjalo estar, ¿de acuerdo?
-¡¡Desde luego, no vas a ser tú quien me diga a mi qué es lo que tengo que dejar de estar y qué no!! ¡No tienes ningún derecho a hacer eso! ¡Ninguno!
A continuación la muchacha se puso en marcha a grandes zancadas hacia la casa, dejando a Ulrich empapado de nieve y preguntándose en qué había metido la pata exactamente.

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